La visita del insomnio

24 de agosto 2003

Estoy parando desde hace dos días en el hotel de una ciudad que no conozco. Durante la mañana caminé por sus calles, tomé café en un viejo bar cuyas ventanas daban a un parque arbolado, conocí una iglesia colonial y me impactó el rostro de un Cristo tallado en madera; visité dos o tres librerías y almorcé en un antiguo comedor atendido por un hombre rubio y grandote, que me habló de sus hijos que estudiaban en otro lugar.

A la siesta regresé al hotel y estuve leyendo hasta la tardecita. Me acomodé luego en el bar con mis cigarrillos y mi inevitable taza de café. Estaba cómodo, distendido y moderadamente feliz. Cuando salí a la calle ya estaba oscureciendo. Caminé por la zona sintiéndome el hombre más libre y solitario de la Tierra.

Era un día de semana y los chicos iban a la escuela y los mayores trabajaban. Pensé que a esa hora en muchísimas ciudades la gente estaría haciendo lo mismo. Pensé que yo estaba solo y que desde mi soledad miraba al mundo con ojos comprensivos, pero teñidos de cierta inevitable ironía. Pensé que alguna vez, yo también a esa hora estaba en mi ciudad haciendo las cosas que hacen todas las personas mayores.

A la noche regresé al hotel y cené acompañado de una buena botella de vino tinto. El café lo tomé sentado en un sillón y durante un buen rato estuve conversando con dos viajantes sobre la historia de la ciudad. Como a las once de la noche, me despedí de ellos y subí a mi cuarto.

Me di un baño con agua tibia y me acosté decidido a dormir. La pieza era amplia y mi cama estaba ubicada cerca de una ventana que daba a una galería. Apagué la luz y cerré los ojos, pero al rato supe que el sueño se resistiría en llegar. Durante un rato di vueltas en la cama y finalmente volví a prender la luz. En la mesa había una novela, pero recordé que en el bolso descansaba un álbum de fotografías de Cartier Bresson que había comprado esa tarde y decidí disfrutar de esas imágenes.

En algún momento me sentí cansado y volví a apagar la luz, esperando la visita del sueño. Los ruidos de la noche empezaron a cobrar su importancia: el ladrido lejano de un perro, los pasos de algún cliente del hotel por la galería, voces que llegaban desde lejos… En la oscuridad de la pieza, la mole del ropero, la sombra de las cortinas o la limpia superficie del techo parecían adquirir una particular importancia…

No suelo sufrir de insomnio, pero muy de vez en cuando estoy obligado a aceptar su compañía. A veces la lectura me ayuda a superarlo, pero otras veces no queda otra alternativa que resignarse. Cuando esto ocurre, dejo que los pensamientos vaguen a su gusto, pero debo admitir que por lo general esos pensamientos no siempre son agradables.

No sé en qué momento comenzaron los reproches y las preguntas incómodas: ¿qué estaba haciendo yo en el hotel de una ciudad desconocida?, ¿cómo era posible que estuviera satisfecho de mi soledad, cuando tantos amigos a esa hora están en su casa con su mujer y sus hijos? Las imágenes de otros años y de otros tiempos se hicieron presentes.

Junto con las imágenes llegaron los reproches, los recuerdos melancólicos y la terrible certeza de que, para bien o para mal, para mí ya no había posibilidad de retorno. No sé por qué motivos llegué a esa conclusión desencantada, pero debo admitir que la aceptación de un futuro solitario no me desagradó a pesar de los reproches del pasado.

Nunca me gustó dar consejos ni colocarme en el lugar de quien conoce todos los secretos de la vida y tiene respuestas para todo. Sin embargo, esa noche trataba de encontrar una respuesta satisfactoria a decisiones que yo mismo había tomado y que siempre me parecieron prudentes y justificadas.

Es verdad que estaba solo, pero no era menos cierto que esa soledad había sido elegida y no impuesta; es verdad que el precio de cierta libertad incluía la renuncia a ciertos afectos que alguna vez había disfrutado, pero esos afectos estaban percudidos; es verdad que mi soledad no estaba ahogada por la angustia, pero más de una vez me había preguntado si esa necesidad obsesiva de sentirme libre no le estaría infligiendo a mi vida un daño terrible.

Pensé, recordé escenas que creía olvidadas, traté de justificarme con mis pobres argumentos y en algún momento me quedó claro que siempre hay que pagar un precio por las decisiones que se toman.

Recuerdo que la luz de la madrugada empezó a dibujarse sobre la ventana. Miré el reloj y descubrí que ya eran cerca de las siete de la mañana. Estiré las piernas, acomodé la almohada y supe que una vez más el sueño llegaría con las luces de la madrugada.

Lucio N. Miranda

lmiranda@litoral.com.ar



Compartir:
Imprimir Compartir por e-mail

Todo el diario
TODOS LOS DÍAS.
• El Litoral
• Deportes
• Espectáculos

MIÉRCOLES
Motores y tendencias

SÁBADOS
CampoLitoral
Nosotros

DOMINGOS
Clasificados

Contactate

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *