Aurelia Vélez Sarsfield

En la vida de una mujer suele haber uno o dos hombres importantes. Aurelia los tuvo: uno fue su padre, don Dalmacio Vélez Sarsfield; el autor del Código Civil; el otro fue Domingo Faustino Sarmiento, su amante amigo y compañero durante casi treinta años. No, no debe de haber sido fácil ser la hija de don Dalmacio. Tampoco debe de haber sido fácil en esos años casarse, divorciarse, acompañar todo ese jaleo con algunos escándalos y después asumir públicamente su condición de amante de Sarmiento, la amante de uno de los hombres más controvertidos de su tiempo; la amante, nada más y nada menos, de quien en algún momento fue presidente de la Nación.

Es verdad que a los padres no se los elige, pero sí se elige ser una hija sumisa o rebelde, mediocre o inteligente. Aurelia perteneció a la categoría de las rebeldes e inteligentes en un tiempo en que ese comportamiento no estaba de moda y con un padre que no era precisamente un modelo de apertura y de transgresión, por lo menos si lo vamos a juzgar por sus actos públicos, porque luego, prestando atención, vamos a descubrir que detrás de la máscara severa, acartonada y algo irónica de don Dalmacio, existió un hombre que aceptó y le permitió a su hija licencias que no cualquier padre le aceptaría hoy a la suya.

A los padres no se los elige, pero puede ser motivo de discusión saber si a los novios, maridos o amantes se los elige. En el caso de Aurelia, está claro que ella lo eligió a Sarmiento, sabiendo lo que esa elección significaba y el precio que debía pagar por dar ese paso.

La elección no fue producto de un entusiasmo pasajero, de una súbita fiebre o de un capricho de hija malcriada que quiere escandalizar a su padre. Aurelia estuvo ligada a Sarmiento hasta el día de su muerte. Y lo sobrevivió cuarenta años, sabiendo que fue la mujer más importante en la vida del autor de “Facundo”. Nunca fue “la otra”, ni le importó posar luego de viuda triste o alegre. Cuando murió en 1924, un diario de Buenos Aires le dedicó una respetable necrológica, pero no se menciona allí su relación afectiva con Sarmiento, sino que la presentan como una colaboradora, una “corrección” muy al estilo de la época y sospecho, de todas las épocas.

Amante, amiga, compañera de Sarmiento, ella en todas las circunstancias demostró una notable integridad y estatura moral. A Aurelia le alcanzaba con saber que Sarmiento la amó. En noviembre de 1900, doce años después de la muerte de su amado, se entera en París leyendo el diario La Nación, que en el paseo de Palermo se inaugurará una estatua de Domingo Faustino Sarmiento. Ella escribe entonces: “Me alegra que lo recuerden, pero a mí no me va gustar ver su figura tiesa convertida en bronce. Porque ese hombre fue mi hombre. Yo lo abracé y lo besé. Apoyé mi cabeza sobre su pecho y él la sostuvo con sus manos grandes y fuertes. Compartí sus incertidumbres y sus angustias. Lo vi dudar y alegrarse. Tuvimos miedo y muchas veces lloramos juntos. Y ahora quedará hecho estatua en medio de esos árboles de los que tanto me habló y que yo misma lo vi plantar. Dentro de algunos años, cuando yo no esté, él permanecerá allí, quieto helado. De vez en cuando, le llevarán flores y leerán discursos en su pedestal. Pero nadie podrá recordar el calor de sus brazos, la intensidad de su mirada, la ternura de sus palabras. No, no quiero verlo convertido en bronce…”.

Se me ocurre que cualquier hombre, famoso o anónimo, lindo o feo, rico o pobre, daría lo más valioso de él para que una mujer le escriba esas palabras. Como dice el tango: “Minas fieles de gran corazón”. O como dirá Antonio Machado: “Un hombre sabe que de verdad es un hombre cuando siente pronunciar su nombre por los labios de la mujer amada”.

