¿Casa tomada?

Alrededor de treinta colegios tomados en la ciudad de Buenos Aires. Esto sólo ocurre en la Capital. Como se decía antes. La ciudad con más altos ingresos, con mayores niveles de consumo y más conectada con el mundo es la que promueve más alborotos juveniles. Previsible, según algunos sociólogos. En los colegios de enseñanza media del interior, en escuelas donde la pobreza convive con la violencia y los más tortuosos dramas, esta rebeldía no se manifiesta. Tampoco allí se sabe que haya agrupaciones de izquierda, como que esa afición por la revolución o por lo que ellos creen que es la revolución, fuera un lujo de pibes porteños.

Es raro. Las rebeliones se expresan en los colegios de mayor excelencia. El Nacional y el Pellegrini, por ejemplo. En los lugares donde debería levantarse una voz de protesta por la pésima calidad de la enseñanza, el deterioro de los edificios escolares, las agresiones contra los profesores, la violencia latente y manifiesta en los claustros y en los patios, el silencio es absoluto.

No me preocupan los chicos, me preocupan los grandes. Políticos que sospechan que van a ser diputados o senadores alentando el jolgorio; padres que suponen que se reconciliarán con sus hijos o sus propios sueños juveniles, mostrándose comprensivos y “piolas”; profesores que recuperan la estatura de Peter Pan y la sensualidad de algún personaje de Nabokov, sumándose a la excitación y el alboroto.

¿Y los chicos? Los chicos nada. Se divierten, practican la deliciosa y cálida fraternidad de la rebeldía, juegan a la revolución, sabiendo o sospechando que se trata de eso, de jugar, de excitarse, de lastimar y ser lastimados. Supongo que si la decisión de las autoridades educativas de la ciudad de Buenos Aires hubiera sido la opuesta, habrían encontrado motivos para hacer lo mismo que están haciendo, porque lo que importa es contradecir, discutir lo establecido, impugnar a los mayores. Si además, a ese ejercicio se le suman argumentos ideológicos, políticos y estéticos mucho mejor. Siempre es más elegante, más culto, más fino si se quiere, otorgarle al quilombo alguna trascendencia que lo justifique. El Che y Ceratti; Charlie García y Marx; Rimbaud y Trotsky, pueden llegar a ser una ensalada exquisita. Por lo menos, visualmente, el espectáculo es tentador.

Adolescencia y política

Los chicos de los colegios más tradicionales de Buenos Aires juegan a la revolución. Que nadie se asuste. Que ningún burgués se ponga nervioso. Los chicos están jugando y el juego para el capitalismo es absolutamente inofensivo. Larga vida para el capitalismo con semejantes revolucionarios. También los camaradas troskistas pueden dedicarse a jugar a la revolución permanente. No hay nada que temer. Los troskistas jamás hicieron una revolución. Es más, en las detestables sociedades capitalistas pudieron darse el lujo de jugar a la revolución, porque en general no se los molesta. Lo problemas para ellos llegan cuando se producen las revoluciones y los estalinistas de turno los liquidan sin compasión y sin asco. Como en Rusia, como en China, como en Vietnam, como en Cuba, como en Nicaragua.

Materia opinable es si los adolescentes están capacitados para pensar y hacer política. En lo personal supongo que sí. Aunque agregaría que si un chico de trece o catorce años puede decidir en materia política, también estaría en condiciones de responder si matan a alguien o si cometen un delito grave. Dicho esto, agrego que si a la política los chicos la quieren tomar en serio, deberían empezar por practicar los procedimientos de la política democrática. ¿Por ejemplo? La decisión de tomar los colegios merecería estar avalada por los estudiantes a través del voto secreto. ¿Y las asambleas? Bien y gracias. Válidas para debatir o tomar decisiones livianas, pero las decisiones de fondo se toman consultando a todos, a los buenos y a los malos, a los lindos y a los feos, a los revolucionarios que quieren hacer la revolución y a los despreciables burgueses que quieren estudiar.

