La muerte de un gorila

LA MUERTE DE UN GORILA

 

Rogelio Alaniz

 

Según me contaron, la historia la escribió el periodista Osiris Troiani, pero a mí me la contó Darío Macor, de esto hace una ponchada de años. Le pregunté dónde la había leído y contestó que en una de esas revistas que están en las salas de espera de algún estudio jurídico o contable, no se acordaba bien.

Los hechos ocurrieron el 30 de octubre de 1983, dicen que en Buenos Aires, pero pudo haber sido en cualquier otra ciudad de la Argentina. Muchos años después, hice mis propias indagaciones y ahora escribo este informe que en lo fundamental coincide con el de Troiani, aunque difiere en algunos detalles.

Ese domingo Marcelo Marcolli se despierta más temprano que de costumbre. No ha dormido bien y un par de veces se ha levantado para ir al baño a tomar agua. Mientras se ducha intenta recordar el sueño de la noche, pero salvo algunas imágenes que se superponen, todo es confuso. Nora, su esposa, se termina de dar los últimos toques de pintura y mientras trajina del vestidor al dormitorio le recuerda al pasar que está apurada porque a las ocho de la mañana tiene que estar en la escuela de la otra cuadra.

Acepté ser fiscal de la Ucede, Marcelo, le dijo la noche anterior cuando volvían de cenar de la casa de unos amigos. Él quiso hacer alguna observación, pero prefirió el silencio. ¿Para qué discutir? Se la ve contenta y no tiene sentido pelearse de vuelta por lo mismo.

Nora va y viene por toda la casa como lo hace cada vez que está ansiosa. Las elecciones terminan a la hora de siempre, pero después nos encontramos con las chicas en la casa de Monona para seguir el escrutinio. Él la escucha, pero a quien tiene presente es a Alsogaray, Alvaro Alsogaray, los años del Empréstito Nueve de Julio y la consigna: “Hay que pasar el invierno”. Hijo de puta -putea en voz baja- nos cagamos de hambre esos meses y ahora mi mujer es fiscal en una de sus mesas.

Maruca está en la cocina preparando el café y las tostadas. Ni hace falta que le diga que va a votar por Luder. A él se le ocurre hacerle alguna observación, pero estima que no es justo ponerse a discutir con la empleada doméstica. Todo lo que yo le diga le entra por una oreja y le sale por la otra. El peronismo es un sentimiento, señor. Mi marido dice que los peronistas son los únicos que se acuerdan de los pobres. Mientras Maruca sirve el café, a él le dan ganas de preguntarle si alguna vez pensó que va a votar a los que están de acuerdo con la amnistía a los militares; o a los que apoyaron a los Montoneros y a las Tres A; o a los que siguen creyendo que Isabel es la conductora natural del movimiento.

Marcelo, no te olvidés de tomar las pastillas, una a media mañana, la otra a media tarde, le recomienda Nora, ya con la cartera en la mano. Él le quiere dar un beso. En la boca no mi amor, que acabo de pintarme los labios. ¿Y los chicos, Nora? Ernesto se quedó a dormir en la casa de la novia y Mariana se levantó temprano porque tiene que estar en el local del Partido Intransigente. Chau Nora. Chau Marcelo; no te olvides de las pastillas y cuidate con el cigarrillo.

El Partido Intransigente. El PI. Recuerda aquella tarde cuando Mariana le comentó que estaba en el partido dirigido por Alende. ¿Quién, el tipo que apoyó a Levingston?, preguntó con un cierto toque de mala leche. Ella se encogió de hombros, como si no le importara el detalle. O como si no supiera quién había sido Levingston. La bandera se la copiaron a los anarquistas, Mariana. Roja y negra ¿Quiénes son los anarquistas, papá? Una noche ve por la televisión una manifestación del PI. Prestá atención Nora, a ver si la vemos a Mariana. Ni rastros de la nena, Marcelo. ¿Escuchaste lo que cantan? Si, mi amor. “Somos la patota del doctor, Oscar Alende, larguen todo y vengan volando que aquí se está armando la revolución”. ¿Es una joda? No, no lo es. Es la consigna más seria que lograron improvisar después de siete años de dictadura. Si nosotros cuando éramos jóvenes hubiéramos cantado eso, nos habrían acusado de boludos, y no les habría faltado razón. Si, claro, de boludos alegres.