Sarmiento nunca disimuló su amor, su admiración y su respeto por Aurelia. La relación entre ellos no fue fácil, no podía serlo, pero fue intensa y en cierta medida admirable. En algún momento, Aurelia le plantea que la relación amorosa debe dar lugar a una relación de amigos. Sarmiento le contesta con una carta memorable: “Me acojo a la amistad que usted me ofrece y que la creo tan sincera como fue su amor. Leyendo su carta he necesitado tenerme el corazón a dos manos para no ceder a sus impulsos. No obedecerlo era decir adiós para siempre a los afectos tiernos y crear la última página de un libro que sólo tiene dos historias interesantes. La que con usted se liga era la más fresca y es la última de mi vida. Desde hoy soy viejo”.

“Desde hoy soy viejo”. Sarmiento es un escritor extraordinario y sólo un escritor de esa talla puede escribir una frase que cierre de un modo tan doloroso una historia de amor. Los biógrafos de Aurelia señalan que antes de los amoríos con Sarmiento, ella estuvo casada y que fue después de ese fracaso matrimonial que inició su relación con Sarmiento, que era veinticinco años mayor que ella. Su marido fue su primo Pedro Ortiz Vélez. Pedro era hijo de José Santos Ortiz y de Inés Vélez Sarsfield, hermana de Dalmacio. Para quienes se interesan por algunas curiosidades históricas, les resultará interesante saber que José Santos Ortiz fue en algún momento gobernador de San Luis, pero ingresó por la puerta grande de la historia porque en 1835 era el secretario privado de Facundo Quiroga y el hombre que viajaba con él, cuando fue asesinado en Barranca Yaco.

Uno de los capítulos más bellos de “Facundo” es el que relata las peripecias de esa tragedia que tiene como verdugo al gaucho Santos Pérez. Hermoso capítulo, pero cuando Sarmiento lo escribió no sabía que estaba hablando, entre otras cosas, del padre del marido de su futura amante.

¿Por qué Aurelia se casó con su primo? No hay una respuesta exclusiva a esta pregunta. Lo más probable es que el hombre le haya gustado, porque de esos gustos hubo un embarazo, porque para esa fecha ella tenía apenas diecisiete años o porque, como dice el tango, nunca se sabe qué es lo que pasa en el corazón de una mujer.

El matrimonio con Pedro duró apenas ocho meses y concluyó con un aborto, una muerte y un juicio por insanía. Las malas lenguas dicen que Aurelia lo engañaba a su marido con el secretario privado Cayetano Echenique que, para agregar algunas escabrosidades más a este drama, también era primo de Aurelia.

La historia hubiera hecho las delicias de Henry James o de cualquier escritor con sangre en las venas. Un reloj transformado en un insólito espejo habilita el desenlace. Pedro, que según recuerda Sarmiento, “es un enemigo temible”, ve la escena amorosa de su mujer con Echenique a través de la tapa de un reloj de mesa. Es en ese momento cuando el hombre mata de un disparo al amigo infiel y luego deposita a su esposa embarazada en la casa de su padre…

El escándalo es publicado con lujo de detalles y los inevitables regodeos del caso por el diario La Tribuna, enemigo de don Dalmacio. No terminan allí los entremeses. El 6 de diciembre de 1853, el tema se trata en la Sala de Representantes y Pedro Ortiz Vélez es declarado demente. La decisión lo beneficia a Pedro y también a Aurelia, ya que la ley entonces preveía sanciones para la esposa infiel.

No concluyen allí las desgracias y las malas noticias para los Vélez Sarsfield. Juan María Gutiérrez, que no tenía buenas relaciones con don Dalmacio y no compartía algunas de sus posiciones jurídicas, le reprocha públicamente su incoherencia moral y su oportunismo porque, después de haberse expresado públicamente contra el aborto, autorizó a la hija a interrumpir el embarazo.

Se dice que Sarmiento conoció a Aurelia cuando ésta tenía nueve años. Para tranquilidad de las buenas conciencias, ese conocimiento no fue el anticipo de “Lolita” de Nabokov, ni se compara con el encuentro de Lewis Carroll con Alicia, porque la historia amorosa entre ellos empieza diez años después, cuando Aurelia ya está separada de su marido y Sarmiento ha regresado a Buenos Aires y trabaja en el diario que dirige don Dalmacio.

