La tristeza de S

3 de agosto 2003

Anochece y hace frío. Está lloviendo desde el mediodía y es probable que siga lloviendo toda la noche. Desde hace un par de horas que estoy con S. Ella me llamó por teléfono para invitarme a tomar un café. El marido se fue a Rosario y los chicos están en Paraná.

S. está sola y seguramente quiere hablar conmigo de los temas que quedaron pendientes de la otra tarde. Con S. nos conocemos desde hace años. Estudiamos juntos; alguna vez fuimos novios por muy poco tiempo y después quedó entre nosotros esas amistades perdurables, sinceras y limpias que sólo con las mujeres es posible mantener.

S. no anda bien. A mí me basta con verla caminar para saber que está pasando por una de sus habituales crisis. En tiempos normales es emprendedora, segura y capaz de tomar las decisiones más audaces, pero cuando entra en crisis se pone triste, los ojos se le humedecen, fuma más que de costumbre y por cualquier cosa se pone a llorar.

S. no anda bien y lo peor del caso es que aparentemente no tiene motivos para quejarse. El marido es un flor de tipo que la quiere, la respeta y le da toda la libertad que ella exige; los hijos son encantadores y su situación económica es buena. S. es docente y hace lo que le gusta, investiga, lee y escribe. Sin embargo se siente mal y con la única persona en la ciudad que puede hablar de estas cosas es conmigo.

«Todo empezó de golpe una mañana; estaba en casa escuchando música y leyendo a Hermann Hesse, cuando de pronto empezó esa sensación de vacío, de dolor que no sé de dónde salía. La música era suave, acogedora y recordaba crepúsculos perdidos; Hesse me hablaba de sus largas caminatas por la ciudad, de sus meditaciones y de un amor perdido en un pueblito de la montaña…».

-¿Y entonces? le pregunto.

-No sé bien lo que me pasó, pero de pronto pensé que aquellos atardeceres que me recordaba Liszt o esas caminatas que evocaba Hesse, para mí habían terminado para siempre.

Prende un cigarrillo, le da una pitada larga y lo deja en el cenicero. Después se acomoda el pelo y se queda mirando la calle, la vereda barrida por el viento y la llovizna, los reflejos de luz en el asfalto, la sombra despojada de los árboles…

-A todos nos pasan cosas parecidas -le digo- pero a mí no me pone mal recordar viejas historias…

«A mí tampoco me ponían mal, pero esa mañana no sé lo que me pasó… empecé a pensar en mi marido, en lo buen tipo que es, en los chicos maravillosos que tenemos, en nuestra vida tranquila y hasta te podría decir feliz y esa misma paz me hizo sentir mal… fue como saber que estábamos envejeciendo, que este presente por el que tanto luché estaba hecho de cosas cómodas, previsibles, pero que poco y nada tenía que ver con los sueños de otros tiempos…

-¿Algún problema con tu marido?

-Ese es el problema, que con mi marido no tenemos ningún problema, que todo anda tan bien que no hay motivos ni siquiera para enojarse. Trabajamos en lo que nos gusta; ganamos bien; nos vamos de vacaciones dos veces al año; dos o tres veces al mes recibimos amigos en casa; al cine o al teatro vamos por lo menos una vez por semana; los chicos andan bien en la escuela y no tienen más problemas que los que tienen cualquier chico de su edad y de su condición social…

-No quiero hacerte un chantaje emocional -le advierto- pero me parece que te estás dando lujos un tanto excesivos… Vivimos en una ciudad con más de cien mil personas inundadas, con más de la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza, matrimonios que no saben si van a comer esta noche y hombres duros y fuertes que lloran porque no le pueden pagar los estudios a los hijos; hay mujeres de tu edad que están paradas en las esquinas ejerciendo la prostitución para llevarle un pedazo de pan a sus hijos…

-Tenés razón -me dice- entiendo igual que vos todo lo que pasa; vos sabés que durante la inundación estuvimos trabajando en dos escuelas, ayudando día y noche a los evacuados, pero yo lo mismo estoy triste y si por una proeza de la naturaleza o de Dios el mundo fuera de pronto feliz, yo seguiría triste… no puedo evitarlo…

-Te entiendo -le digo- pero es mi obligación recordarte lo que está ocurriendo a tu alrededor…

S. asiente con la cabeza y se vuelve a quedar pensativa. Al rato veo que unas lágrimas le recorren la cara; la expresión no ha cambiado; no hay ni sollozos ni quejas, simplemente esas lágrimas silenciosas que les mojan las mejillas.

-Si por lo menos pudiera rezar -me dice.

-Si te hace bien… -le respondo.

Mueve la cabeza en signo negativo y se queda otra vez mirando la calle. Saco el pañuelo y le seco las lágrimas. Me mira y sonríe. Es una sonrisa leve, lejana, íntima, triste…

-Si por lo menos pudiera rezar -repite…

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