Termina el desayuno. ¿Qué van a hacer después de las elecciones, Maruca? Nos juntamos con los otros compañeros en la Unidad Básica. Mi marido me dijo que ya compraron la carne y el vino para festejar el triunfo. La acompaña hasta el ascensor. Mañana no venga a trabajar, Maruca. Entonces hasta el martes, don Marcelo. La señal con los dedos en V la hace con timidez, pero la hace ¿Para qué decirle que esa era la señal de los Aliados? ¿Para que explicarle que el peronismo no inventó nada? Ni siquiera la Marchita, porque se la robaron a un club de barrio.

Entra al departamento. El silencio es absoluto. Se fueron todos y estoy solo. Tengo sesenta y tres pirulos y hoy voy a votar por primera vez después de diez años. ¿Te acordás? Votaste por el Chino Balbín. En marzo y en septiembre. Todos tus amigos te criticaron, pero, atendiendo a lo que pasó después, todos te dieron la razón. Hasta Nora te dio la razón.

Ernesto llama por teléfono para avisar que va a llegar tarde. Natalia y yo estamos de fiscales del partido, papá. ¿Y se puede saber quién los va a votar a ustedes? La vanguardia del proletariado, papá. ¿Natalia como está, Ernesto? Bien, te manda saludos revolucionarios. Y Nora: Natalia es una chica muy buena, Marcelo, lástima que sea comunista. No, querida, no son del PC, son troskistas. Son comunistas te digo, yo miré algunos de los libros que leen. No mujer, son troskistas. ¡Ernesto, troskista! Yo lo conocí al camarada Pedro, Ernesto. ¿Y quién es el camarada Pedro, papá? Un viejo troskista que vivió en la Argentina, que estuvo peleando con Troski en Petrogrado y alguna vez lo visitó en México antes de que lo matara la pica de Ramón Mercader. Yo estuve con el camarada Pedro en Córdoba en un Congreso de la FUA. Vos no habías nacido. Y Ernesto me mira como si estuviera hablando en chino. Nada. Ni un comentario, ni una pregunta. ¿No te parece que los troskos son algo descolgados, que cada vez que arman un partido y crece, al otro día se rompe? Papá, el descolgado sos vos que lo vas a votar Alfonsín, Es la renovación del partido, hijo. ¡Qué va a ser la renovación, si hasta rima con Balbín!

Prende la radio y se sirve un whisky. Nunca toma alcohol a la mañana, pero hoy hay elecciones. “Yo soy del treinta, yo soy del treinta, cuando a Yrigoyen lo embalurdaron”, dice Edmundo Rivero por la radio. Yo en el treinta tenía diez años, pero me acuerdo. Mi viejo tiraba papelitos desde el balcón saludando el desfile de los cadetes. Pobre viejo: a él también lo embalurdaron. Era la primera vez, pero no iba a ser la última.

El departamento parece más grande que nunca. Cuánta soledad. La esposa con Alsogaray, la hija con Alende, el hijo troskista y la doméstica, peronista. Soy el único alfonsinista de esta casa. Es que sólo a vos se te puede ocurrir votar por Alfonsín, le reprocha su mujer. ¿Cuándo te vas a convencer de que los radicales son el pasado? Todo esto es muy raro, Nora. ¿Qué es lo que te parece raro, mi amor? Que Alfonsín sea el pasado y Alsogaray el futuro.

Según Alende, papá, Alfonsín es un buen muchacho, pero no va a hacer nada importante porque no es revolucionario. ¿Y a vos Mariana, quién te dijo que Alende es revolucionario? Papá está cada más reaccionario, escucha que le dice Ernesto a su novia. Y su aspirante a nuera: Tu viejo no es el único pequeño burgués que se deja seducir por los cantos de sirena del democratismo liberal. Tose. Tos de mierda. Pero vuelve a toser. Una tos seca, áspera.

