Privilegios del vicio; beneficios de la virtud

A Horacio Usandizaga ya no le quedaban ni votos ni futuro político. Lo que ignorábamos es que, además, se le había terminado la vergüenza. La imputación no es personal ni privada; es política y tiene que ver con los gestos públicos. Siempre se supo que en la provincia existió un acuerdo entre Usandizaga y Reutemann, (hoy se le llama pacto de gobernabilidad, en su tiempo Yrigoyen lo hubiera calificado de contubernio) lo que no se sabía es que el acuerdo iba a derivar en una relación de sometimiento.

Llama la atención que un político que en algún momento fue el referente más fuerte de la provincia, concluya su carrera aceptando un puesto en el que daría la impresión que es más importante el sueldo a cobrar que los servicios a prestar. Llama la atención esta confesión descarnada de que para cierto tipo de político es más importante la solución de su problema individual que la defensa de los intereses públicos.

No sabemos cuál va ser el desempeño de Usandizaga en el Enress, pero hay derecho a sospechar que los intereses públicos no van a estar bien protegidos por un hombre que prefirió la gloria de la riqueza a la riqueza de la gloria. La trayectoria pública de Usandizaga, su rechazo y abierto desprecio a la política, sus desplantes rayanos en la vulgaridad a todo lo que fuera tradición y vida partidaria, encierra una lección acerca de aquellos hombres que conquistan el voto fácil a través de discursos en donde, el ataque a la política, no es en realidad una crítica a sus vicios sino a sus virtudes.

Desde esa perspectiva, es probable que a Usandizaga no haya nada que reprocharle, ya que lo suyo sería la consecuencia de una trayectoria coherente de quien colocado ante el dilema de defender el interés privado o el interés público no vacila en decidirse por lo personal.

De todos modos, no deja de ser sorprendente el proceso de sumisión ante Reutemann. El hombre que en 1991 fue el más votado; el hombre que en 1995 siguió siendo el preferido por los santafesinos; el rosarino que los vecinos de su ciudad llegaron casi a idolatrar, arriba al final de su carrera política mendigando un cargo público con un sueldo -eso sí- que casi duplica al de gobernador, pero que lo transforma de aquí en más en una especie de sirviente, y en un personaje que los santafesinos deberemos avergonzarnos por haber creído durante más de diez años que podía haber sido la solución de algunos de nuestros males.

La anécdota es representativa de una manera de entender la política por parte de algunos dirigentes y, en un plano más general, de la perversa relación que existe entre interés público y beneficio personal. Ya se sabe que en la Argentina uno de los problemas más graves que existen es esta tendencia a creer que el Estado es un botín de los gobernantes cuyos contenidos se reparten entre amigos, parientes y compadres. El vicio atraviesa a todos los partidos políticos y una de sus consecuencias manifiestas es un Estado ineficiente y corrupto, minado por inútiles y acomodados.

El problema no es nuevo, pero se ha agravado en las últimas décadas. La costumbre de valerse del Estado para rehacer fortunas personales o enriquecer a determinadas élites, está presente en los orígenes de la organización nacional, al punto que las principales fortunas de la denominada oligarquía terrateniente de entonces se hicieron gracias al reparto de tierras públicas programadas por el flamante Estado nacional. La costumbre de instalar parientes en la administración pública, fue una práctica de la que ya se quejaba Domingo Faustino Sarmiento.

Empresarios, sindicalistas, militares, religiosos y políticos se han valido sistemáticamente del Estado para solucionar problemas personales. En la actualidad, pareciera que las mismas mañas ejercen algunos dirigentes piqueteros. En todos los casos, el Estado es el botín, el tesoro, la recompensa o el patrimonio a repartir entre particulares. La Argentina no es el único lugar en donde se practican estas «habilidades», pero si se hiciera un ranking mundial es muy probable que ocupemos los primeros puestos.