Aurelia Vélez Sarsfield conoció a Sarmiento en 1855, en la redacción del diario El Nacional, dirigido por su padre. Dalmacio fue quien le abrió a Sarmiento las puertas políticas de Buenos Aires. Y también le abrió la puerta de su casa. La del dormitorio de su hija, prefiero pensar que el sanjuanino la abrió a su cuenta y riesgo y con el probable consentimiento de Aurelia, aunque en estos temas no es conveniente arriesgar una opinión definitiva.

La mujer que Sarmiento conoce en 1855 tiene diecinueve años, pero ya cuenta con una sólida formación política. Atenta secretaria privada de su padre, a quien le atiende la correspondencia y le ordena los papeles. A su eficacia administrativa le suma una vida sentimental de la que lo más suave que se puede decir es que era algo borrascosa. La aclaración es pertinente para evitar el lugar común que dice que Sarmiento sedujo a una niña desvalida e inocente, aprovechándose de la amistad con el padre.

Aurelia recién acaba de dejar la adolescencia y ya conoce a Mitre, Tejedor, Elizalde, Alsina. El espacio público y el espacio privado para ella son más o menos lo mismo. Los hombres que gobiernan, batallan, escriben en los diarios y que en el futuro serán reconocidos como próceres, son los mismos que visitan a su padre, discuten, se ríen y en más de una ocasión conversan con esa chica que, a diferencia de sus hermanas y de muchas mujeres de su edad, parece muy interesada por los temas que conversan los mayores.

Quienes la conocieron aseguran que no era hermosa, aunque los retratos que se conservan no permiten decir que fuera fea. Un historiador la describe como “una mujer moderna, inquieta, algo andariega, altiva, orgullosa, femenina sin ser afeminada”. Según Enrique Martínez Paz “Aurelia tenía una inteligencia poderosa, un equilibrio manifiesto y modales y maneras de una gran distinción. Era una mujer extraordinaria, de un talento resplandeciente y de un sentido de la dignidad personal que la llevaba a ser arrogante”.

La relación entre ellos no debe de haber sido fácil. Las diferencias de edad, los prejuicios de la época, el estado civil de Sarmiento, los celos justificados de su esposa Benita Martínez Pastoriza, habrían complicado el vínculo y en algún punto lo deben haber hecho imposible. Convengamos que los antecedentes amorosos de Sarmiento para la moral de la época no eran precisamente recomendables. Para esos años, el sanjuanino tenía una hija, Faustina, producto de sus amoríos con una maestrita chilena que había conocido en 1832. En 1848 se había casado con Benita, después de haber sido su amante furtivo durante unos cuantos meses. Benita entonces estaba casada con un hombre cuarenta años mayor que ella, don Domingo Castro Calvo. Nunca se supo con certeza si Dominguito fue hijo de Castro Calvo o de Sarmiento, porque cuando nació el niño, la buena de doña Benita andaba con los dos Domingo, Castro Calvo y Sarmiento.

Sarmiento y Aurelia deben de haber vivido los momentos más fogosos de su relación durante los dos o tres primeros años. Una carta de ella es muy representativa de esa pasión: “Te amo con todas las timideces de una niña y con toda la pasión de que es capaz una mujer. Te amo como no he amado nunca, como no era creíble que fuera posible amar. He aceptado tu amor porque estoy segura de merecerlo. Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor a ti. Perdóname encanto mío, pero no puedo vivir sin tu amor”.

Me encanta este Sarmiento capaz de despertar esas pasiones y de vivirlas con esa intensidad. Sarmiento en este punto es lo opuesto a Juan Manuel de Rosas, a quien su amante le escribía tratándolo de “Mi señor”, mientras él firmaba sus cartas con la sugestiva rúbrica: “Tu patrón”. Me encanta este Sarmiento fogoso, arriesgado, dispuesto a pagar el precio que sea necesario por su amor; decidido a querer y ser querido más allá de las normas y los prejuicios.

Porque claro, el romance fue muy apasionado pero también muy escandaloso. Para 1857, Benita, que ya estaba al tanto de todo, se instaló en Buenos Aires y allí empezaron las escenas con sus consabidas secuelas de rumores, chismes e insidias. Benita no está dispuesta a ser desplazada por “una petisa fea”, y a juzgar por las confesiones de Sarmiento a Mitre, la mujer le hizo la vida imposible con sus celos, sus amenazas iracundas, sus escenas de llantos y reproches. Como para completar el culebrón, Benita consiguió como aliadas a las esposas de Mitre y Avellaneda, Delfina Vedia y Carmen Nóbrega, quienes intrigarán en su contra y le sacarán el cuero en cuanta reunión social se celebre. Todo se complica, además, porque Dominguito cierra filas al lado de la madre. Y como si ello fuera poco, Sarmiento se entera de que la estricta de doña Benita mantiene relaciones amorosas con un amigo suyo. Está en su derecho, seguramente, pero convengamos que toda esta suma de escándalos no le deben de haber resultado agradables a una personalidad explosiva y fogosa como la de Sarmiento.

El presidente Bartolomé Mitre, que entonces era su amigo, decide mandarlo a San Juan en una controvertida misión política. Fue una decisión política, pero nada nos cuesta a nosotros pensar que así como en 1845 el presidente chileno, Manuel Montt, manda a Sarmiento a Europa para estudiar los sistemas educativos -cuando en realidad lo que estaba haciendo era apartarlo de sus habituales escándalos amorosos-, veinte años después, Mitre hace algo parecido, algo que además Sarmiento se lo pedía a los gritos- porque la situación privada en Buenos Aires era para él insostenible.

Aurelia fue la amante de Sarmiento, pero fue también su colaboradora política, en algún momento su hija, y tal vez en otro momento algo así como su consejera y su paño de lágrimas. Por estilo, por personalidad, Aurelia siempre prefirió un perfil bajo. Sin embargo, Sarmiento desde Estados Unidos recomendaba a sus amigos que para las cuestiones operativas de la política la consultaran a ella.

En la campaña electoral de 1868, ella fue la principal operadora del candidato que luego sería presidente de los argentinos. Para esa fecha, su padre la convocó para que lo ayudara en el trabajo de redactar el Código Civil. Padre e hija se trasladan a la quinta de Almagro e inician el gigantesco emprendimiento jurídico. En esa tarea también colabora un joven salteño que muchos años después también seria presidente de los argentinos: Victorino de la Plaza.

Aurelia trabaja con su padre, cultiva relaciones políticas y sigue enamorada de Sarmiento. En 1868 le escribe: “Me dirá usted que no se tiene la culpa de sentir de un modo u otro; quizá tenga razón, pero creo que la tengo y mucho cuando le recomiendo como antídoto para su enfermedad los vínculos del corazón. ¿Ya no es tiempo?”.

Siempre se dijo que la candidatura de Sarmiento a la presidencia fue propuesta por Lucio V. Mansilla. Otros hablan de la importancia de su amigo José Posse, pero si le vamos a creer a Sarmiento, la que más influyó para que él llegara a la presidencia fue Aurelia. La confianza de él en ella es absoluta. En una carta a Posse le comenta lo que piensa de Aurelia en materia política: “Entiéndase con Vélez y con su hija, más con ésta que con el viejo, tiene más carácter y, créamelo, juicio más sólido que todos nuestros amigos”.

Las elecciones se celebran el 12 de abril de 1868 y el 23 de julio Sarmiento sale de Estados Unidos sin conocer todavía los resultados. Ansioso, entretiene sus horas escribiendo un diario sobre sus impresiones de viaje y se lo dedica a Aurelia. “En este viaje que me propongo describir, el viajero sólo es el protagonista. Y le dedico a usted sola su lectura… pues a toda hora del día ha de estar usted presente en mi memoria. Viviré pues, anticipadamente en su presencia, y cada escena que describa la tendrá a usted como espectadora, complacido acaso de recibir este diario tributo”.

