Crónicas santafesinas

I

El centro de la ciudad un día de semana al medio día. Colectivos y autos amontonados en la calle, apretujados sobre los semáforos; zorros grises acechando a los autos estacionados; el humo de los caños de escape; trapitos merodeando una propina; bocinazos, gritos, algún insulto; motos y bicicletas tratando de circular por la calle; rostros agobiados por la jornada de trabajo; gente caminando apurada no se sabe bien hacia dónde; gente esperando a los colectivos en las esquinas; la habitual cantinela de los vendedores ambulantes, todo ello bajo un cielo indiferente y mustio. Mi amigo lo repite cada vez que puede: a cierta altura de la vida uno no camina por la ciudad, camina alrededor de los recuerdos de la ciudad en la que vivió toda la vida. Cuando se tiene una cantidad respetable de años, no es uno el que rastrea los recuerdos por la ciudad, sino que los recuerdos lo rastrean a uno. Una esquina y un amigo que no está; la mesa de un bar y un café un sábado a la tarde; el banco de una plaza que alguna vez compartí con una mujer de la que hace rato le perdí el rastro; un caserón abandonado en el que dormía una ciruja que me contaba historias de una ciudad que ya no existe; contemplar desde la ventana de casa el charco oscilante de luz que deja el semáforo sobre el asfalto; caminar por una calle y sentir de pronto que por ese mismo sendero hubo otra caminata.

 

II

Entonces la cita era todas las noche en el Club Universitario, en los altos de Las Delicias. El salón inmenso, no muy limpio pero siempre hospitalario. Los balcones sobre calle San Martín e Hipólito Yrigoyen; el bullicio de los estudiantes que llegaban del Comedor Universitario, desde la facultad o desde vaya uno a saber dónde. Entonces todos eran mayores que yo. Y todos con ese tono de bohemia izquierdista, vivido, según los casos, con algo de fe y algo de cinismo. A un costado de la escalera el cuarto donde se reunía una comisión de rugby. Más allá otro cuarto, donde se armaban mesas de póker hasta la madrugada. El estudiante crónico y el estudiante timbero. Dos personajes, dos modelos, que seguramente no son recomendables, pero que existieron y que dieron lugar a literatura y cine del bueno. Dostoyevski y Víctor Hugo algo saben al respecto. Recuerdo, entre tantos a Tuno Calderón, Lole Daleski, Cacho Tissera, el Negro Reta, Cacholo Romero, Canque Nogué, Niki Figueiras. Y nombres: Toño, Beto, Indio, Pinqui, Daniel. Risas, voces, discusiones. Coplas de la guerra civil española cantadas a coro. “San Antonio es liberal y la virgen socialista/ San Antonio es liberal y la virgen socialista/ y el niño que está en la cuna, libertario y anarquista/ y el niño que está en la cuna, libertario y anarquista”. No nos sobraba la plata -todo lo contrario- pero nunca faltaba el vino y la cerveza. En botella o en jarra. Siempre había una guitarra y algún cantor. Zambas, chamarritas y chacareras. Las “peñas” estaban de moda entre la estudiantina. Para organizarlas lo único que hacía falta era una guitarra y unas cuantas jarras de vino. Después los estudiantes hacían el resto. Cosquín, desde 1964 entonces era La Meca del folclore. Todavía tengo presente el humor negro de Lole y esa canción (creo que era la única que sabía) que se entonaba con una cadencia parecida a la Marchita Peronista: “Somos los tuberculosos/ que a Cosquín siempre vamos/ y cuando en ómnibus viajamos/ pedacitos de pulmones escupimos./ Y nos vamos a Cosquín/ donde soplan los bacilos/ que nos comen por adentro/ como si fueran cocodrilos”. También llegaban las mujeres: desenfadadas, atrevidas, encantadoras con sus vaqueros, sus camperas, en la boca el cigarrillo; en los ojos la insinuación y algún libro de Althusser, Marcuse, Lukács o Wright Mills bajo el brazo. Fascinación y asombro. Esas eran las dos palabras que expresaban mi estado de ánimo en aquellas noches dulces y lejanas de mediados de los años sesenta.

