24 de abril 2001
Según la historia oficial, Cuba fue el último país de América que se independizó de España y el primero que se liberó de Estados Unidos. La historia de singularidades sería incompleta si no se mencionase que fue también el primero en ser colonizado por la URSS y probablemente sea el último que sobrevive adhiriendo a los valores de la potencia colonial, aunque esa potencia haya desaparecido.
Pero el rasgo dominante que distingue a la historia cubana son las dictaduras, una peste que atraviesa al país desde sus orígenes y continúa vigente hasta la fecha como una fatalidad o una maldición. José Miguel Gómez, Gerardo Machado, Fulgencio Batista y Fidel Castro ocupan el centro del escenario, y si bien es preciso hacer distinciones entre ellos, en lo fundamental, es decir, en la manera de concebir el dominio político, se parecen.
Sin duda que al lado del régimen de Fidel Castro las otras dictaduras son apenas tibios ensayos autoritarios sin posibilidades de trascendencia histórica. Castro no sólo inaugura la dictadura del proletariado como un formidable dispositivo de control y sometimiento que perdura desde hace más de cuarenta años con cientos de miles de exiliados y presos políticos, sino que transforma a Cuba en un satélite de Moscú, estableciendo un nivel de dependencia, que en el contexto de la guerra fría le proporcionará algunos beneficios, pero a costa de entregar la soberanía nacional primero y la economía después.
El modelo de dominación política cubano es un calco del soviético: partido único, fusión de Estado y partido, economía estatal, planificación burocrática y policía secreta. A diferencia de las llamadas dictaduras de derecha, el régimen cubano se legitima en nombre de ideales de solidaridad y justicia, lo que no le impide diseñar un orden político interno que hasta el día de hoy puede considerarse como la dictadura perfecta, ya que además de suprimir libertades públicas reclama por parte de la población manifestaciones periódicas de agradecimiento y lealtad política.
Definirse como revolución socialista, adherir al marxismo leninismo y plantearse como objetivo una sociedad igualitaria, fueron los datos históricos que distinguieron a este proceso y le dieron una respetabilidad y un consenso interno y externo que en ningún momento disfrutaron las otras dictaduras. Populistas y demagógicos, los regímenes de Machado y Batista jamás pudieron organizar un Estado totalitario, capaz de combinar con insólita eficacia la represión política y el consenso.
El enfrentamiento con los Estados Unidos, la movilización de voluntades en contra de la pretensión imperialista yanqui y las proclamadas reformas igualitarias internas le otorgaron al castrismo una singularidad que las otras dictaduras nunca pudieron exhibir.
Cuba fue considerada durante años un ejemplo de independencia política, dignidad social y justicia distributiva. Los fusilamientos, persecuciones a los disidentes y supresión de libertades fueron evaluados como males menores, costos inevitables a pagar para consolidar una nueva sociedad.
La incapacidad del sistema para financiar sus propios objetivos, la dependencia económica con la URSS y la permanencia de Fidel Castro en el poder no llamaron demasiado la atención de los simpatizantes, aunque bueno es decir que ya para 1970 las solidaridades de intelectuales habían empezado a quebrarse, como consecuencia de las evidentes persecuciones y castigos a poetas, pintores y músicos.
El caso Padilla fue un punto de partida, pero no el único. Con la reiteración de los casos cada vez fue más difícil disculpar al sistema, diciendo que eran sanciones a agentes imperialistas, provocadores internacionales o desequilibrados mentales. Más dictadura y menos socialismo fue la consecuencia, con sus secuelas en materia de violación de derechos humanos, espionaje político, intolerancia cultural y religiosa y un conservadurismo moral que convierte a monseñor Storni en un liberal volteriano.
Los exiliados que llegaban a Estados Unidos o a Europa estaban muy lejos de parecerse a esa imagen del aristócrata ruso simpatizante del zar o del terrateniente latinoamericano perseguido por el igualitarismo socialista. Ahora los desterrados eran pobres gentes: trabajadores, campesinos, homosexuales, artistas, disidentes políticos, objetores de conciencia, profesionales empobrecidos y camaradas de ruta caídos en desgracia, que escapaban del hambre, las persecuciones, las exclusiones sociales, el despotismo político y la ausencia de horizontes personales.