Sarmiento asume como presidente el 12 de octubre de 1868. El viejo Dalmacio es nombrado ministro de Interior. Es el primer nombramiento que hace, y el diario de la oposición comenta el episodio con reconocible ironía: “Sarmiento hace rato que está hechizado por los Vélez”. Hechizado o no, Aurelia va a estar al lado de Sarmiento en todas, en las buenas y en las malas, cuando gane y cuando pierda, cuando lo aplaudan y cuando lo insulten.

El 22 de agosto de 1873 Sarmiento se dirigía en coche a la casa de Aurelia cuando dos asesinos a sueldo intentaron matarlo. Parece que eran matones contratados por sus tenaces enemigos. El atentado no logró consumarse porque a uno de los sicarios le explotó el trabuco en la mano. Sarmiento no se enteró del episodio porque para esa época ya estaba bastante sordo. Después se supo que las balas estaban envenenadas y que el más mínimo roce hubiera bastado para matarlo. “Si me hubiesen sólo rasguñado, mis enemigos habrían dicho que me morí de miedo”, le escribe a Aurelia.

El 30 de marzo de 1875 murió Dalmacio Vélez Sarsfield. Una empleada doméstica le hizo llegar a Sarmiento una esquela de Aurelia: “Ha muerto Tatita”. En el cementerio lo despiden entre otros Avellaneda y Sarmiento. Las palabras de Avellaneda, son circunspectas, de circunstancias, palabras de un político que despide a otro político. Las palabras del sanjuanino están cargadas de afectividad: “Que descansen en paz las cenizas del amigo y las del servidor del país. Con ella desaparecen todo lo que a la fragilidad humana pertenece… adiós viejo Vélez”.

En 1880, en un lapso de tres meses, Aurelia debe presenciar la muerte de su hermana Rosario y de su madre. En los dos casos, Sarmiento está a su lado. En 1885 Aurelia viaja por primera vez a Europa. Estará un año recorriendo sus principales capitales y sus impresiones de viaje serán publicadas en El Nacional y luego en El Censor. El que autoriza estas publicaciones es Sarmiento, que nunca se cansa de decir que Aurelia escribe mejor que él.

La descripción que hace de la catedral de Sevilla demuestra que Sarmiento no exagera cuando pondera sus virtudes con la pluma. “Lo que se ha apoderado de mi espíritu, de mi corazón, diré, es la catedral. La primera vez que fui entré por la nave que conduce al altar mayor. Enseguida, por la oscuridad que allí reina, quedé por unos minutos, inmóvil. ¿Era efectivamente la falta de luz o el estupor lo que me clavó allí? Sólo sé que de ahí he caído casi sobre una reja y que abriendo los ojos me he encontrado con el San Antonio de Murillo, que poco a poco fue destacándose y apoderándose tan completamente de mí que no estoy segura de haber tendido también los brazos confusa y agradecida a la eterna felicidad. Lo que sí sé que las lágrimas vinieron y aliviaron mi emoción que se tornaba dolorosa por lo intensa. Puedo asegurarle que tuve un instante feliz…”.

La separación no impide que se extrañen y se escriban cartas que no son de amor, pero tampoco de dos amigos inocentes. Dice ella: “Cuánto lo extrañé y deseé que hubiéramos compartido emociones que ponen lágrimas en los ojos. No tengo ánimo para contarle mil pequeñas cosas entretenidas que me reservo para detallarlas a orilla de la chimenea, en el próximo invierno en que estaré de vuelta”.

En 1887 Sarmiento viaja a Asunción buscando un alivio a sus achaques. Es su último viaje y posiblemente lo sospecha. Desde allí le escribe a Aurelia una carta en la que se nos revela un Sarmiento alegre, optimista, eternamente enamorado. “Venga a Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida, con un látigo cuando castiga, con sus laureles cuando premia. ¿Qué falta le hacen treinta días para otorgarle seis a un dolor reumático, cinco a la jaqueca, algunos a algún negocio útil y muchos momentos a contemplar que la vida puede ser mejor? Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndidos, el Chaco incendiado, música, bullicio y animación. Venga que no sabe la bella durmiente lo que pierde de su príncipe encantador”.

