La tragedia de Venezuela y el ocaso populista

Gracias a las gestiones del dirigente radical Marcelo García, estuvo en la Argentina -y en particular en nuestra ciudad de Santa Fe- el periodista y empresario Miguel Henrique Otero, actual director del diario El Nacional, considerado en estos momentos el único diario opositor, una virtud de que no excluye amenazas, sanciones y un permanente acoso por parte de las autoridades chavistas. Sin ir más lejos, Otero actualmente está exiliado de Venezuela debido a la causa penal iniciada por el todopoderoso Diosdado Cabello. ¿Motivo? El diario ABC de Madrid publicó hace unos meses una investigación promovida por el Estado de Nueva York en la que se verifica la relación del señor Cabello con el narcotráfico, un secreto a voces en Venezuela y en el mundo.

La nota fue reproducida en los principales diarios de Europa, Estados Unidos y América Latina, decisión que también tomó El Nacional en Caracas, aunque en este caso la publicación dio lugar a una querella judicial por difamación en un país donde los principales dirigentes opositores están entre rejas y en algunos casos con largas condenas.

Otero en particular fue denunciado públicamente por los jerarcas chavistas como un enemigo de la patria y un conspirador criminal cuyo objetivo es secuestrar y asesinar a Maduro y a su hija. Como se podrá apreciar, a la hora de acusar los chavistas no se andan con chiquitas. Si la acusación es verdadera o no, es un detalle que carece de importancia. Lo interesante del régimen presidido por Maduro es que la verborragia a la hora de acusar se expresa luego en detenciones, imputaciones arbitrarias y juicios amañados.

En la actualidad, los cuatro principales dirigentes opositores al régimen están atravesando por serias y gravísimas dificultades. Dos de ellos, Leopoldo López y Antonio Ledezma están entre rejas; Corina Machado continúa inhabilitada y Henrique Capriles está a punto de correr la misma suerte. A esta miserable operatoria para arrasar con libertades y garantías, el chavismo lo denomina “Socialismo del siglo XXI”.

Ninguna de estas maniobras alcanza a disimular la crisis actual de Venezuela, un país con una pobreza que hoy supera el setenta por ciento de la población, con porcentajes de desabastecimiento de los recursos básicos de consumo que están por arriba del sesenta por ciento y con un nivel de violencia callejera que en 2015 produjo un promedio de setenta muertes por día y que coloca a Caracas como la ciudad más peligrosa del mundo. Chávez y Maduro lo lograron. Cuando los méritos son tan evidentes, cuando los logros adquieren tono de hazaña, no hay que ahorrar elogios a estos bravos paladines del socialismo del siglo XXI.

Venezuela vive una catástrofe, una catástrofe que en este caso no la produjeron los factores de la naturaleza, sino las decisiones políticas del populismo chavista, decisiones mucho más temibles que el terremoto, la inundación o el tsunami más pintado. La expresión más patética de la crisis del régimen se manifiesta en la decisión del gobierno de autorizar a la administración pública para que sus empleados trabajen sólo dos días a la semana.

¿Liberación de los trabajadores del yugo bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente? ¿Superación dialéctica de la enajenación de quienes se ven obligados a vender su fuerza de trabajo? Bromas aparte, en la actualidad, la descomposición del sistema es tan aguda, tan escandalosa que, en la actualidad, el chavismo está incapacitado para hacer funcionar el sistema que dice defender. Cortes de luz, falta de energía en el país que posee una de las reservas petroleras más amplias del mundo, carencia de agua potable, enfermos que se mueren por carecer de medicamentos. Un desastre. Un desastre que, como siempre, lo padecen los más humildes, porque fiel a la fe populista los jerarcas chavistas son multimillonarios y lo que no acumularon robando de la obra pública o los negocios de exportación e importación, lo acumularon sumergiéndose sin asco en la cloaca del narcotráfico.

