De la Argentina que hay a la Argentina que viene

Aníbal Fernández propone cárcel para la madre de Nisman. Por ese camino, no debería extrañarnos que en algún momento solicite la detención de las hijas del fiscal. Un barrabrava no tiene límites a la hora de aplicar su previsible ideal de justicia. No deja de sorprender que el gobierno que protege a capa y espada a personajes como Ricardo Jaime, Amado Boudou o Felisa Miceli, tenga el descaro de solicitar prisión para la madre del fiscal muerto.

De todos modos, lo más siniestro de este caso no son los episodios singulares sino el proceso en su conjunto, definido por la intención hasta ahora exitosa de enterrar en el olvido la muerte de un fiscal veinticuatro horas antes de formalizar su denuncia contra la presidente y sus colaboradores. A ese operativo tortuoso de silencio, impunidad y olvido, muy bien podría calificarse como “justicia legítima”, designación a la que recurre el oficialismo para expresar sus ideales en materia de legalidad y aplicación de la ley.

Lo que cada vez resulta más claro, para quienes no estamos comprometidos con el oficialismo, es que al momento de presentar su denuncia, Nisman decretó su propia condena de muerte. Por un motivo o por otro, el paso del tiempo se encarga de poner en evidencia que después de hacer lo que hizo, Nisman no podía seguir vivo. Lo que sabía, lo que conocía, lo que estaba dispuesto a decir era incompatible con el poder. Presentada la denuncia alguien estaba de más: o Nisman o el poder. El duelo se resolvió con los resultados conocidos hasta el momento, es decir, con la victoria del más poderoso.

Seguramente, a la hora de decidirse a intervenir, el poder pensó en los costos de su operativo, pero finalmente arribaron a la conclusión de que mucho más altos eran los costos que representaba un Nisman revelando intimidades. El operativo se planificó con racionalidad cartesiana. Los costos, claro está, eran altos pero controlables, manipulables para ser más precisos. La otra alternativa era la catástrofe. Los resultados hasta la fecha demuestran que no estaban del todo equivocados, en tanto el cálculo de probabilidades se cumplió al pie de la letra: Nisman muerto era un precio menor a un Nisman vivo.

El error del fiscal no fue haberse decidido a hablar, su error fue subestimar a sus denunciados, suponer que estaba protegido o que no se iban a animar a comportarse como Pablo Escobar, es decir con la lógica de los jefes de los carteles del narcotráfico. Efectivamente, se equivocó. Y al error lo pagó con su vida. Probablemente, cualquiera de nosotros en su lugar se habría equivocado, tropezado con la misma piedra o, para ser más precisos, con la misma siniestra y clandestina estructura de poder decidida a no reparar en medios para protegerse.

Para mi gusto, sería deseable que los principales dirigentes de la oposición no renuncien a esclarecer esta muerte emblemática de una concepción del poder y la dominación. Lo que sucedió no fue un episodio menor o un pretexto para criticar a un gobierno en vísperas de una campaña electoral. Estamos ante un caso probable de terrorismo de Estado y se impone actuar en consecuencia, es decir, en sintonía con los valores y principios democráticos y humanistas que decimos defender a partir de la recuperación de la democracia.

Si el poder, valiéndose de sus facultades, bloquea, degrada o corrompe una causa, quienes aspiran al gobierno deberían hacer pública su voluntad de investigar a fondo en el futuro. Que las maniobras del poder, que las campañas confusionistas y miserables no nos llamen a engaño o nos hagan perder de vista lo más importante. Nunca estará de más recordar al respecto que estamos hablando de un crimen, de un magnicidio para ser más preciso. Corresponde a la conciencia política y cívica de cada uno de nosotros preguntarnos si podemos convivir con este antecedente.

