Las responsabilidades de los dirigentes

Un amigo me decía que, si los dirigentes sindicales estuvieran convencidos de que con estos paros podrían producir un cambio verdadero, no lo convocarían. La observación me pareció atinada porque describe con exactitud las modalidades de la cultura política argentina, caracterizada por una actitud más interesada en mantener las cosas como están que en cambiarlas.

Es verdad que la Argentina anda mal; sin embargo, no es menos cierto que la que se beneficia con este deplorable funcionamiento del país es una clase dirigente que, por un lado, es portavoz de quejas, pero al mismo tiempo, intuye que, si la realidad cambiase, los primeros perjudicados por el cambio serían ellos.

La afirmación es paradójica, aunque no arbitraria. A primera vista, pareciera que los sindicalistas son los más interesados en bregar por la justicia social y la justa distribución de la riqueza. Sin embargo, no bien se presta atención a la trama real de intereses y conductas del poder arribamos a la conclusión exactamente inversa.

Los dirigentes sindicales saben que el retorno al pasado es imposible, pero invocan los beneficios de ese pasado para oponerse a un presente que los excede y a un futuro que desconocen. Hijos o nietos de la Argentina modelada en el ’45 no han sido capaces de imaginar algo diferente, entre otras cosas, porque si bien el país populista ya no está en condiciones de asegurar la justicia social, todavía puede asegurarles a ellos beneficios y privilegios a los que no están dispuestos a renunciar, aun cuando quienes deban pagar el precio de sus pretensiones sean los mismos trabajadores que dicen representar.

No hace falta ser un agudo analista político para darse cuenta de que el país está en crisis y de que no hay salida al margen de la colaboración de todos. Pues bien, los paros convocados por las centrales sindicales no aportan ninguna solución y sí contribuyen a profundizar la crisis que dicen querer superar.

Cuando a los dirigentes sindicales se les pregunta sobre las medidas que ellos tomarían para salir de la crisis, por lo general contestan disparates o repiten lugares comunes. En el mejor de los casos, pueden llegar a detectar niveles de malestar social -síntomas absolutamente previsibles en un país en crisis y que no hace falta ser un dirigente sindical para registrarlos-; no obstante, lo que resulta asombroso es la desproporción que existe entre el ánimo combativo y la falta de ideas.

Una dirigencia sindical interesada en defender los derechos de sus representados y preocupada por asumir con responsabilidad los desafíos que se le presentan al país se preguntaría sobre las consecuencias de sus decisiones y si, efectivamente, estos paros contribuyen en algo a mejorar las condiciones de vida de la sociedad.

Cualquiera sabe que no puede ni debe existir una relación lineal entre la crisis y la protesta. Si el país anda mal, el compromiso de una dirigencia responsable es poner el hombro para ayudarlo a salir del pozo, no trabajar para que se hunda más en el barro. Sin embargo -y más allá de buenas o malas intenciones-, lo que se hace con estos paros es profundizar la crisis, sin que exista como contrapartida un proyecto alternativo al actual estado de cosas.

Ya es una verdad sabida por todos que «el día después» al paro la Argentina se encontrará un poco más pobre, más vacía y más deteriorada que antes.

En las actuales condiciones históricas, las huelgas no fortalecen ni al país ni a la clase trabajadora. En todo caso, los que se fortalecen son los dirigentes sindicales. Y es tal la conciencia que tienen de que las cosas les han ido bien que no vacilan en emplear la palabra «éxito» para calificar la adhesión a una medida de fuerza que -insisto- a la única que beneficia es a esa dirigencia sindical, que se considera plebiscitada para continuar haciendo lo mismo, es decir, manteniendo un status quo a favor de sus privilegios.