En la literatura política latinoamericana, se suele decir que el flagelo más grande que debieron soportar estos pueblos sufridos fueron las llamadas dictaduras bananeras. Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Giménez en Venezuela fueron, con las diferencias del caso, los equivalentes a Anastasio Somoza, Rafael Leónidas Trujillo, Alfredo Stroessner o Fulgencio Batista, regímenes que en muchos casos practicaron sus propias versiones populistas. Pues bien, hoy hay buenos argumentos para considerar que de los regímenes populistas, el chavismo en Venezuela ha sido igual o más devastador que las dictaduras bananeras.

La oposición nucleada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD) se está movilizando en estos días con el objetivo de juntar firmas para convocar a un referéndum revocatorio contra Maduro. La ley exige para iniciar este procedimiento algo así como el uno por ciento del padrón electoral, lo que traducido en números serían unas 190.000 firmas. Pues bien, el clima político de Venezuela está tan sensibilizado que en menos de cinco días el MUD consiguió más de un millón de firmas, cuatro o cinco veces más que lo solicitado por la ley.

Por supuesto que el chavismo no se va a entregar sin librar batalla, aunque esa batalla represente más ruina, dolor y miseria para Venezuela. Tanto desde el Consejo Nacional Electoral como del Tribunal Supremo de Justicia se hará lo posible y lo imposible para trabar o bloquear cualquier iniciativa revocatoria.

Los niveles de alienación política del chavismo son patéticos. Un país devastado por los errores y horrores del populismo y a Maduro no se le ocurre nada mejor que decir que la oligarquía y el imperialismo está desesperados, cuando, a decir verdad, si esa oligarquía e imperialismo fueran reales y no un fetiche agitado por estos manipuladores, lo más probable es que estén festejando la bancarrota moral y política del chavismo.

¿Hay otras salidas políticas? Como ocurre en estos casos, la inminencia de la crisis política alienta los rumores y trascendidos. Se habla, entre otras cosas, que Maduro podría llegar a renunciar, un gesto impensable hasta el momento, pero que atendiendo la catástrofe política en la que se hunde el país, no habría que descartar; la otra alternativa de cambio podría ser el juicio político promovido por un Parlamento que desde diciembre del año pasado es controlado mayoritariamente por la oposición; la tercera variante es un golpe de Estado preventivo dirigido por militares que, según se mire, pueden ser profesionales o partícipes activos en el negocio de narcotráfico; y la última variante podría ser una enmienda constitucional que recorte en dos años el mandato de Maduro y lo obligue a entregar el poder en los próximos meses.

Por ahora, la retórica chavista habla de resistencia, de conspiración criminal de la CIA y del imperialismo, pero la tragedia política es tan profunda que hay buenos motivos para creer que en el oficialismo también se están movilizando algunos operadores con el objetivo de sacarse a Maduro de encima y buscar una salida política algo más consensuada.

Lo que sucede es que lo parece imponerse a primera vista, que son las líneas más intolerantes y fanáticas. El tema es preocupante porque debilitado y acorralado por una crisis sin precedentes, el chavismo sigue movilizando grupos violentos y no faltan observadores que adviertan sobre el peligro de una guerra civil o de transformar a Venezuela en una versión latinoamericana de Siria.

Palabras más palabras menos, lo cierto es que la experiencia iniciada por Chávez hace casi veinte años concluye con este escenario deplorable y ruinoso. Si en los años noventa la supuesta causa de los malestares latinoamericanos fue el llamado Consenso de Washington y sus propuestas calificadas de neoliberales, en el siglo XXI ha sido el Consenso de Caracas el que sumergió a los países de la región en crisis económicas y de legitimidad sin precedentes. Los escándalos de Brasil, la pérdida de poder político de Evo Morales y la propia experiencia kirchnerista devenida en una sucia crónica policial, para no mencionar la versión piñatera del populismo nicaragüense liderada por Ortega, un caudillo que cada vez se parece más a Somoza, dan cuenta de los callejones sin salida en que el populismo coloca a los pueblos.

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