Alicia y Raúl

 

10 de agosto 2003

Se encontraron a la salida del cine. Hacía por lo menos dos años que no se veían y no sabemos si se extrañaban o si ya se habían acostumbrado a vivir separados. Un sabio de la Edad Media dijo que las casualidades no existen, y que todo encuentro casual es en realidad una cita establecida de antemano. Cualquiera puede refutar ese postulado, pero a veces los hechos son más fuertes que las refutaciones más elaboradas.

Alicia y Raúl es probable que no hayan programado el encuentro, por lo que estamos autorizados a creer que la responsabilidad de lo que sucedió la tuvo Eric Rohmer, el director de cine que los dos amaban, el mismo que años atrás los había juntado y que ahora volvía a reunirlos. Antes con los «Cuentos morales», ahora con «Las comedias y proverbios»…

La noche del encuentro tampoco fue casual. A los dos les gustaba salir los martes o los miércoles a la noche. Los fines de semana preferían quedarse en casa porque les fastidiaban las aglomeraciones. Ella pudo haberse quedado en su departamento corrigiendo exámenes, pero no lo hizo. Él esa noche había acordado salir con unos amigos, pero prefirió la cita con Rohmer… o con Alicia… ¿acaso alguien puede saberlo?

La historia que empiezo a contar sucedió un martes a la noche. LLovía y hacía frío. Además de su calidad estética, el cine de Rohmer -pero también el de Bresson o Godard- tiene una gran ventaja: a las multitudes no les interesa. Las salas casi vacías son un inconveniente económico para el dueño del cine, pero un beneficio evidente para los espectadores que pueden apreciar una película sin la interferencia de un señor que está comiendo una pizza al lado, o una buena señora que se atraganta con pororós mientras se esfuerza por entender qué es lo que está viendo o una parejita a la que no se le ocurrió nada mejor que empezar a contarse sus cuitas en medio de la película.

Los dos juran que el encuentro fue casual, pero cuando se vieron se saludaron como si se hubieran separado ayer. Él hizo un comentario sobre Rohmer que ella compartió con una sonrisa. «Son historias sencillas -dijo ella-, pero mientras ocurren pareciera que no hay nada en la vida más importante que esa historia». Él la miró a los ojos…

Salieron a la calle, al viento, al frío, a la lluvia. Él la protegió con su paraguas y ella dejó que la abrace. Alicia recordó otra noche de lluvia parecida y permitió que la mano de Raúl se apoye sobre su hombro. Llegaron a una esquina; él intentó parar un taxi pero iba ocupado; otro auto los salpicó a los dos y después del enojo llegaron las risas.

No hubo invitaciones ni sugerencias, pero los don ingresaron a un bar y se sentaron a una mesa en el fondo, al lado del ventanal, desde donde se distinguía la esquina de la plaza, las copas de los árboles iluminadas por el farol de la calle y los breves remolinos de agua. Ella se acomodó el cabello y encendió un cigarrillo. «Sigue fumando la marca de siempre», pensó Raúl y le miró las manos, los dedos largos que tantas veces se enredaban en sus cabellos o recorrían su cuerpo estremecido por las caricias.

Pidieron dos cogñac. Desde algún lugar llegaba una música suave. «¿Te acordás?» dijo Raúl. Alicia asintió con un movimiento y después dijo: «La sombra de tu sonrisa». Él sonrió, tomó un trago de cogñac y pensó que el próximo tema bien podría «Los molinos de tu pensamiento».

Desde que entraron al bar los dos sabían que esa noche todo estaba permitido y que el único límite eran las preguntas sobre el pasado. Raúl la tomó de la mano y sintió que ella presionaba con suavidad. Cuando la miró descubrió que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Pidieron otro cogñac y esta vez fue Alicia la que propuso un brindis para celebrar el encuentro. Raúl levantó la copa y en ese momento sintió la melodía de «Los molinos de tu pensamiento» interpretado por Quentin Williams. No hizo ningún comentario, pero le alcanzó su pañuelo para que se seque las lágrimas.

En algún momento decidieron retirarse del bar. Salieron a la calle desierta y apenas iluminada. La lluvia ahora era apenas una garúa. Él la abrazó y la besó en la boca con la delicadez de siempre. Ella le acarició los cabellos y le dijo en el oído una frase que sólo él escuchó. Se fueron caminando en dirección al bulevar.

El mozo del bar salió a la puerta y los vio alejarse hasta perderse en la noche. Sonrió, movió la cabeza con gesto resignado y después siguió acomodando las mesas.

de agosto 2003

 

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