La ultraizquierda ha logrado su objetivo: la provocación fascista contra Elena Cruz la ha transformado en mártir. No es la primera vez que los grupos ultra le hacen el juego a la derecha, pero hacía rato que no se veía un acto de provocación política, produciendo resultados tan eficaces.
Como para disipar cualquier duda o mal entendido, los legisladores troskistas y de Izquierda Unida se dedicaron luego a justificar a las bandas de energúmenos que demostraron su coraje civil y su vocación revolucionaria arrojando huevos y apaleando a dos ancianos de casi ochenta años.
Creo que es innecesario aclarar que no está en debate las ideas políticas de Elena Cruz o su amor por Videla o su controvertido derecho a asumir como legisladora; precisamente la virtud del «escrache» fue colocar en un segundo plano el debate político, dejando en la superficie el rostro bañado en sangre de Fernando Siro y los proyectiles lanzados contra Elena Cruz.
Lo más siniestro de todo es que estas aberraciones se cometen en nombre de la izquierda y de los derechos humanos. Para estos señores, ya no se trata sólo de agredir a militares o torturadores, en la lista ahora se suman los que simpatizan con ellos y a nadie le debe extrañar que por ese camino «dialéctico» concluyan alentando la liquidación de todos los que no trabajen por el «horizonte luminoso del socialismo».
El propio Altamira habló en la Legislatura reivindicando el carácter clasista de los derechos humanos. Según su punto de vista, los derechos humanos valen para los revolucionarios pero no para los contrarrevolucionarios. El problema es que la derecha piensa exactamente igual, pero en términos invertidos: los derechos humanos valen para «nosotros», pero no para «ellos». Por ese camino todas las aberraciones jurídicas y los crímenes políticos están justificados.
Altamira no lo dijo, pero su razonamiento lo deja pendiente: si la revolución es el objetivo máximo al que se deben subordinar todas las demás variables políticas, a nadie le debe llamar la atención que se persiga, proscriba y asesine en nombre de la revolución.
Si la sociedad es un campo de batalla entre enemigos que necesitan de la supresión física del otro para realizarse, no tiene sentido hablar de democracia, libertad o derechos humanos para todos. Como muy bien lo reiteró Altamira y lo afirma cualquier dirigente leninista argentino, palabras como «democracia», «ley», «libertad» o «derechos humanos» valen si sirven para el objetivo revolucionario y, por supuesto, dejan de tener actualidad si perjudican o perturban estos grandes objetivos.
Tampoco hace falta ser demasiado agudo para darse cuenta de que negar el carácter universal de los derechos humanos o entender la realidad como un campo de batalla, termina resultando funcional a las dictaduras de derecha que anulan las libertades, secuestran y matan a quienes no piensan como ellos o militan en trincheras diferentes.
Para cualquier duda al respecto, habría que repasar determinados discursos de Fidel Castro, ciertos escritos de Lenín y algunas arengas de León Trotsky justificando las ejecuciones de anarquistas y disidentes hasta el día, claro está, en que la máquina de matar que él contribuyó a poner en marcha se volvió en su contra.
Ya se sabe que la ultraderecha y la ultraizquierda razonan con lógicas parecidas, aunque también se sabe que es la derecha la que en el mediano plazo termina imponiendo su punto de vista. Lo sucedido con Elena Cruz el jueves pasado, verifica este axioma en toda la línea y prueba los peligrosos niveles de alienación de los dirigentes de cierta izquierda, que sólo es capaz de ganar los titulares de los diarios protagonizando escenas como éstas, ya que hasta la fecha ha demostrado su inutilidad absoluta para organizar a los trabajadores, o en constituirse como mayorías sociales o en pensar los caminos adecuados para construir una sociedad más libre, más justa y más humana.
Por suerte, en la Argentina, el único acontecimiento digno de comentar no fue el de Elena Cruz. Esta semana Ibarra ganó las elecciones en la ciudad de Buenos Aires, Solá hizo lo mismo en su provincia, el peronismo se impuso sin mayores dificultades en Jujuy y en Santa Cruz y en el Chaco ganaron los radicales, fuerza política que está muy lejos de ser una alternativa opositora, pero también está muy lejos de ser el cadáver político con su correspondiente certificado de defunción extendido por sus adversarios.
Los resultados políticos de los comicios nacionales favorecen a Kirchner, a quien a esta altura ya nadie le reprocha por ser un presidente con el veinte por ciento de los votos, que le recriminaban sus adversarios. Por el contrario, el miedo ahora no proviene de la presunta debilidad de Kirchner, sino de su excesiva fortaleza. Antes, los opositores hablaban de un Kirchner transformado en marioneta de Duhalde, ahora hablan de los peligros del autoritarismo y no vacilan en comparar al actual gobierno con el PRI mexicano o con Chávez.
Mientras los conservadores y la derecha tradicional, en sus diversas variantes, parecen alinearse en la oposición, los sectores progresistas saben que el destino de su causa depende de la suerte de Kirchner. Después de diez años de ejercer el poder de manera absoluta y de dejar al país en ruinas, la derecha pasa a la oposición y los progresistas merodean por el oficialismo.
Habrá que ver si efectivamente Kirchner es capaz de diseñar un proyecto progresista, pero más habrá que ver cómo funcionará el peronismo en un escenario en donde esta fuerza política pretende transformarse en oficialismo y oposición al mismo tiempo.
Se sabe que la realidad es más compleja que las construcciones teóricas que se elaboran para tratar de entenderla. La categoría derecha-izquierda, no alcanza para explicar todo, y los alineamientos oficialismo-oposición tampoco son tan rígidos y mucho menos en un país fragmentado y con lealtades políticas que escapan a las conceptualizaciones tradicionales.
Las generalizaciones son siempre riesgosas y en la Argentina suelen ser la coartada para llegar rápidamente al error. En Santiago del Estero, por ejemplo, la contradicción está más cerca de la hipótesis sarmientina de «Civilización o barbarie» que de cualquier categoría sociológica moderna. En Jujuy, con un gobernador que se presenta a la reelección violando la Constitución, la contradicción básica es república o autoritarismo. Y de Santa Cruz por ahora no decimos nada, porque la victoria del candidato radical en Río Gallegos lo dijo todo.
En el orden nacional, pareciera que el presidente mantiene su luna de miel con la sociedad y su romance con el progresismo, pero por debajo de la superficie es fácil registrar otros posicionamientos políticos cuyo destino aún es un enigma, aunque el centro de ese enigma es el propio peronismo, porque convengamos que el truco de estar a favor y en contra no va a durar mucho tiempo y habrá que ver, entonces, si aceptará ser liderado por Kirchner o si se transformará en su principal opositor.
Por lo pronto, la derecha está intentando encontrar un liderazgo que la represente, aunque por ahora sabe que con Macri, Reutemann, López Murphy y tal vez Puerta, está muy bien representada. Habrá que ver, asimismo, si la oposición a Kirchner será de signo peronista o se construirá una propuesta al estilo Macri y un liderazgo al estilo Reutemann, capaces de dejar contentos a los peronistas y muy tranquilos y satisfechos a los viejos y nuevos conservadores. Habrá que ver qué pasa con Duhalde y con Solá, sobre todo porque este último ahora es gobernador con votos propios y, por lo tanto, con ambiciones propias que no van a estar dispuestas a someterse a la voluntad de Duhalde.
Por el otro lado, la situación de los progresistas es un tanto más compleja. Los enunciados de Kirchner han arrastrado a posiciones oficialistas a quienes se sienten más cómodos haciendo la oposición que asumiendo las responsabilidades e ingratitudes del poder. Este progresismo no es obsecuente al gobierno, pero en los últimos meses en las cosas importantes lo ha estado apoyando.
El problema es que las credenciales progresistas de Kirchner son algo dudosas y demasiadas recientes o, para expresarlo de otra manera, el problema se plantea porque Kirchner -a pesar de todo- es peronista y ya se sabe la tendencia irresistible de sus dirigentes al hegemonismo, o su singular capacidad para hoy decir una cosa y mañana otra distinta, sin que se les mueva un pelo.
El problema, que se le plantea al ARI, por ejemplo, es que si a Kirchner le va bien no quiere decir que automáticamente al ARI le vaya bien, pero si a Kirchner le va mal, mucho peor le va a ir a los progresistas, porque la sucesión de Kirchner en este caso va a representar un retorno de la derecha, que ahora sí vendría para quedarse una larga temporada.