El día transcurre despacio. Después de almorzar -unas fetas de jamón que Maruca dejó en la heladera- fuma un cigarrillo, se recuesta un rato, hojea una revista y se queda dormido. Cerca de las tres de la tarde se levanta, se viste y silbando bajito camina hasta la escuela donde debe votar. Algunos conocidos del barrio lo saludan; una señora le hace un chiste que a él le parece estúpido, pero prefiere callarse la boca. Presenta el DNI en la mesa. Pasa con el sobre al cuarto oscuro, recoge la papeleta que dice UCR y, ante la mirada atenta de los fiscales, pone el voto en la urna. Después se acerca a la mesa donde está su mujer. Hay mucha gente esperando y a Nora se la ve muy ocupada. La saluda de lejos, pero ella no lo ve o no tiene tiempo para contestarle.

Sale de la escuela y camina hasta el bar de la otra esquina donde habitualmente se reúne con los amigos. Los muchachos toman café; él pide un cortado. Comentan algunas peripecias de la jornada. Los peronistas están festejando por anticipado. Los que están festejando por anticipado son los militares. Los militares y los sindicalistas. ¿Será cierto lo del pacto sindical-militar que denunció Alfonsín? Capaz nomás.

La tarde avanza. Siguen conversando. Él pide otro café, con un poquito de leche por favor. Mira la hora: las seis y pico. Se despide de los amigos y regresa a su casa. Camina por las calles del barrio, algo gordo, el saco arrugado, la corbata floja, esa manera de caminar, lenta, demorada. Venite al comité esta noche, Marcelo; comemos un asado y nos tomamos unos vinos mientras campaneamos el escrutinio. A lo mejor me doy una vuelta, le dice a los amigos, pero él sabe muy bien que lo que desea es quedarse en casa. Solo. Palpitando el resultado. Mano a mano con la historia, con su historia.

Se acomoda en el living. El televisor al frente; el viejo sillón y la mesita donde descansan los cigarrillos, el vaso y la botella de Caballito Blanco. Oscurece y la penumbra invita a los recuerdos. Nunca me voy a olvidar de aquel día que viajamos a Rosario con mi padre para asistir al velorio del senador Enzo Bordabehere, asesinado por un matón de los conservadores. A Lisandro de la Torre lo vi de lejos. Su rostro era la más pura y consternada expresión del dolor, un dolor profundo, íntimo, un dolor que ninguna solución política podía atenuar. Estaba parado al lado del féretro y mientras yo estuve allí no habló con nadie ni saludó a nadie. “Para que nunca te olvides”, me dijo papá mientras marchábamos hacia el cementerio. Y, por supuesto, nunca me olvidé.

Tenía quince años cuando organizamos en el colegio la colecta a favor de la república española. Nos fue mal. Ganó el hijo de mil putas de Franco, pero estuvimos del lado justo. Me acuerdo cuando le dije a mi viejo que quería irme a pelear a Madrid con las Brigadas Internacionales. Me sacó cagando. Si hasta Osvaldo Pugliese, papá, se sumó a la causa con un recital de tango que fuimos a escuchar con mi tío Cipriano.

En 1943 llegaron los fascistas: Martínez Zuviría y el mierda de Giordano Bruno Genta. Salimos a la calle. Estábamos furiosos. No podía ser que los nazis estuvieran perdiendo la guerra en Europa y ganándola en la Argentina. Yo me subí al mástil de la embajada para arriar la bandera alemana. Tenía cuarenta kilos menos, claro.