 

III

Se llamaba “La Pequeña Bolsa”. Sobre calle Salta, entre San Jerónimo y 9 de Julio. Casi sobre la cortada y al frente del Mercado que todavía no había sido desplazado por la Plaza del Soldado. Alguna vez fue hotel. Y supongo que uno de sus momentos de gloria fue cuando, a mediados de 1933, Carlos Gardel se alojó en uno de sus cuartos. En ese bar, hace de esto más de cuarenta años, desayunaba casi todas las mañanas. Desayuno de estudiante pobre, pero desayuno al fin. Recuerdo su penumbra, el olor a tostadas, fiambres y café. La barra y los hombres conversando, leyendo los diarios. El salón hospitalario y profundo. Adelante, se desayunaba o se compartía una copa; más atrás se almorzaba y cenaba. Alguien alguna vez dijo que “La Pequeña Bolsa” tenía la mejor cocina de Santa Fe. No lo sé. Pero se almorzaba bien y con precios razonables. Con don Luis de Córdoba -el Gallego de Córdoba- fuimos muchas veces a disfrutar de sus buenos vinos y de sus tortillas a la española. Por supuesto, “La Pequeña Bolsa” no existe. Es pasado. Por lo general los bares que se recuerdan ya son historia. Y “La Pequeña Bolsa” es, por supuesto, historia, historia santafesina.

 

IV

Esa mañana El Padre A. sale muy temprano del hotel céntrico donde se aloja desde hace años. Saco y pantalón gris, camisa celeste. El clériman como símbolo distintivo de su condición de sacerdote. Una misa en una parroquia cercana a Monte Vera y Arroyo Aguiar lo convoca. Es un día de semana. Supongamos un miércoles de otoño, con sol y cielo azul. El Padre A. maneja su propio auto. Toma por Aristóbulo del Valle en dirección al norte. Ignoramos lo que piensa. Imaginemos que hilvana algunas palabras para el sermón a un grupo de feligreses de condición humilde. O sus habituales preocupaciones acerca del drama de los marginados a los que les dedica su vida. En cualquiera de los casos, maneja tranquilo, sabiendo que dispone de tiempo, y que, a medida que sale de la ciudad, da gusto disfrutar de la luz de la mañana. En algún momento decide estacionar al costado del camino. Se baja, abre la puerta de atrás del auto donde descansan sus indumentarias de presbítero. Apoya el saco en el asiento del auto y empieza a ponerse el alba sacerdotal. “Blanquead Señor y limpia mi corazón, para que, purificado por la sangre del Cordero, disfrute de los goces eternos”. Después la estola, con sus dos bandas paralelas. Es el oficio de siempre ejercido con dignidad por un cura viejo. Nada del otro mundo, pero se toma su tiempo. Lo que sí le llama la atención un auto que reduce la velocidad y una señora que lo mira escandalizada. No entiende bien el gesto, pero tampoco le da demasiada importancia. Se pone el cíngulo. Otro auto en el que viajan tres muchachos: lo miran y ríen divertidos. Ahora el amito: “Señor, poned sobre mi cabeza la defensa de mi Salvación, para luchar victorioso contra los embates del demonio”. Pasa otro auto; un señor que maneja se persigna y a los dos niños que viajan con él le hace inequívocas señas para que no miren. Ahora la casulla. Desde una Cuatro por Cuatro que pasa a toda velocidad, alguien le grita algo que no alcanza a descifrar. A esta altura el padre A. empieza a asombrarse, porque no termina de entender qué está pasando. Todo está en orden: el auto bien estacionado en la banquina, él ya luce sus vestimentas sagradas y a su alrededor solo se escucha el piar de los pájaros. La revelación llega en un instante: breve, pero definitivo. Ocurre al momento en que sube al auto y se dispone a reanudar su viaje. Es exactamente en ese instante cuando registra que ha estacionado -sin advertirlo- prácticamente en la puerta de un hotel alojamiento, de esos que abundan -o abundaban- en ese tramo del camino cuando la avenida Aristóbulo del Valle se confunde con la ruta. A Federico Fellini, (que el padre A. conoció en Roma) le hubiera encantado filmar esa escena.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *