9 de abril 2001
Fue el hombre más poderoso de los Balcanes; ahora es el más odiado. Cumpliendo con el adagio de que «el pueblo nunca agradece», los mismos que ayer lo vivaban ahora lo insultan. Antes de la deserción popular lo abandonaron ministros, secretarios e incondicionales. No hay que reprocharles nada: no hicieron otra cosa que aplicar las normas de conducta enseñadas por el maestro.
Se llama Slobodan, que traducido del serbio quiere decir «libertad», una trágica ironía que lo acompaña desde su nacimiento. El autor de la gracia fue su propio padre, que se ahorcó en 1962 después de renegar de su hijo y su mujer. A su madre no le fue mejor; diez años más tarde optó por el mismo camino. Es probable que los psicólogos y los astrólogos algo puedan decir sobre ese muchacho introvertido, nacido el 20 de agosto de 1941.
El destino de su mujer, Mirna Markovic, no fue diferente. La convencida militante marxista de la facultad de Sociología de Belgrado, la actual jefa de la Izquierda Unida conoció el sabor de la tragedia en su infancia cuando se enteró de que su madre había sido fusilada por los partisanos luego de ser acusada de colaborar con los nazis.
La marca del destino
La traición y la muerte acompañarían a la pareja hasta el presente. El destino alcanzará también a sus dos hijos: Marija de 36 años y Marko de 27. Como bien lo sabemos los argentinos, los hijos de los poderosos suelen heredar todos los defectos de los padres y ninguna de sus virtudes.
Marija y Marko no fueron las excepciones. Mientras los padres hundían a Yugoslavia en un baño de sangre los chicos se dedicaban a adquirir perfumerías, casas de ropas caras, boliches bailables y medios de comunicación. Alternaban sus actividades con autos caros, amantes baratos y una corte de matones y alcahuetes más costosos que los amantes.
Hoy Marko está refugiado en algún lugar de Rusia protegido por la mafia. Es un joven alto, rubio pálido y de pelo rojizo aplastado por el gel. Marija por su parte, cuando no está ebria, se dedica a llorar por la desgracia de su amado padre y la traición de su odiado marido, un diplomático que la abandonó apenas se enteró de que los buenos tiempos estaban llegando a su fin.
«Libertad» Milosevic inició su carrera política en las filas del Partido Comunista Yugoslavo. Se hizo comunista en Yugoslavia como podría haberse hecho conservador en Inglaterra o republicano en Estados Unidos. De los comunistas aprendió la disciplina, la paciencia y la voluntad de poder. El aprendizaje también incluyó la firme determinación de matar cuantas veces fuera necesario.
En sus inicios, esa pasión se justificó en nombre del paraíso socialista y la felicidad igualitaria de los hombres. Dejó de creer en esos ideales pero mantuvo intacto su deseo de poder. Si ayer todo se justificaba en nombre de la dictadura del proletariado, ahora muy bien podría justificarse invocando la superioridad de los serbios.
Cambio de piel
En honor a la verdad hay que decir que dejó de ser comunista en los detalles porque en lo fundamental siguió leal a su ideología. Su partido continúa invocando la causa del socialismo y su mujer es la máxima dirigente de la Izquierda Unida.
Las identificaciones verbales con el marxismo no le han impedido mantener una sólida alianza con el partido nazi dirigido por Vojislav Serelj. ¿Incoherencia o lógica secreta? Difícil responder a este interrogante; pero cada vez más, el mundo parece empeñado en demostrar que entre el fascismo y el comunismo la diferencia es apenas una tenue línea oscura que en la mayoría de los casos sus militantes la atraviesan casi sin darse cuenta.
Mientras Tito fue el hombre fuerte de Yugoslavia, él se limitó a ser un oscuro burócrata especializado en temas bancarios. Durante esos años se preocupó por conocer el mundo capitalista y mejorar sus posibilidades dentro del Partido. A mediados de los ’70 ya era la mano derecha de Iván Stambolic, un encumbrado dirigente comunista de Belgrado, de quien aprendió todo lo que se debe saber para vivir bien en un régimen totalitario. Stambolic fue su padre, su guía, su mecenas y su benefactor.
Ninguna de esas atenciones le impidió traicionarlo. «La culpa es mía -declaró Stambolic- después de estar más de veinte años a mis espaldas decidió darme la puñalada… no se pueden dar tantas ventajas». En la actualidad está desaparecido y se sospecha que la faena la cumplió la policía secreta de Milosevic.
