Ruckauf, el hombre que ríe

Que Carlos Ruckauf pida el Premio Nobel para las Abuelas de Plaza de Mayo es algo tan estrafalario como que Pinochet gestione un monumento para el Che Guevara. Que, acto seguido, Carlos Menem se sume a la misma solicitud, le otorga al pedido tanta seriedad como la que podría ofrecer Inodoro Pereyra recitando a Shakespeare o el Soldado Chamamé interpretando la Quinta Sinfonía de Beethoven.

De las Abuelas de Plaza de Mayo no es necesario hablar demasiado. Allí está su vibrante y hermoso testimonio, y ese coraje civil que expresa uno de los niveles más altos de la conciencia moral argentina. Así se lo han reconocido, entre otros, Nelson Mandela, Vaclav Havel, Danielle Mitterrand, Hillary Clinton, Adolfo Pérez Esquivel, Rigoberta Menchú o el propio obispo de Milán, Di Martini.

Si alguien logra establecer alguna relación entre Ruckauf y Menem y los personajes mencionados, que se prepare para figurar en un original Guiness, ya que, ni por ideología, preferencias culturales, sensibilidad estética o humanismo militante es posible encontrar alguna afinidad.

Si la memoria no falla, Ruckauf fue el que le aconsejó a Isabel, esa eminencia que Perón nos obsequió a los argentinos, que se sancionase el decreto que ordenaba a los militares exterminar subversivos, tarea que luego el señor Luder se encargó de aplicar puntualmente.

Instalada la dictadura militar, al señor Ruckauf no lo molestaron ni siquiera para recordarle su pasado político. En realidad, el célebre «Rucucú» gozaba de la protección del almirante Emilio Massera. Con semejante padrinazgo, el hombre podía seguir repartiendo sonrisas y abrazos con la seguridad de que no iba a correr la suerte de los delincuentes subversivos cazados en las calles por los caballeros de la ESMA.

En un país donde nos hemos «acostumbrado a acostumbrarnos a todo», no deja de ser por lo menos curioso que los verdugos promocionen ahora premios morales para las víctimas. Para los que suponen que exagero, les recuerdo que las Abuelas de Plaza de Mayo se constituyeron para reclamar por los nietos secuestrados, plagios que realizaron con encomiable eficiencia las fuerzas armadas que Ruckauf autorizó a salir a las calles y el almirante Massera, quien lo contaba entre sus amigos.

Jurídicamente, las Abuelas han reivindicado en todo momento aquellas instituciones internacionales cuya legislación velaba por el respeto de los derechos humanos. Pues bien, para Ruckauf, la CIDH y los acuerdos de Costa Rica sirven para proteger delincuentes. En más de una ocasión reclamó que la Argentina no convalidara esos acuerdos.

Uno de los argentinos que impulsa el Premio Nobel para las Abuelas es Eugenio Zaffaroni. Si Ruckauf se preocupase por tener un mínimo de coherencia, debería preguntarse qué hace al lado de un señor a quien, meses atrás, acusó de defender asesinos.

Queda claro que para el gobernador de Buenos Aires estas cuestiones carecen de importancia. Si las encuestas le dicen que puede aumentar sus chances electorales arrimándose al lado de las Abuelas de Plaza de Mayo, el hombre no duda en sumarse al tren con su más ancha y generosa sonrisa. Si al día siguiente otra encuesta le asegura que reivindicando a Etchecolatz y a Astiz puede obtener los votos de policías y militares, no vacilará en sacarse una foto al lado de los torturadores, exhibiendo su incorregible sonrisa.

Si hay un símbolo identificado con el amor y la vida, son estas mujeres admirables que, con infinita paciencia y envidiable memoria, se dedicaron a recuperar a sus nietitos robados por señores de la guerra, en nombre de los valores del Occidente cristiano que Ruckauf reivindica con contagiosa sonrisa, cada vez que participa en una campaña electoral.

Hasta los conservadores más empecinados admitieron el valor de estas mujeres y la nobleza de su causa. Algunos canallas que intentaron desprestigiarlas debieron sufrir la condena moral de toda la sociedad. Sin embargo, las canteras ideológicas en las que se nutrieron estos canallas suelen ser las mismas a las que recurre «Rucucú» cada vez que se decide a hablar en serio.

¿Por qué de pronto se le ocurre acercarse a quienes defienden valores que están en las antípodas de sus creencias? Una sola palabra explica su actitud: oportunismo. Conociéndolo, es obvio que está más interesado en los beneficios que le puede otorgar la popularidad de las Abuelas que la causa por la que ellas luchan -que siempre despreció.

No me imagino a la señora Carlotto -por ejemplo- reclamando la pena de muerte, incitando a la policía a que les meta balas a los delincuentes, reincorporando a la institución torturadores y asesinos, desconociendo la existencia del gatillo fácil y los apremios ilegales.

Mucho menos me lo imagino a él al lado de Nelson Mandela o de Vaclav Havel, dos de los testimonios morales más conmovedores y dignos de nuestro tiempo. Tampoco lo veo al lado de Rigoberta Menchú, reclamando por el derecho de los oprimidos. Y mucho menos me lo imagino defendiendo las causas justas que sabe apoyar Danielle Mitterrand.

Para los periodistas europeos, Ruckauf es el político que realizó una campaña electoral en provincia de Buenos Aires reivindicando banderas ideológicas que habrían ruborizado a Le Pen y Haider. Los mismos periodistas no pueden entender cómo es posible que la misma persona que descalificó a Graciela Fernández Meijide con recursos colocados unos grados a la derecha de Torquemada sea ahora quien insista en sumarse para que les otorguen el Premio Nobel a las Abuelas de Plaza de Mayo.

A nuestros colegas periodistas extranjeros habría que decirles que para comprender lo que ocurre, deberían conocer un poco más a Ruckauf o indagar en la naturaleza cultural del peronismo, capaz de identificarse simultáneamente con los oprimidos y los opresores, los torturados y los torturadores, las víctimas y los verdugos.

Y mientras Menem se transforma en el «novio de América» y se divierte de lo lindo, Ruckauf anuncia su deseo de ser presidente y ríe. ¿De qué se ríe…? sería la pregunta. Nadie lo sabe con exactitud. Puede que de sí mismo, pueda que de quienes lo votan, puede que de sus adversarios. O puede que su risa sea compulsiva, un incontrolable rictus nervioso, una carcajada burlona e hiriente que resuena en la oscuridad como el chasquido de un látigo en el cuerpo de un animal cansado y moribundo.

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