Chau Alberto

Nos quedó pendiente discutir si era posible juntar a Gramsci con Thompson, o si a Milcíades Peña se lo podía recomendar como texto de estudio en los cursos de historia o si Marx era responsable de lo sucedido en la URSS o si el peronismo era una bendición o una peste.

Ya sabemos que la muerte es injusta, pero además es prepotente y arbitraria. Estuve con él en un bar hace tres semanas conversando sobre las cosas que siempre conversábamos y ayer una amiga me dijo que esa persona que reflexionaba con una lucidez inquietante; que se reía de sus propios chistes que nunca nadie terminaba de entender; que explicaba los problemas más complejos de la política o la economía con un lenguaje preciso, sobrio y revelador; que podía ser intransigente como un monje y comprensivo como un tío viejo, se había muerto.

Con Alberto Tur nos conocíamos desde hace más de treinta años. Ahora que no está puedo decirlo sin vergüenza y sin ponerlo incómodo: fue uno de mis maestros. Es probable que yo no haya sido su mejor alumno, es probable que si se enterase de mis palabras se pondría incómodo y reprocharía mi típica frivolidad de periodista para decir cosas indiscretas, cosas difíciles de probar.

Me lo imagino con sus lentes gruesos, su manera de quejarse a lo Woody Allen, el mechón de pelo caído sobre la frente, el gesto severo, mascullando palabras con su mejor tono docente y cascarrabias: «¿Yo maestro suyo?… este Turco es poco serio…». Todo era posible con Alberto, hasta pelearse, pero lo seguro es que a su lado aprendí a distinguir un buen libro de una basura, una reflexión compleja de un lugar común y un testimonio político de una vulgar maniobra politiquera.

Alberto era un intelectual en el sentido más complejo y noble de la palabra. Estudiaba, comprendía y era capaz de comprometerse hasta el límite por sus ideas y creencias. Marx, Gramsci, Althusser o Kautski podían llegar a ser sus interlocutores habituales. Por lo demás era modesto, despreciaba las promociones y los fuegos fatuos de la fama.

No era fácil ser su amigo. Sus complicaciones eran su defecto, pero también su principal virtud. Era complicado porque era inteligente, porque sufría y porque se resistía a transigir con realidades que violentaban sus convicciones. A su manera era un puro en el sentido más noble de la palabra.

Ahora está muerto y como él y yo no creemos en la inmortalidad del alma, sabemos que nunca más estaremos juntos, nunca más discutiremos hasta pelearnos en un bar o en una sobremesa, nunca más disfrutaré del privilegio de escucharlo reflexionar sobre los derechos humanos o la dimensión ética de un socialismo democrático y humanista. ¿Se dan cuenta por qué digo que la muerte es prepotente y arbitraria?

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