Bárbara Tuchman y «Los cañones de agosto»

 
Bárbara W. Tuchman escribió «Los cañones de agosto» alrededor de 1960. No era el primer libro que escribía, pero es con este libro que Bárbara se hace conocer en el mundo. El momento estelar lo vivió cuando John Kennedy le entregó un ejemplar de «Los cañones de agosto» al primer ministro conservador Harold MacMillan, mientras les recomendaba a presidentes, diplomáticos y ministros que leyeran a Tuchman para conocer por qué se desató la guerra y qué sería necesario hacer y no hacer para impedir que estalle otra. El rasgo distintivo de Tuchman como historiadora es su exigente labor de archivo, su trajín incansable hurgando crónicas, telegramas, registros y, a continuación, la calidad de su escritura. Tuchman no es la única historiadora dueña de un estilo exquisito (pienso en términos locales en José Luis Romero) pero fue una de las mejores, logro que no obtuvo espontáneamente sino después de una obsesiva preocupación por respetar el lenguaje, pulir el estilo, enriquecerlo. No obstante sus logros, durante años fue ninguneada por algunos historiadores académicos de cuyo nombre hoy nadie se acuerda. A Tuchman no le perdonaban su inteligencia, su sensibilidad y su estilo literario. Tampoco le ahorraban criticas por su origen social, por haberse criado en el seno de la clase alta británica, que su padre fuera el banquero Maurice Wertheim y que a su abuelo, Henry Morgenthau, se lo destacara como uno de los diplomáticos más prestigiado del imperio, el querido «nono» que en más de una ocasión invitó a su nieta a reuniones sociales -celebradas en diferentes capitales del mundo- que que le permitieron conocer desde una platea privilegiada el fascinante escenario de la diplomacia. Fastidiada por las críticas del mundo académico, escribió alguna vez. 

“El historiador académico padece las consecuencias de tener un público cautivo, primero con el director de su investigación y después con el tribunal examinador. Su principal preocupación no es lograr que el lector pase a la siguiente página».
Comparto ahora el primer párrafo de «Los cañones de agosto», párrafo con el que estuvo renegando durante más de ocho horas para que cada palabra y cada signo de puntuación estén en el lugar preciso, para que ningún adjetivo esté de más o de menos, ningún verbo desentone y ningún gerundio se ponga fastidioso. Color, ritmo, tersura…nada falta. La perspectiva visual es perfecta y el sentimiento de nostalgia por un tiempo histórico que fatalmente agoniza se expresa con delicadeza y pudor.
 
Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol. Detrás de ellos seguían cinco herederos al trono, y cuarenta altezas imperiales o reales, siete reinas, cuatro de ellas viudas y tres reinantes, y un gran número de embajadores extraordinarios de los países no monárquicos. Juntos representaban a setenta naciones en la concentración más grande de realeza y rango que nunca se había reunido en un mismo lugar y que, en su clase, había de ser la última. La conocida campana del Big Ben dio las nueve cuando el cortejo abandonó el palacio, pero en el reloj de la Historia era el crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba poniendo, con un moribundo esplendor que nunca se vería otra vez.
 
 
 
Ahora vamos a otro de sus grandes libros:
 
LA TORRE DEL ORGULLO. 
(UNA SEMBLANZA DEL MUNDO ANTES DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL)
 
 
La soberbia descripción de una clase dirigente, una tradición y un concepto del poder 
 
 
El último Gobierno del mundo occidental que poseyó todos los atributos de la aristocracia operante se instituyó en Inglaterra en junio de 1895. La Gran Bretaña se hallaba en el cenit del Imperio cuando los conservadores ganaron las elecciones generales aquel año, y el Gobierno que éstos constituyeron resultaba la imagen soberbia y resplandeciente de dicho apogeo. Sus componentes representaban a los grandes hacendados del país, que estaban acostumbrados a gobernar desde hacía muchas generaciones. Como ciudadanos superiores, consideraban que tenían la obligación de salvaguardar los intereses del Estado, manejando sus asuntos. Gobernaban por herencia, obligación y costumbre, y estaban convencidos de hacerlo con todo acierto. El primer ministro era un marqués cuyos ascendientes habían sido jefes de Gobierno con la reina Isabel y con Jaime I. El secretario de la Guerra también era otro marqués, y su título de menor importancia—barón—se remontaba al año 1181. Su bisabuelo había sido primer ministro de Jorge III, y su abuelo integró seis Gobiernos durante tres reinados. El lord presidente del Consejo era duque, poseía unas noventa mil hectáreas en once condados y sus antepasados formaron parte del Gobierno desde el siglo XIV. Él mismo formó parte, durante treinta y cuatro años, de la Cámara de los Comunes, y en tres ocasiones rechazó el cargo de primer ministro. El secretario para la India era hijo de otro duque, y sus cuatro hijos estaban todos en el Parlamento. El presidente del Consejo de Gobierno Local era un destacado hacendado que tenía un duque por cuñado y un marqués por yerno, y que había sido miembro del Parlamento durante veintiséis años. El lord canciller tenía un apellido que llevó a Inglaterra un normando seguidor de Guillermo el Conquistador, y que, sin embargo, se mantuvo a través de ocho siglos sin título alguno. El lord teniente de Irlanda era conde, sobrino nieto del duque de Wellington y heredero de la dirección del Museo Británico. El Gabinete también comprendía un vizconde, tres barones y dos caballeros. De los seis miembros sin título nobiliario que lo integraban, uno era director del Banco de Inglaterra; otro descendía de una familia que representaba en el Parlamento al mismo condado desde el siglo XVI; otro era jefe de la Cámara de los Comunes, sobrino del primer ministro y heredero de una fortuna escocesa de cuatro millones de libras esterlinas, y el último, tal vez un poco fuera de lugar, era un industrial de Birmingham, y se le consideraba como uno de los hombres más afortunados de Inglaterra.

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