La caída de París. Los festejos. Cantábamos La Marsellesa en las plazas, en las aulas de la facultad, en el salón de actos la Alianza Francesa: “Allons enfants de la Patrie. Le jour de gloire est arrivé”. La Unión Democrática. La marcha en defensa de la Constitución y la Libertad. ¡Él gobierno a la Corte! ¡Abajo la dictadura! ¡Votos sí, botas no! Yo marchaba al lado de Germán López, el presidente de la FUA. Ahora también marchamos juntos.

El 17 de octubre. La primera vez en mi vida que vi a los obreros abrazarse con la policía. Que viva la cana, que viva el botón, que viva Velasco, que viva Perón. Asonada lumpen-policial, escribían mis amigos anarquistas. Fuera los nazis de la Argentina. Abajo el coronel camandulero y demagogo. Perdimos. Ganaron los malos: los militares, los curas franquistas, la cana, los esquiroles.

Todos esos años perdimos. Lo metieron preso al estudiante Bravo; picanearon a las telefónicas; asesinaron a Ingalinella. ¡Mierda! Ni la mamá de Borges se salvó. Doña Leonor tenía casi ochenta años y lo mismo fue en cana. Luto obligatorio, minuto de silencio, los aprietes de los jefes de manzana. “La razón de mi vida” en las escuelas, en los colegios, en todos lados. El libro “Alelí” para los chicos de seis años: “Amo a Evita; Evita me ama”.

Yo leía La Vanguardia y disfrutaba de las caricaturas de Tristán. Leía La Vanguardia y La Prensa. Hasta que dejaron de salir, obvio. A los discursos de Balbín y Sanmartino los imprimíamos y los repartíamos en el barrio, en la universidad, en todas partes. Yo estuve en la calle cuando las hordas quemaron la Casa del Pueblo. Alfredo Palacios pasó caminando a mi lado con todos sus bigotes al viento y su chalina. Los sicarios se le rieron en la cara. Uno quiso empujarlo. Hijos de puta.

Después llegaron otros incendios, mientras el Primer Trabajador decía desde los balcones que al enemigo ni justicia y que por cada uno que caiga de nosotros caerán cinco de ellos. Perón, Perón que grande sos. Nosotros lo esperamos a Frondizi a la salida de la radio la noche que lo dejaron hablar después de casi diez años de silencio absoluto. Nosotros organizábamos campañas de solidaridad para los exiliados en Uruguay. Las reuniones clandestinas; los viajes a Colonia. Ariel Delgado y la radio. La única voz que se oponía a la dictadura, al monopolio de Apold y Visca.

En 1955 nos dimos el gusto que no nos pudimos dar en el 45. La alegría de encontrarnos de vuelta en la calle. Como en París, como en Berlín, como en Roma. La FUA y los comandos civiles. Como los partisanos en Italia. O como los maquis en Francia. La Libertadora…cuántas esperanzas, cuántas ilusiones. Que lástima. Nos abrazábamos en las calles, en las plazas, en la explanada de la universidad. Otra vez esta tos de mierda

En 1958 la laica y la libre. Era docente, pero salí a la calle con los estudiantes. “Los monjes al convento, escuela de Sarmiento”. Nos garroteábamos de lo lindo con los chupacirios. A veces ganábamos, a veces perdíamos. Esa cicatriz chiquita que tengo en la frente, ahora disimulada por los años y las arrugas, me la gané cuando tomamos la facultad. Ese año me casé con Nora.

En 1966 hubo un gobierno honrado y progresista, pero lo tiraron abajo los milicos, los sindicalistas, la prensa golpista y el prófugo de Puerta de Hierro. País de locos. Dijeron que Illia era anacrónico y Onganía, moderno. Lo dijeron y se lo creyeron. Todos, o casi todos, se pusieron de acuerdo en serruchar la rama en donde ellos mismos estaban sentados. Así les fue. A Vandor, a Alonso, a Julio Alsogaray, al coronel Perlinger, a Primera Plana y a Tía Vicenta. A Landrú, a Timerman.

Los militares patriotas premiaron tantos desvelos con la noche de los bastones largos.

