Un emergente del atraso

Los errores y torpezas de Triaca permitieron abrir un debate acerca de las calamidades públicas del nepotismo. Se tomaron algunas decisiones, se dictaron algunos decretos, se insistió una vez más en que el nepotismo en una república es un grave vicio político y, como consecuencia de todo esto, algunos familiares de funcionarios debieron renunciar a sus cargos con el consabido operativo publicitario.

Atendiendo el despliegue de los hechos, muy bien podría postularse que el Gobierno estuvo más interesado en proteger a Triaca que en librar una lucha a fondo contra ciertas prácticas nepotistas, prácticas que no son nuevas, no pertenecen a un exclusivo territorio y tampoco son patrimonio de un exclusivo partido político.

¿Hay nepotismo en la Argentina? Digamos que el hábito de los gobiernos de favorecer a los familiares instalándolos en posiciones de poder existe, pero no todos los gobiernos lo practican con el mismo entusiasmo. Recurriendo a los logros de la memoria, recuerdo el momento en que el gobernador de Córdoba, don Amadeo Sabattini, descubre en una recorrida por reparticiones públicas que un primo suyo ocupa un cargo directivo. «Mientras yo sea gobernador no puede haber dos Sabattini viviendo del presupuesto», dicen que dijo el caudillo radical.

Es interesante la anécdota por las lecciones que encierra, pero también por su soledad en tanto no es fácil recordar alguna anécdota semejante. Y no porque no haya habido comportamientos nepotistas, sino porque desde el poder el tema se silencia, se disimula, cuando no, como sucede en nuestras provincias atrasadas, se exhibe descaradamente y se lo justifica como un rasgo típico del inescrutable «ser nacional», ese becerro de oro esgrimido por las dinastías semifeudales de tierra adentro para enriquecerse y someter a poblaciones indefensas e impotentes.

Admitamos que «nuestro» nepotismo comparado con las dictaduras bananeras está limitado por los controles republicanos y, sobre todo, por la existencia de una opinión pública que no admitiría, por ejemplo, que el hijo de un presidente fuera designado general o ministro a los ocho años de edad. La afirmación de todos modos habría que relativizarla, porque en los últimos años los controles republicanos han dejado mucho que desear, o por el episodio vergonzoso protagonizado por la hija de la presidenta de entonces entregando los atributos del poder, un privilegio que hubiera despertado el discreto reconocimiento de Stroessner, Duvalier o Somoza.

Anécdotas pintorescas al margen, en nuestro país el nepotismo como práctica política puede comparativamente ser moderado, pero sería un peligroso exceso de optimismo relativizarlo o subestimarlo, porque si bien en las sociedades modernas, con una opinión pública movilizada, el nepotismo se reduce a su mínima expresión, en sociedades tradicionales constituye uno de los rasgos decisivos del régimen de poder.

En la Argentina, esta consideración puede apreciarse registrando las diferencias de los gobiernos de las provincias más desarrolladas e integradas con las provincias más atrasadas y pobres, diferencias que tampoco son lineales ya que el nepotismo, además de ser un emergente del atraso, es también el producto de una estrategia de poder que opera con autonomía de las condiciones económicas y sociales.

El despotismo y el patrimonialismo, es decir, la concepción que considera que el patrimonio público es propiedad del gobernante, suelen ir de la mano y los argentinos algo sabemos al respecto. En todos los casos son vicios que acechan siempre, incluso en las democracias más avanzadas, porque en todas las circunstancias responden a necesidades del poder, de lo que se deduce que mientras exista el poder la tentación del nepotismo y el patrimonialismo estarán presentes, a veces en sus versiones «duras», a veces en sus versiones «blandas».

¿Solo la necesidad de proteger a Triaca dictó la decisión de Macri? Hay buenos motivos para creer que así fue, pero los alcances de las decisiones políticas a veces van más allá de lo deseado por los gobernantes. En política como en ajedrez el gambito suele ser una operación eficaz a condición de ser usada a tiempo y en el momento oportuno. Desde la perspectiva de un realismo descarnado, habría que decir que el gambito «nepotismo» dio sus resultados. El Gobierno entregó piezas menores, conservó lo que le importaba y mejoró sus posiciones en un juego en el que las situaciones cambian con asombrosa celeridad.

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