Una asamblea en la que participa menos de cinco por ciento de los estudiantes carece de autoridad política para decidir la toma de un colegio. Si los pibes quieren hacer política deberían empezar por practicarla en serio. La alternativa es sencilla, pero hay que asumirla: se hace política con procedimientos democráticos o se hace política con procedimientos despóticos. No es la mejor escuela de instrucción cívica iniciarse políticamente despreciando a las mayorías, o suponiendo que una minoría organizada decidida a practicar la violencia, es una de las altas y sublimes manifestaciones de la política.

¿Qué hacer entonces con esta suerte de corso a contramano disfrazado de política? Menos reprimir, se pueden hacer muchas cosas. En las sociedades modernas, y sobre todo en los centros urbanos y cosmopolitas hay que aprender a convivir con esta suerte de travesuras adolescentes. Es la edad y las hormonas, el sexo y el saxo, la historia y la histeria, Carlos Marx y Groucho Marx tomados de la mano.

Utopía revolucionaria

George Pompidou, ministro de Francia en 1968 y en un contexto mucho más complejo que el actual, desobedeció la orden de Charles de Gaulle de reprimir. Consideró que en democracia no se puede ni se debe hacer eso; que los baños de sangre no están permitidos, que esos lujos los únicos que se los pueden dar son los regímenes totalitarios al estilo chino, por ejemplo, con su plaza de Tiananmén.

La fórmula de Pompidou fue más simple, eficaz y humanitaria. Dejar que se saquen las ganas, no llevarles el apunte y esperar que se cansen. Además -pensaba Pompidou- la sociedad que los mira con buenos ojos pronto les va retirar la solidaridad. No se puede vivir en la barricada todos los días de la vida. Ese es un lujo que sólo se pueden dar los estudiantes y hasta un límite. Toda fiesta cuando se extiende más allá de lo previsto cansa, harta, hastía.

Conversando con Horacio Sanguinetti, rector durante muchos años del Colegio Nacional de Buenos Aires, me contaba de cuando participó en una asamblea de estudiantes y les explicó a los muchachos que una toma de colegio se hace por motivos importantes: un golpe de Estado, por ejemplo. Lo otro es banalizar el concepto de lucha.

No hay lucha sin objetivos trascendentes y no hay lucha sin riesgos. En el caso que nos ocupa, los chicos de los treinta colegios no luchan, se divierten. Y además no arriesgan nada, salvo el riesgo que provenga de alguna refriega o algún embarazo imprevisto.

¿Y vos, acaso, cuando eras joven no hacías lo mismo que ahora hacen ellos? Seguramente. Pero corriendo riesgos, claro está: alguna garroteada de la policía o alguna detención o algo peor. “Gracias a Dios y a la Virgen”, como le gustaba decir a mi tía, estas acechanzas no existen. Los chicos pueden darse el gusto de jugar a la revolución tranquilos y confiados. Habría que preguntarse si ese juego tiene algo que ver con la palabra revolución, pero eso daría lugar a otro tipo de debate, incluido el debate acerca de si la revolución es algo deseable o, por el contrario, representa una de las peores desgracias que puede padecer una sociedad.

Los jóvenes, claro está, tienen derecho a ser rebeldes. También tienen derecho a no serlo. La rebeldía más que un derecho es un estado de ánimo. Puede ser justa o injusta. Ser rebelde, suena simpático, pero no siempre rebeldía y verdad van de la mano. En más de un caso han sido lo opuesto. Y algunas veces más que un acto creativo fue un gesto de impotencia.

Supongo que en algún momento las tomas se van a levantar. Que hagan o no pasantías laborales es un tema menor, tal vez porque para la pulsión adolescente siempre fue un tema menor, en el mejor de los casos un pretexto para opinar de cosas que no saben, no entienden y hasta les fastidian.

Concluidas las tomas, la educación secundaria continuará siendo el segmento del sistema educativo más crítico y complejo. Las supuestas luchas estudiantiles no brindarán ninguna solución. Es más, con suerte y viento a favor lo que lograrán es dejar todo como está. De la utopía revolucionaria a la utopía conservadora. En realidad todo es tan ruidoso e inofensivo que se confunde con lo banal. Como el personaje de Faulkner, algunas de las declaraciones de los chicos me recuerdan a ese idiota lleno de sonidos y de furia.

 

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