Sin duda que el régimen mantuvo desde su nacimiento una lógica igualitaria, según los dictados establecidos por la ideología socialista. Es verdad también que la torpeza diplomática de Estados Unidos a principios de los sesenta hizo lo imposible para que Cuba optara por volcarse hacia la URSS, pero no es menos cierto que la opción por la dictadura fue una decisión de Castro y su camarilla.
Durante treinta años, Cuba fue subsidiada por la URSS. Se calcula que la «ayuda» superó los 150.000 millones de dólares. Con estos recursos, el gobierno pudo desarrollar un sistema de salud y de educación que hoy se cae a pedazos. La preocupación por cumplir con algunas metas igualitarias y distributivas explican al régimen; no lo justifican.
Sin embargo, no faltan quienes defienden a Cuba por su enfrentamiento a Estados Unidos o porque expresa en las actuales condiciones históricas el socialismo posible. Si así fuera, hay que admitir el fracaso, ya que los costos internos por semejante desafío son superiores a los beneficios.
No hay orgullo nacional por encima del bienestar de la sociedad. Cuando la defensa de la soberanía significa la derrota de la sociedad, hay buenas razones para sospechar que las consignas apuntan más a consolidar el poder y satisfacer la ambición de un dictador que a representar los intereses populares.
El costo de la retórica antiimperialista ha significado para Cuba atraso, pobreza y más de dos millones de exiliados. Las posibilidades de recuperación hacia el futuro están puestas en tela de juicio por la realidad de una sociedad atrasada, sometida a una curiosa pasividad que se manifiesta en la adhesión obligada a la dictadura, y luego una vida privada orientada a sobrevivir como se pueda en un régimen que carece de futuro y de posibilidades de regeneración interna.
Se sabe que todo régimen de fuerza se sostiene invocando la excepcionalidad de su situación histórica. Tal vez ese argumento hubiera tenido alguna justificación en los primeros años de la revolución, pero cuando cuarenta años más tarde el sistema invoca los mismos argumentos para sostener la dictadura, hay buenos motivos para creer que no saben ni quieren gobernar de otra manera porque tal vez el actual estado de cosas los favorezca.
Según los clásicos del marxismo, la dictadura del proletariado debería ser un estado transitorio, una breve etapa destinada a consolidar la revolución y terminar con toda forma de opresión y explotación. Una vez más la historia se encargó de demostrar que entre los buenos deseos de los libros y la realidad media un abismo, ya que de los anuncios de la dictadura del proletariado como antesala de la felicidad humana sólo quedó en limpio la dictadura descarnada brutal y terrorista. Así fue en la Unión Soviética y así es en Cuba.
Hoy sólo la alienación ideológica o el interés político pueden sostener que Cuba es socialista. Subdesarrollada, con un nivel de atraso económico que la coloca casi al lado de Haití y con un sistema de dominación política que suprimió todas las conquistas de la modernidad, Cuba es en el mejor de los casos una caricatura grotesca, un anacronismo histórico y una dolorosa realidad para millones de personas.
La desaparición de la propiedad privada y su reemplazo por la propiedad estatal no es socialismo; es capitalismo de Estado o despotismo burocrático. Cuba es tan socialista como lo fue la URSS; pero en esa relación entre la realidad y la teoría el único sacrificado es el socialismo, ya que si ése es el nombre que hay que darle a estos regímenes totalitarios se explica por qué el capitalismo fue ganando la batalla.
Si Cuba es tan socialista como la URSS no es arbitrario concluir diciendo que el destino que le espera será más o menos el mismo. El régimen tiene las horas contadas, pero nadie deberá sorprenderse cuando observe cómo los burócratas del Partido Comunista se lanzan a una carrera desenfrenada por la apropiación de la propiedad pública. Como en la URSS, los mafiosos, los corruptos y los explotadores saldrán del Partido Comunista. Perverso y megalómano, a Fidel Castro hay que reconocerle por lo menos que cree en lo que hace. Los que lo rodean, en lo único que creen es en su beneficio personal, y comparado con su codicia e inescrupulosidad los «gusanos» de Miami son beatíficos monjes franciscanos.