El arduo camino hacia un país normal

¿No tienen ganas a veces de amanecer en un país normal?», se pregunta Mafalda, un pie apoyado en un banquito, una mano en el mentón, la mirada en algún punto del espacio. Una vez más, nuestra entrañable niña no se equivoca en eso de plantear preguntas que parecen valer para todos los tiempos.

Un país normal es la principal demanda política de una sociedad. Ayer y hoy. Consigna, necesidad, exigencia, el reclamo por lo «normal» representa el acuerdo mayoritario en un país en el que los desacuerdos suelen ser lo constante. Sin duda algún atributo «misterioso» posee esta categoría política para que desde la derecha hasta la izquierda, del populismo al liberalismo, desde los conservadores hasta los radicales, desde los gobiernos autoritarios hasta los democráticos, todos se esfuercen por reivindicar para ellos esa virtud. Por un país normal bregaba Alfonsín en 1983. Lo normal lo reivindicaban Reagan y Thatcher, lo exigía Brezhnev para la dictadura rusa y en estos tiempos Pablo Iglesias en España declaró sin inmutarse que «hace falta gente normal en política que haga política para gente normal».

Que desde los sectores más antagónicos se adhiera a la consigna por un país normal no significa que los contenidos de esa normalidad no sean controvertidos y que la disputa por su significado constituya el eje central de la lucha política. Tanto es así que muy bien podría decirse que las elecciones convocadas para octubre las ganará quien logre convencer a las masas de que su propuesta es portadora de ese deseo, de esa sensación, tal vez de esa certeza palpitante, difícil de expresar en conceptos abstractos, pero para cada persona resulta tan consistente como el sentido común.

Foto: LA NACION

Una de las ventajas de Cambiemos sobre el kirchnerismo es que titulariza ese objetivo de normalidad. Cambiemos llegó al gobierno con esa consigna y desde el poder se esfuerza por seguir sosteniéndola. Puede que el Frente Renovador o Randazzo intenten ganar esa representación, pero convengamos en que resulta muy difícil y sobre todo poco creíble asociar el kirchnerismo y a Cristina Fernández con lo normal.

La «anomalía» K no proviene de sus supuestos objetivos revolucionarios, como ellos pretenden hacernos creer, pues los recelos que despierta no son por su condición revolucionaria, sino por la grosera manipulación que hace de ese objetivo. Pero, más allá de esas retóricas, las aprensiones que suscita la causa K nacen fundamentalmente de esa relación sórdida, viscosa y, en algún punto, morbosa que ha establecido con la corrupción y muy en particular ese esfuerzo por instalar como «normal» aquello que debería ser su opuesto.

Es verdad que un gobierno de ladrones puede en algún momento «normalizarse». «Roba pero hace», «ladrones somos todos» son «lugares» que pretenden presentarse como hechos consistentes, cuando en realidad esa supuesta consistencia no debería confundirse con lo normal en tanto se trata de la maniobra destinada a anestesiar moralmente a las sociedades. Una sociedad resignada a convivir con la corrupción no es una sociedad «normal», es una sociedad «enferma», y algunos de esos síntomas los argentinos los hemos conocido en los últimos años

Mal que les pese a los corruptos de turno, lo normal políticamente no es una sociedad corrupta. Lo normal, tal como lo percibe en su intimidad cada ciudadano, tiene que ver, como la palabra lo sugiere, con la norma. Normal entonces es una sociedad ajustada a normas, a normas jurídicas y normas morales.

También podría decirse que normal es una sociedad en que se instituye una adecuada convivencia entre la costumbre y la ley. O aquella singular intimidad que se establece entre lo público y lo privado. ¿Y acaso lo normal no podría ser pensado como la adaptación virtuosa con lo real? Y, en particular, con aquello que se constituye a través de prácticas sociales cotidianas alejadas de las celdas y cerrojos que levantan las ideologías.

Pueden existir diferentes motivaciones para votar al kirchnerismo, pero ni sus votantes más convencidos admitirían que su objetivo es un país «normal», consigna que, paradójicamente, fue la que levantó Kirchner a las pocas horas de asumir la presidencia. Para bien o para mal, el acierto que se le debe reconocer a Néstor Kirchner es que advirtió -por lo menos verbalmente- que en 2003 la normalidad muy bien podría encarnarse en su persona. En efecto, y más allá del modesto caudal electoral obtenido en aquellos singulares comicios, la sociedad percibió que lo normal muy bien podría estar representado por un Kirchner que se erguía como el dirigente capaz de hacer posible esa demanda luego del vacío de poder abierto como consecuencia de la caída de De la Rúa. El consenso obtenido por Kirchner en su momento se explica por su capacidad para representar lo que en su momento la sociedad consideró normal. Cuando sus ambiciones de poder pasaron a ser dominantes, ese consenso comenzó a erosionarse.

¿Qué es lo normal entonces? En principio corresponde decir que lo normal para la sociedad es un atributo deseable de lo cotidiano, aquello que se relaciona con lo estable, con lo mesurado y por lo tanto con todo lo que se opone al salto al vacío, el desequilibrio o la convivencia con el caos. Lo normal, en definitiva, es el lugar donde se refugia la sociedad luego de sus extravíos o de los extravíos de sus dirigentes.

Una sociedad normal no es trágica, no es dramática, y si esto ocurre -porque en las sociedades la tragedia y el drama siempre merodean-, se lo vive como aquello que en algún momento se debe superar. Lo normal como práctica social se relaciona con la certidumbre y es lo opuesto al peligro. «Vivere pelicorosamente» no por casualidad es una de las consignas preferidas del fascismo. Y no por casualidad la apuesta a la vida, la apuesta a la paz, es la consigna de la democracia.

Es verdad que las impugnaciones a lo «normal» no deben ser subestimadas. Lo normal, como todo logro político, encierra su propia contradicción, sus propios excesos y abusos. Es lo que sucede cuando la normal deviene en aceptación pasiva de lo dado, sumisión a un orden injusto.

Por el contrario, llamamos normal a una sociedad jurídicamente organizada, pero sobre todo a un orden en el que el reconocimiento de derechos se compensa con la exigencia de los deberes. De lo que se trata, por lo tanto, es de vivir en un país normal, un país normal con una sociedad decidida a defender esa normalidad y un gobierno que se proponga representar lo normal.

Adolfo Suárez, sacudido por las tensiones y los avatares de la complicada transición española, lo planteó con mucha claridad: «Vamos sencillamente a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a un nivel de calle es simplemente normal. Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley».

De eso se trata. A la clase dirigente el pueblo no le pide milagros, infalibilidad, perfección. Su reclamo es más modesto, más pedestre, pero más exigente porque no opera en las nubes de la utopía, sino en el territorio áspero, a veces desolado, a veces luminoso, de lo real.

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