13 de julio 2003
Yo amo a mi ciudad. No me avergüenza decirlo, ni tampoco me jacto de ello. Es un amor sereno, previsible, rutinario, pero sólido y consistente. No sé en qué momento supe que la ciudad era para mí algo importante, pero lo que sé es que la necesito.
Amigos míos, amigos de muchos años, se quejan de Santa Fe y a veces maldicen haber nacido o haberse quedado. Yo los escucho y de vez en cuando discuto con ellos. No son discusiones violentas, ni están motivadas por el afán de ganar o ser más inteligentes.
Con los años, he aprendido que las mejores discusiones no son las que se ganan o se pierden, sino de las que se aprende. Escuchando a mis amigos he aprendido, por ejemplo, que a cierta edad el enojo contra la ciudad es un enojo con uno mismo, o un pretexto para hablar de otras cosas.
¿Y yo qué les digo a ellos? Que no le echen la culpa a la ciudad de los problemas que ellos no han sabido resolver y que ninguna ciudad del mundo se los va a resolver. Que sus quejas se justificaban en la adolescencia, pero en personas mayores es un signo de inmadurez. Que con los años uno está obligado a reconciliarse con la ciudad, como se ha reconciliado con la cara que le tocó en suerte o con su trabajo o con propio destino.
Y por último -y esto dicho con el mejor de los tonos- les señalo que si yo creyera que esta ciudad es horrible, chata, sucia y poblada de gente mala, ya me hubiera ido hace rato, y no andaría arrastrando mi desdicha por las calles de una ciudad que detesto.
A veces, a los que parecen estar más entusiasmados y empecinados por irse, creyendo que la felicidad los espera en otro lado, o creyendo que al pasado se lo puede borrar como si nada, les cito el poema de Cavafis: «La ciudad irá en ti siempre. Volverás/ a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará/ tu vejez; en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques -no la hay-/ La vida que aquí perdiste/ la has destruido en toda la tierra».
Y si estoy de buen humor les recuerdo el poema de Borges: «A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros/ y de calles que surcan las leguas como un vuelo/ a mi ciudad de esquinas como aureolas de ocaso/ y arrabales azules, hechos de firmamento./…y supe en las orillas, del querer, que es de todos/ y a punta de poniente desangré el pecho en salmos/ y canté la aceptada costumbre de estar solo/ y el retazo de pampa colorada de un patio».
Confieso que a esta ciudad no la amé de la noche a la mañana. Fue necesario vivir muchos años, atravesar por muchas situaciones, viajar por el mundo y extrañarla como se extraña a un ser muy querido, sufrir más de un desengaño, despojarse de ilusiones, aprender a valorar las cosas que importan, para descubrir que, para bien o para mal, Santa Fe era mi ciudad.
También fue necesario disfrutar de sus crepúsculos, caminar sin consuelo por la Costanera, gozar de una mañana de otoño tomando un café en la peatonal, descubrir un patio con un aljibe en una vieja casona del barrio Sur, descansar en una plaza bajo la sombra de un sauce, sentarme a la mesa en un patio cervecero en verano, recordar algunas madrugadas en las inmediaciones de la terminal de ómnibus, saborear la tristeza de los domingos a la tarde, caminar una noche de invierno con alguien a quien se quiere mucho por algunas calles de barrio Candioti mientras las gotas de lluvia golpean sobre los adoquines desparejos y solemnes.
Una ciudad la vamos haciendo con recuerdos pequeños, con historias chiquitas que se parecen a señales, con imágenes dispersas que quedan grabadas para siempre en algún lugar de nuestra memoria. Como diría Borges, la ciudad puede ser «un plano de nuestras humillaciones y fracasos», pero también puede ser el lugar de la felicidad, de los recuerdos puros de la infancia o de la juventud, de los amores que se perdieron para siempre, de esta lúcida serenidad que nos ilumina en los años maduros.
Baudelaire decía que «la ciudad cambia con más rapidez que el corazón de los hombres». Y no se equivocaba. La ciudad cambia, pero los que la conocemos sabemos que siempre hay un punto, un lugar en donde sigue siendo la misma. A veces está delante de nuestros ojos pero no lo vemos, a veces escuchamos su sonido pero no sabemos descifrarlo, a veces lo descubrimos y entonces la ciudad es un poema, una melodía perfecta, una sinfonía de luces o la sombra de nuestro propio rostro.