No sería justo en la evaluación si el juicio crítico no incluyese a la totalidad de la clase dirigente argentina, es decir, políticos, empresarios y dirigentes religiosos, que parecerían empecinados en competir para ver quién defiende con más eficacia sus intereses particulares, sectoriales o corporativos, desentendiéndose del bien general o de los propios intereses nacionales, aunque, curiosamente, cada «barrabasada» que cometen la justifican diciendo que defienden la nación contra el imperialismo o los organismos financieros internacionales.

De todas maneras, suponer que la Argentina anda mal por culpa de los sindicalistas sindicales es mirar la realidad con los ojos del prejuicio. Las desgracias que llueven sobre este país son promovidas por la totalidad de la clase dirigente, que no ha sabido ni sabe estar a la altura de sus responsabilidades, que se anota como líder a la hora de disfrutar de los privilegios, pero se borra a la hora de asumir sacrificios y renunciamientos.

Los políticos se quejan de la presunta falta de cultura cívica de la sociedad, los sacerdotes hablan de la crisis de fe y los empresarios protestan por la falta de competitividad en el mercado. A todos algo de razón les asiste en sus quejas, pero a ninguno se le ocurre preguntarse hasta dónde ellos son responsables de lo que está ocurriendo.

Sin ir más lejos, los empresarios se quejan de la falta de cultura burguesa; no obstante, al igual que Gelbard, siguen creyendo que «negocio donde hay que poner plata no es negocio». Los curas hablan de la crisis moral, pero no se preguntan quién tiene la culpa de que ocurra semejante cosa en un país donde la mayoría de la sociedad es católica.

A la hora de criticar a la dirigencia argentina, se suele decir que se ha distanciado del común de la gente. Yo no comparto ese punto de vista. A mi juicio, el problema de ésta es que se mimetiza demasiado con los vicios de la sociedad, cuando la obligación de una clase dirigente no es parecerse a los representados, sino diferenciarse y mirar más lejos.

Una clase dirigente en un país serio puede ser rica en propiedades pero, por sobre todas las cosas, es rica en virtudes. El problema de la Argentina es que los líderes políticos se llaman Massat, Alasino, Cantarero, Yoma, Flamarique, Menem, Ruckauf, Juarez, Rodríguez Saa, es decir, personajes que se identifican con lo más vulgar, banal y despreciable del sentido común mayoritario.

Un país en serio no se gobierna haciendo lo que la gente quiere, sino lo que se debe, que es, en definitiva, el camino más corto para brindarle a la gente lo que realmente quiere. Consignas tales como «el pueblo nunca se equivoca» o «hay que hacer lo que el pueblo quiere» pueden ser útiles para ganar una elección o seducir patanes, pero son sumamente perjudiciales para la sociedad y, en primer lugar, para los sectores más postergados, que suelen ser los que pagan el precio más alto por la irresponsabilidad y demagogia de los dirigentes.

Si el uso de la memoria histórica sirve para algo, debemos aceptar que los países que realmente crecieron fueron aquéllos que supieron constituir una dirigencia política y social que vio siempre más lejos que el común de la gente; que, gracias a sus condiciones, supieron ganarse el respeto de la sociedad; que en todo momento estuvieron preocupados por tomar las decisiones correctas en el momento correcto, sin renunciar a ejercer las tareas de educación que toda clase dirigente que se precie debe ejercer con su pueblo.

¿Conspiran estas concepciones con la cultura democrática que ubica como soberano al pueblo? Yo diría que completa y coloca en su verdadero lugar el concepto de democracia. Las críticas a las concepciones elitistas de las sociedades oligárquicas no significan desconocer el rol que les compete a las dirigencias en las sociedades modernas. Admitir que los hombres son iguales en dignidad y en derechos es más un objetivo por realizar que una realidad.

El pasaje de una sociedad más o menos injusta a otra más o menos justa no se realiza espontáneamente ni por un acto de magia. La política es necesaria no sólo porque en la democracia la deliberación pública lo es, sino también porque es ella la que va formando los dirigentes capaces de afrontar los nuevos dilemas que presenta «el cabaret de la historia».

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