A principios de 1888, Aurelia viaja a Europa y regresa a Buenos Aires en agosto. Sarmiento insiste una vez más en invitarla a que lo visite en su casa que está construyendo en Asunción. Ese mismo mes de agosto, Aurelia viaja a Asunción y se queda hasta fin de mes. Cuando se va, faltan menos de dos semanas para que Sarmiento marche al silencio. Se supone que Aurelia se va porque no quiere presenciar su muerte; se supone que volviendo a Buenos Aires Sarmiento la seguirá; se suponen varias cosas, pero ninguna de ellas es posible demostrar, salvo el hecho elocuente de que ella vuelve a Buenos Aires doce días antes de que Sarmiento muera el 11 de septiembre de 1888.

La despedida de Sarmiento en Buenos Aires fue apoteótica. Todos lo lloraban, incluso algunos de sus abundantes enemigos. Cuando sus restos llegaron en Buenos Aires llovía, era una de sus lluvias persistentes, prolongadas que entristecen la tarde y hacen más sombrío el crepúsculo. Aurelia una vez más estaba sola. No debe ser fácil llorar en soledad al hombre que se amó, cuando toda la ciudad lo llora.

Mientras el vicepresidente Carlos Pellegrini lo despedía calificándolo como el cerebro más poderoso de América, Aurelia estaba sola y como dice Araceli Bellota: “… despedía a la última persona que la amaba en este mundo y al único hombre al que había amado sin medir ninguna consecuencia. Nadie en Buenos Aires pudo o quiso consolarla”.

Entre 1890 y 1910 Aurelia vivirá en Europa. No vive mal; es una mujer rica, pero como ella misma dice: “Es muy duro vivir sin planes y sin futuro”. Algunos problemas judiciales con los parientes le amargan la vida, pero en lo fundamental sabe que su situación económica es sólida y que sus problemas más serios no los resuelve la renta.

En 1910 regresa a Buenos Aires. Le escribe a una amiga: “Vuelvo sin mucho entusiasmo. No encontré lo que fui a buscar. Hace veinte años que partí para esperar la muerte, lejos de mi país, porque no quedaba nadie que se interesase por mí, salvo para lastimarme. Esperé a la muerte con tranquilidad porque ella tiene a los que más quise. Hasta la deseé y logré recuperar ese sentimiento que hacía tiempo tenía oculto en algún lugar de la memoria y de mi corazón. De mi deseo hablo. El mismo que traté de hacer realidad en mi vida sin fijarme en las opiniones ajenas. Lo pagué caro. La muerte no llegó y ahora vuelvo, no porque quiera sino porque no me queda más remedio. En poco tiempo cumpliré 74 años, uno menos de los que tenía Tatita cuando se fue para siempre. Veinte años es mucho tiempo. Tal vez suficiente para que mi recuerdo se haya desdibujado entre los que tanto me hicieron sufrir con su condena. A lo mejor me dejan en paz. Si a Sarmiento lo congelaron en una estatua, a mí muy bien pueden archivarme. Igual que él, prometo no moverme”.

Aurelia vivió en Buenos Aires casi catorce años y lo hizo como una señora distinguida, discreta y elegante. Siempre se preocupó por mantener un perfil bajo, rodeada de sus recuerdos y de los afectos de algunos parientes. Murió en diciembre de 1924. El diario La Nación le hizo su clásica necrológica y, salvo algunos comentarios menores, pocos, muy pocos se enteraron que acababa de morir una de las mujeres más importantes de la política argentina en la segunda mitad del siglo XIX, una mujer que había conocido en detalle cómo se escribió el Código Civil y que puso todo su talento y su empeño para que su amante fuera presidente de la Nación.

La leyenda dice que hubo problemas legales para depositar sus restos, que estuvieron en un lado, después en otro y finalmente fueron depositado en el panteón familiar de los Vélez Sarsfield. Otra leyenda dice que en ese mausoleo perdura la hiedra que Sarmiento había plantado en homenaje a su amiga. Y la leyenda concluye diciendo que el alma en pena de Aurelia está prendida a esa hiedra.

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