Sabemos que el gobierno está decidido a gobernar, pero no sabemos si la oposición está decidida a ser oposición. Tampoco sabemos si la oposición más importante será de derecha o de izquierda, pero tal como se presentan los hechos tememos que la oposición también sea peronista, con lo que una vez más el peronismo podría llegar a ser gobierno y oposición al mismo tiempo.
Kirchner ha dicho que está a favor de la transversalidad, pero daría la impresión de que a la mayoría de los caciques peronistas esa palabra no le gusta nada. Es más, algunos de ellos ya han lanzado una verdadera guerra santa contra semejante herejía.
La transversalidad para Kirchner significa ganar nuevos apoyos para su proyecto de gobierno. El presidente está convencido de que este objetivo es doctrinariamente correcto y políticamente posible. Doctrinariamente correcto porque la historia del peronismo es la historia de diferentes ensayos de transversalidad, una estrategia en donde lo que siempre estuvo en juego no fue la convocatoria de sectores no peronistas, sino quién sería el conductor de ese proyecto. Como le gustaba decir a Perón, el problema no son los ingredientes de la ensalada sino quién se la come.
Y Kirchner cree que la transversalidad es políticamente posible por dos razones: en primer lugar, porque la oposición progresista no tiene otras alternativas a mano y sabe que el fracaso de Kirchner significa el retorno de la derecha en cualquiera de sus variantes y, en segundo lugar, porque si bien en el peronismo no todos los caciques de la tribu están dispuestos a apoyarlo, no son pocos los que se están dejando seducir por los perfumes del poder, una tentación a la que todo peronista de ley cede tarde o temprano.
La oposición a la transversalidad se está transformando en la bandera de la derecha peronista. Muchos de los que hoy están en contra no dijeron una palabra cuando Menem convocó a Alsogaray, Cavallo, María Julia o los talibanes del Cema, por lo que está claro que más que estar en contra de una apertura en abstracto, a lo que se oponen es a la posibilidad de diseñar un proyecto progresista.
El presidente habla de transversalidad no sólo porque sospecha que con el aparato del peronismo no le alcanza para gobernar, sino porque teme que una parte importante de ese aparato le va a jugar en contra. La tradición del peronismo siempre ha invocado la lealtad como virtud principal, pero en realidad lo que siempre se ha practicado es la traición, y esa verdad Kirchner la conoce mejor que nadie.
Hoy el peronismo no es el de los años sesenta y mucho menos el de los tiempos de Juan Domingo. Su columna vertebral no es el movimiento obrero organizado, sino los punteros organizados por Duhalde en el provincia de Buenos Aires; sus caudillos más representativos no están en la clandestinidad y mucho menos en la resistencia: son gobernadores y muchos de ellos mandan en sus provincias como señores feudales o algo parecido.
No es casualidad que en todas las elecciones para elegir gobernador haya ganado en la inmensa mayoría de los casos el oficialismo. La tendencia al control del poder en las provincias es tan grande que este fenómeno se repite también con los gobiernos radicales, como lo demuestran los casos de Río Negro y Chaco.
El problema que provoca este control político es de orden monetario: sale muy caro, ya que para asegurar los votos son necesarios cada vez más planes sociales, repartos de beneficios y designaciones masivas en el Estado. No hace falta ser un experto en economía para saber que por este camino vamos derecho a la quiebra. A esto se le suma la manipulación de las leyes electorales, una habilidad que los peronistas santafesinos han practicado y practican -según se mire- con el talento de un artista o la habilidad de un fullero.
La estructura partidaria actual del peronismo despertaría la envidia de los conservadores del siglo XIX. La liga de gobernadores y el peso hegemónico de Buenos Aires entonces eran decisivos para asegurar la gobernabilidad del régimen. Hoy el peronismo es tributario de ese signo conservador, pero la diferencia que incluye Kirchner a este esquema es que está convencido que para asegurar la gobernabilidad, con el peronismo no alcanza.
Tampoco es un dato menor, a la hora de las comparaciones históricas, que en los tiempos de Roca el régimen electoral era fraudulento y hoy, más allá de algunas picardías, el sistema de elección es democrático. Si entonces era necesaria una reforma electoral para ampliar los derechos políticos, hoy es indispensable una reforma que despoje a los políticos del manejo de la asistencia social, otorgándole esa facultad a un Estado neutro y eficaz.
La crisis de representatividad de los partidos no se extiende al campo social. El peronismo es mayoritario políticamente, pero alrededor del cuarenta por ciento de los argentinos no es peronista. En otros tiempos esa base social la representaba el radicalismo y otros partidos menores; en la actualidad esto no ocurre, pero ello no quiere decir que haya habido un traslado en masa hacia el peronismo.
El reconocimiento de esa realidad es lo que lo impulsa a Kirchner a abrir juego hacia otras regiones de la política. Hasta ahora el resultado más importante lo ha obtenido en la ciudad de Buenos Aires, pero la transversalidad de Kirchner no hay que confundirla con un acuerdo de partidos políticos, sino como una alianza social en donde, como ya lo decíamos, el liderazgo de Kirchner está fuera de discusión.
Para oficialistas y opositores el gobierno de Kirchner genera más interrogantes que certezas. Para algunos, el estilo K está hecho de fuegos de artificios, para otros es un programa serio orientado a afianzar la nación y ampliar el mercado interno y garantizar el desarrollo. Pero en lo que todos están de acuerdo es que las dificultades que se le presentan son enormes y, por lo tanto, nadie está dispuesto a asegurar que podrá cumplir con los objetivos declarados.
Durante la campaña electoral Kirchner se preocupó por diferenciarse de Menem, y apenas se hizo cargo del gobierno le demostró a los argentinos que no era ni De la Rúa ni Duhalde. Tal vez en el futuro nos recuerde a todos que está decidido a ser Kirchner, un logro difícil de obtener porque en política lo más difícil es parecerse a uno mismo, mérito que sólo algunos pocos lograron: Yrigoyen, Perón, tal vez Frondizi y Alfonsín, y paren de contar.
Si es cierto que gobernar es comprar problemas, Kirchner ha comprado un gran problema al hacerse cargo de la presidencia. Por ahora no los ha resuelto, pero convengamos que la manera de encararlos le está dando buenos resultados. Se dice que en el futuro lo esperan los momentos más difíciles, pero cualquiera sabe que el futuro siempre es complicado, entre otras cosas porque no es mucho lo que sabemos de él. Por lo pronto, es bueno que alguien haya decidido hacerse cargo de la crisis argentina; de aquí en más sería deseable que esa responsabilidad sea compartida por todos.