Renuncié a la cátedra y nos fuimos a vivir a Uruguay. Volvimos en 1973, porque nos dijeron que Perón regresaba y que había cambiado. Las pelotas cambió. Seguía siendo el de siempre. Mentiroso, fullero, farsante. Se murió a tiempo, porque si hubiera vivido dos años más el pueblo lo habría desenmascarado. Se murió a tiempo, pero nos dejó de regalo a su mujercita. A su mujercita, a las Tres A y a los Montoneros.

Ese año lo conocí a Alfonsín. Fue en la primera reunión de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Estaban todos. Por lo menos estaban todos los que debían estar. Lo que no había era peronistas. ¡Nada de perder el tiempo en esas boludeces de los derechos humanos! A los subversivos hay que fumigarlos como ratas. Exterminarlos. Ni los generales se animaban a hablar con tanto desenfado

Después los militares. El terrorismo de Estado, el secuestro, la tortura, los desaparecidos, la deuda externa. Una mierda. Y eso que decían que Videla era moderado. Malvinas. Otro papelón. Un monumento para Margaret Thatcher. Será una vieja conservadora, pero a los militares argentinos les dio la paliza que nosotros no fuimos capaces de darle. Todos se prendieron en la joda. Menos Alfonsín. Creo que Alsogaray y Frondizi hicieron lo mismo, pero Alfonsín fue el más importante. Alfonsín. El preámbulo de la Constitución recitado con la cadencia de una oración laica; ese aire de compadrito manso; ese tono de abogado decente; esa pinta de radical de toda la vida. Como Moisés, como Crisólogo, como Amadeo. Es increíble: lo escucho hablar y es como si estuviera hablando yo, como si estuviera diciendo lo que yo pienso. Por la vida, por la paz. Se acabó la inmoralidad en la Argentina. Con la democracia se come, se educa, se cura. Grande Raúl.

El escrutinio comienza. Escucha los resultados de las primeras mesas. No puede ser. Bueno, claro, son las urnas del centro. Los peronistas dicen lo mismo: cuando lleguen las urnas de los barrios los barremos. Más mesas, más votos para Alfonsín. Otro whisky, otro cigarrillo. Y la tos. Que mierda me importa la tos. Estamos ganando. A los militares y a los peronistas. ¡Bien carajo!

La primera en llegar al departamento fue Nora. Deben de haber sido cerca de las dos de la mañana. Enseguida llegaron Ernesto y Mariana. Él estaba sentado en el sillón, frente al televisor que seguía encendido. Estaba muerto, claro. Un infarto va a decir el médico. Ni se dio cuenta. Estaba muerto, pero sonreía. En la televisión las multitudes seguían festejando. Murió un poco después de la medianoche. Cuando ya la victoria de Alfonsín estaba en la calle.

 

 

Lo lloramos mucho a papá, pero a modo de consuelo nos queda la amarga satisfacción de saber que murió contento. Por lo menos se dio el gusto de ganarnos a todos. No sé si nos ganó a todos, mamá, les ganó a los que quería ganarles. Lo dejamos solo, Ernesto. No, Mariana, no lo dejamos solo, él quería quedarse solo. No estaba solo, chicos, él nunca estuvo solo. Para el viejo, mamá, la política nunca fue un juego inofensivo. Para nosotros, tampoco. Más o menos, mamá, más o menos. Yo lo conozco de toda la vida y sé que él en el fondo estaba orgulloso de que cada uno de nosotros decidiera con libertad sus opciones políticas. Yo creo que a él en el fondo le divertía que nosotros siempre le hiciéramos la contra. ¿Estás segura, Mariana? A seguro lo llevaron preso, Ernesto. Lo seguro es que ahora está con Dios, chicos. Yo no sé dónde está ni tengo modo de saberlo, lo que apenas sé es que antes de morir estuvo con Alfonsín y en ese momento fue feliz. Es como que Alfonsín lo hubiera reconciliado con la vida. Algo más que reconciliarlo con la vida, Mariana, lo reconcilió con la historia y él a cambio le devolvió una sonrisa, su última sonrisa.

 

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