Estación otoño

13 de abril 2003

Llega el otoño con sus soles tibios, sus tardes apacibles y esas noches largas que invitan a la confidencia. No sé por qué en estos días me acuerdo de amigos que ya no están y de viejos amores perdidos para siempre. No sé por qué la soledad tiene algo de agradable y no sé por qué mantengo amables relaciones con cierta tristeza que me llega de algún lugar que yo conozco de memoria.

Me gustan los días de otoño, su aire limpio, su luz discreta, ese frío seco que no lastima. Me gusta caminar por las calles de la ciudad como si fuera un forastero; me gusta meterme en el rincón de un bar para tomar un café bien caliente y leer el diario; me gusta cruzar una plaza arbolada y pasear por las veredas anchas de una avenida que se pierde en la orilla de la laguna; me gusta cenar solo en algún comedor desconocido.

«Me fui una noche/ en el corazón perduraba el estridor de las cigarras,/ desde el barco/ barnizado de blanco/ he visto/ mi ciudad desaparecer/ dejando/ un poco/ un abrazo de luces en el aire turbio/ suspendidas…», dice el bueno de Giuseppe Ungaretti

No sé por qué en estos días me siento más inspirado, más despejado, más lúcido. Otoño es la estación de las caminatas, de los paseos lentos, de los viajes a algún pueblito vecino en donde nos espera un amigo con la mesa tendida en la galería, el pan caliente y el vino fresco.

Pienso en esos pueblos y me llega nítida la imagen de una plaza, una iglesia y las mujeres saliendo de misa. O como diría Carlos Mastronardi: «Calles de intimidad sin nadie, olvido y sol/ y siempre unas bandadas atristando el oeste/ y ese vals de retreta, pobre encanto en la noche:/ nos busca su florido pesar, su voz nos quiere».

El otoño es la estación ideal para ir al cine a disfrutar de Godard, Rhomer o Truffaut (tampoco sé por qué el otoño me recuerda a Francia, a París, con sus bulevares largos, sus míticos castaños y sus encantadoras terrazas en donde Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre conversaron tantas veces). O a este poema de Paul Eluard: «Yo vivo en las imágenes innumerables de las estaciones/ Y de los años/ Yo vivo en las imágenes innumerables de la vida/ En la belleza sorprendida/ en la fealdad vulgar/ En la claridad fresca de los pensamientos cálidos/ Yo vivo en la miseria de la tristeza y resisto/ Yo vivo a pesar de la muerte.

Me gusta caminar de mañana por la peatonal. A algunos los distiende el silencio del campo o la orilla del río; a mí me hace bien perderme entre la gente, sentir que estoy rodeado por muchos pero sigo solo. A diferencia de otros, la multitud no me distrae; ese sereno bullicio de gente trajinando por la peatonal me permite estar a solas, pero en el otoño todo esto funciona mejor.

Los sábados a la mañana son sagrados. No concibo una mañana de otoño sin el paseo por la peatonal, mirando los kioscos de revista, saludando a algún conocido, entrando a alguna casa de música o a alguna librería a mirar las últimas novedades y después, sobre el filo del mediodía, el inevitable café compartido con un amigo.

El otoño es también la estación de las despedidas, de los amores perdidos, de los regresos imprevistos, de las confesiones, de los recuerdos que el tiempo no borra y de las sorpresivas revelaciones. «Un otoño te fuiste mojando de agonía/ tu sombrerito pobre y el tapado marrón/ si eras como la calle de la melancolía/ que llovía, llovía sobre mi corazón…» dice Cátulo Castillo.

Ya sé que alguien dirá que todas esas cosas pueden pasar en cualquier día del año, pero no es mi culpa si a mí esas cosas me suceden en otoño: no es mi culpa si los recuerdos están instalados en esa estación y no es mi culpa que a Raúl Gustavo Aguirre se le haya ocurrido escribir, por ejemplo: «En la melancolía de un día de otoño,/ pensé en el niño que se fue de su casa/ en el adolescente que lloró/ cerca del río, entre los sauces y la luna/ pensé en el hombre que una vez se detuvo/ en una calle roja donde, después de un carro/ sólo había el crepúsculo/…Y pensé en mi hija que hoy, de pronto/ comenzó a comprender a Carlitos Chaplin».

Lucio N. Miranda

 


 

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