El placer de las reuniones

11 de mayo 2003

No me gustan las reuniones multitudinarias, esos lugares en donde todos hablan de cosas livianas a los gritos y en los que nunca falta el que se atribuye condiciones para contar cuentos vulgares acompañados de ruidosas carcajadas y comentarios soeces.

Para que nadie levante el dedo acusándome de viejo, le digo que tampoco me gustaba esa «merienda de negros», como dicen los españoles, cuando era mucho más joven y por esas cosas de la edad uno siempre andaba en manada y, a veces, en jauría.

Tampoco me asusta que me acusen de anacrónico o antiguo. Tal como se está orientando el mundo, y de acuerdo con las preferencias masivas de estas sociedades de consumo, ser el testigo de un tiempo que pasó, de un triunfo en el que se privilegiaba la lucidez, el coraje intelectual y las virtudes de la hombría de bien, es una responsabilidad y una honra.

Por hábito, por principio y por educación, prefiero las charlas íntimas, las reuniones en donde se habla con tranquilidad, -y no como si se estuviera participando de un remate- se consideran las opiniones del otro y, por sobre todas las cosas, se respeta el lenguaje.

La otra tarde nos encontramos en la casa de un amigo y estuvimos caminando por el parque y conversando hasta la noche. El había llegado de la India y nos contaba las peripecias de su viaje. Después cenamos y seguimos conversando y escuchando música. En la conversación participó Gandhi, Tagore, Nerhu y no faltaron algunos relatos de Kipling. Cuando llegué a casa eran más de las tres de la mañana, pero en ningún momento se me ocurrió que había estado perdiendo el tiempo.

No se trata de hacerse el difícil o posar de pedante o creer que una reunión interesante con diálogos inteligentes, debe ser una suma de citas cultas y palabras difíciles. Por el contrario, lo que se valora en estos casos es la sobriedad en el estilo y el cuidado de las formas.

Y así como el nuevo rico se distingue por la exhibición vulgar de la riqueza, al recién llegado al mundo de la cultura se lo conoce por su conducta tendiente a usar palabras raras y recurrir a citas que, en la mayoría de los casos, poco y nada tienen que ver con lo que se está hablando, pero permiten posar de culto o, por lo menos, así lo cree el que apela a estos recursos.

No hace falta ni es necesario ser un erudito para valorar las reuniones agradables y disfrutar de una buena conversación. Importa ser educado o, como le gustaba decir a Manuel Mujica Lainez, saber gozar de la buena vida, satisfacción que no pasa por una mesa repleta de comida y de botellas, sino por una mesa integrada por hombres y mujeres con ideas y decididas a escuchar la opinión del otro y saber expresar la propia.

Aunque la palabra suene chocante o parezca antipática, se trata de rescatar cierta aristocracia del espíritu, ésa que ponderaba Oscar Wilde y valoraban como nadie mujeres como Virginia Woolf o Victoria Ocampo. Precisamente, a un amigo de esta última, Albert Camus, le gustaba decir que las únicas aristocracias que respetaba eran las de la inteligencia y las del espíritu.

La reflexión es pertinente, porque en los tiempos que corren aquellas buenas costumbres de la tertulia se están perdiendo. La gente no se reúne, se junta o se amontona; nadie se interesa en serio por la vida de nadie y a veces ni siquiera se interesan por la propia; no se está con el otro para compartir experiencias, sino para compartir comida y vino.

El espectáculo de burgueses y pequeños burgueses atiborrados de comida, alcohol y partidos de fútbol en sus llamadas casas de fin de semana, es deplorable y lastimoso. A veces es interesante pararse un domingo a la nochecita a la altura del Puente Colgante para mirar los rostros de las personas que vienen de pasar «el día en el campo», para saber qué es lo que uno no tiene que hacer. No en vano, Sartre dedica un capítulo de su novela «La náusea» para referirse a la angustia burguesa y proletaria de los domingos a la noche.

En lo personal, simpatizo con los personajes de las novelas de Henry James o de Thomas Mann, que caminan, conversan, escuchan y aprenden. Me encantan esas películas inglesas en donde lo importante es una frase que queda incompleta o una ironía que en lugar de agraviar ilumina; los diálogos de los personajes de Simone de Beauvoir en su novela «Los mandarines» o «La invitada» me enseñaron que las palabras son reveladoras de verdad, belleza y lucidez, y ni hablar de esas obras de arte que construyó ese genio del cine que se llamó Luchino Visconti.

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