Muerte de Tito
Cuando murió Tito, el hombre estimó que ya había llegado su hora. En 1987 ya era el jefe del Partido Comunista de Belgrado y tres años más tarde controlaba al Partido Comunista de Serbia. En un régimen totalitario, ser jefe del partido y del Estado es la misma cosa. Milosevic no fue la excepción y durante casi catorce años su poder fue absoluto.
La dictadura de Tito había aportado dos novedades a las rutinarias dictaduras burocráticas de los países del Este: independizarse de la URSS y mantener unidos a los Balcanes. Durante casi treinta y cinco años Yugoslavia se mantuvo independiente y unida. La mano dura de Tito y su portentosa habilidad lograron ese verdadero milagro.
Para Stalin y la vieja guardia comunista, Tito pasó a ser la encarnación del mal y a ocupar el mismo lugar que ocupaban los renegados trotskistas. Para la ortodoxia comunista, Tito podía ser un izquierdista provocador o un agente nazi. Es bien sabido que a la hora de descalificar y demonizar, los stalinistas -como todos los fundamentalistas- no se andan con sutilezas.
Pero el genio político de Tito brilló a la hora de unir lo que nadie había podido mantener amalgamado. Durante más de tres décadas Montenegro, Macedonia, Bosnia, Serbia y Croacia fueron un solo Estado. Una habilidosa combinación de flexibilidad y mano dura, sumada a su extraordinario prestigio personal permitieron esta hazaña en una región cuyo nombre es sinónimo de separatismo, odio racial y religioso.
No sé si durante la dictadura de Tito los yugoslavos fueron más felices. Lo que es cierto es que, después de su muerte, a los problemas habituales se les sumaron la guerra civil y las limpiezas étnicas. Tampoco viene al caso discurrir acerca de la consistencia de esa unidad política. Lo cierto es que lo que funcionó durante cuatro décadas se derrumbó en menos de diez años y con un costo altísimo en vidas y bienes.
Tiempo de guerras
Con la suma del poder, «Libertad» se dedicó a la guerra y a las campañas de exterminio. Emprendió cuatro guerras y fue derrotado en las cuatro. La última fue contra la Otan y los Estados Unidos. Durante diecisiete días y diecisiete noches los aviones bombardearon ciudades, pueblos, puentes y rutas. Del furor de los misiles no se salvó ni siquiera la embajada de China. Cuando concluyó el estrépito de las bombas Yugoslavia estaba destrozada.
Recién entonces es probable que el pueblo haya empezado a cuestionar las decisiones de su líder. Como en Alemania en tiempos de Hitler, en Italia con Mussolini o el Japón con Hirohito, pareciera que los pueblos necesitan probar el sabor de la derrota y de la humillación para despertar del encandilamiento de los jefes y salvadores de la patria.
La semana pasada una multitud era contenida por la policía para impedir el linchamiento de «Libertad». El barrio Ledinje es una suerte de Beverly Hills de Belgrado. Allí, en la mansión que alguna vez fue del rey Pedro y de Tito, vivía el dictador con su familia. Las escenas de su detención recorrieron el mundo entero y las imágenes confunden la tragedia con la comedia: «Libertad» amenazando con suicidarse, la hija disparando con la Beretta 9 mm a los funcionarios del gobierno, Mirna soliviantando a sus seguidores de Izquierda Unida y como telón de fondo la multitud reclamando la horca.
El actual presidente de Yugoslavia (Serbia y Montenegro) Vojislav Kustunica es un nacionalista cristiano que repudió los bombardeos de la Otan, desconfía de la ayuda norteamericana, pero es un demócrata convencido de que la principal responsabilidad del desastre la tiene Milosevic y su esposa.
Mientras la Justicia yugoslava se prepara para juzgar por corrupción y fraude al ex dictador, el Tribunal de Crímenes de Guerra de La Haya lo reclama para que responda por los asesinatos que se le imputan. En principio, pareciera que se va a privilegiar el juicio interno, pero la temible Carla del Ponte, la fiscal de La Haya, ha prometido que no va a descansar hasta ver en el banquillo a don «Libertad».
Hoy Milosevic está detenido en la cárcel de Celtratni Zatbor ubicada a unos quince kilómetros del centro de Belgrado. Su celda es de seis metros. No dispone de radio ni de televisión. Como todos los presos del mundo recibe la visita de su mujer que le lleva cigarrillos, calmantes y galletitas con dulce. Según el reglamento interno está obligado a levantarse a las seis de la mañana. A las 21 se apagan las luces y hay que intentar dormir. Mientras espera el juicio confiado en que no será entregado a los halcones de La Haya, «Libertad Milosevic» dispone de todo el tiempo del mundo para reflexionar acerca de los cambios de la suerte y de lo efímero de la gloria.