Mientras tanto, el oficialismo se jacta de haber conjurado todas las tormentas que oscurecían su horizonte. La Señora se pasea por sus foros habituales no como una mandataria que concluye su mandato sino como una candidata. En el peronismo se especula si el beneficiado por la gracia real será Scioli o Randazzo, pero lo que cada vez resulta más evidente es que la Señora sigue convencida de que la única persona con atributos para ejercer el poder en el futuro es ella y nadie más que ella.

No es casualidad que en estos días se haya resucitado la consigna “Cámpora al gobierno Perón al poder”. Traducida al siglo XXI, ésta quiere decir que para los K el gobierno que venga será una pantalla, una máscara, un pretexto, porque las decisiones efectivas estarán en otro lado. Calafate reemplaza a Puerta de Hierro, pero el peronismo a la hora de cultivar mitos sigue siendo el mismo.

Y si de mitos se trata, sería pertinente recordarles a quienes con tanto entusiasmo e irresponsabilidad reflotan consignas del pasado, que la Argentina en su momento pagó un alto precio por sostener la dualidad de un poder viciado. Diría al respecto que aunque más no sea por cábala no se debería jugar con consignas manchadas de sangre argentina. Agregaría a continuación que desde el punto de vista histórico aquella realidad de hace casi medio siglo no tiene absolutamente nada que ver con la actual. Ni la Señora es Perón, ni Scioli es Cámpora. A Perón en 1973 lo proscribía la llamada “cláusula de agosto” dictada por Lanusse respecto de los candidatos que vivían fuera del país. A la Señora, la única proscripción que la afecta es la que le dicta la Constitución que ella y su marido votaron. Por su parte, Scioli tal vez se parezca a Cámpora en su estilo condescendiente y su identidad conservadora, pero hasta allí llegan las coincidencias entre el actual gobernador de Buenos Aires y el hombre cuyos exclusivos méritos fueron el servilismo y la obsecuencia.

Las peripecias a veces dramáticas, a veces trágicas, a veces cómicas de la política criolla no deben hacernos perder de vista que las posibilidades de una irreparable ruptura social, de una crisis terminal son cada vez menos probables. A los tropezones y con algunos extravíos, el país marcha hacia la alternancia política en un clima de relativa paz social que para los oficialistas son una prueba de los logros de su gestión, aunque esa relativa tranquilidad en muchos casos se confunda con la resignación y en todo caso, con la esperanza de que este gobierno se vaya.

La economía nacional respira, pero no goza de buena salud. Mucho más grave que la certeza de que las cosas no andan tan bien como publicita el oficialismo, es la ignorancia acerca de cuáles son nuestros problemas reales y cuáles son las cifras que dan cuenta de esa realidad. Esa oscuridad, esa espesa niebla que cubre el orden económico, tampoco es casual. No olvidar en ese sentido que el país no crece desde hace varios años, el país ha perdido oportunidades históricas formidables y tal vez irrepetibles en el horizonte próximo, pero al mismo tiempo sus variables de equilibrio están controladas, lo cual no deja de ser una buena noticia.

Las próximas elecciones también lo son; siempre un proceso electoral es una buena noticia. Incluso el hecho de que estos comicios se desenvuelvan en el marco de cierta paz social. En este punto, la Argentina difiere radicalmente de sociedades como las de Venezuela, diferencias que tienen que ver con las modalidades económicas y culturales de nuestra sociedad, ya que si por el gobierno fuera nuestro destino nacional debería haberse mimetizado con el de Venezuela.

Las elecciones que se avecinan en el horizonte pueden despertar más o menos entusiasmo, más o menos ilusiones, pero a pesar de ello, a pesar de la pobreza discursiva de algunos candidatos, de la liviandad de algunos diagnósticos y propuestas, las elecciones como tales no sólo abren las puertas a la libertad política y la alternancia sino que ponen en evidencia una Argentina pluralista, abierta al diálogo, a la reflexión inteligente, a la certeza de que el acuerdo es siempre más beneficioso que el conflicto y el entendimiento más productivo que las antinomias irreductibles.

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