Lo curioso que esto ocurre en un país al que se le reprocha una cultura estatista, cuando en realidad lo que abunda es una cultura tendiente a saquear al Estado. La enfermedad se reproduce en todos los niveles y se manifiesta desde el humilde ñoqui al que le pagan 200 pesos para hacer nada, al vástago inútil de una familia patricia que cobra sueldos de cuatro o cinco mil pesos, muchos de los cuales posiblemente se encuentren en la agenda privada de Reutemann.

Pero también están los negocios que se hacen desde y con el Estado, al punto que en la Argentina bien podría hablarse de un modelo de acumulación capitalista fundado en el saqueo permanente de las arcas públicas. Lo notable es que en más de un caso estas patologías se desarrollaron alegremente en tiempos de hegemonía económica liberal. El caso de María Julia Alsogaray tal vez sea paradigmático. Hija de una familia tradicional, su padre fue el oráculo del liberalismo económico y el crítico despiadado del estatismo. Sin embargo, existen muy buenas razones para sospechar que la fortuna de la polifuncionaria menemista se rehizo y se amplió gracias a sus diligencias estatales.

Teóricamente no es complicado promover una amplia reforma estatal y política, pero ya se sabe que en los hechos esta iniciativa sería resistida por la legión de beneficiarios de estos negocios. El tema no es menor. No hay posibilidades en la Argentina de emprender un cambio en serio en cualquier dirección sin una reforma estatal profunda.

Los cargos de la administración pública deberían ser ocupados a través de concursos limpios y los partidos políticos no deberían designar más que dos o tres colaboradores inmediatos. La asistencia social debería ser tan impersonal y neutra como es hoy la educación pública, en donde los alumnos que reciben ese beneficio no están pensando que el «favor» se lo deben a un puntero radical, peronista o conservador. En los países serios la solidaridad es «invisible», mientras que aquí, los partidos políticos hacen sus campañas electorales repartiendo beneficios.

Por supuesto que la historia argentina está colmada de antecedentes nobles en la materia, y algunos hasta son exagerados. Pensemos, por ejemplo, en Elpidio González, el vicepresidente de Alvear, que terminó vendiendo anilinas en la vía pública; o en la entereza moral y profesional de Ramón Carrillo. Alfredo Palacios nunca llegó a tener casa propia; Lisandro de la Torre llegó al fin de sus días casi fundido. No hablemos de Illía porque lo suyo raya casi en la santidad, pero hablemos, por ejemplo, de Aldo Tessio o de Sylvestre Begnis o de Luciano Molinas, hombres íntegros, de una sola pieza, capaces de mirar a sus hijos a los ojos sabiendo que no tienen nada que reprocharse y que ellos en el futuro se sentirán orgullosos de usar ese apellido. Repito: hablo de hombres que prefirieron ser ricos en virtudes y no en propiedades y que entre un buen sueldo y una buena memoria optaron por dejar una buena memoria.

Los pueblos pueden acertar o equivocarse a la hora del voto, pero nunca se equivocan en el juicio histórico. Por eso Molinas, Tessio y Sylvestre Begnis están donde están. No sé si lo mismo va a suceder con Usandizaga o Reutemann, por más que en estos diez años fueron los más votados

Es verdad que con la austeridad no alcanza para gobernar un país, pero no es menos cierto que no hay país posible si no existe una clase dirigente que conmueva y predique con el ejemplo. Como decía ese otro gran santo del radicalismo, Moisés Lebenshon: «Doctrina para que nos entiendan y conducta para que nos respeten».

Pero tampoco habrá cambios en serio si cada uno de nosotros no se propone a actuar conformes a las exigencias de nuestra conciencia moral, privilegiando en cada uno de nuestros actos los valores de la solidaridad y la inteligencia. No hay buenos gobiernos si no existen buenos pueblos; pueblos decididos a defender causas justas, ciudadanos dispuestos a tomar decisiones racionales, hombres y mujeres más preocupados en desarrollar las virtudes del corazón que en lanzarse frenéticamente a una carrera de consumo y apropiaciones que nos enriquecen por fuera, pero nos empobrecen por dentro

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