La derecha le reclama al gobierno que reprima a los piqueteros. La exigencia la hacen en nombre del orden. El reflejo represivo es un factor constitutivo de la cultura de derecha, muy parecido al reflejo de la izquierda dogmática, quienes antes que pensar en los beneficios humanitarios de la supuesta revolución, disfrutan imaginando los paredones que van a levantar para fusilar disidentes.
Desde la cultura democrática se responde a estas exigencias diciendo que a veces en nombre del orden lo que se asegura es el caos. Esta verdad la aprendió Duhalde el día que quiso hacerse el guapo con los piqueteros y terminó anunciando su retiro del gobierno cuando aún los cadáveres de Santillán y Kosteki estaban tibios. Esa verdad parece no terminar de aprenderla su esposa Chiche, que sigue creyendo que el orden político se parece al orden de su cocina o de su dormitorio.
Ningún demócrata puede privarse de la facultad de reprimir, pero todo demócrata sabe que esa es una facultad a usar en última instancia y cuando ya se agotaron todas las posibilidades de diálogo y -sobre todo- cuando la sociedad reclama de manera contundente que se proceda a tomar una decisión fuerte.
Winston Churchill reflexionado sobre este tema decía que «esperemos que nunca lleguemos a creer que la seguridad es la robusta hija del temor y la supervivencia la hermana melliza de la aniquilación». Es verdad que todo estadista serio sabe que en política sólo hay una cosa más grave que reprimir y es no reprimir a tiempo, pero en sociedades democráticas un político que suponga que su popularidad va a nacer de la represión tiene las horas contadas o, en su defecto, quien tiene las horas contadas es la propia democracia.
Napoleón, que no era precisamente un blandito, decía que «con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos pretender gobernar sentado sobre ellas». Se sabe que el arte de gobernar reclama comprensión, capacidad para persuadir y autoridad para imponer la voluntad. En tiempos de monarquías absolutas la represión la legitimaba la propia autoridad del monarca y así y todo siempre se temía la respuesta popular. Carlos IX, el rey que ordenó la famosa masacre de San Bartolomé en el siglo XVI, le dijo casi al borde del llanto al duque de Guisa: «Está bien, id y matadlos, pero matadlos a todos, que no quede ni uno vivo, para que luego no venga nadie a reprochármelo».
En las sociedades modernas no se manda, se gobierna; no se impone, se acuerda, no se monologa, se dialoga. El gran talento de Hipólito Yrigoyen, lo que lo distinguió de los conservadores fue su comprensión de la nueva realidad social que se había creado en la Argentina y de la inevitable necesidad de gobernar democráticamente, es decir, respaldado en el voto y reconociendo la legitimidad de los actores sociales.
Los conservadores de la Generación del Ochenta eran brillantes y habían entendido algunas de las claves del desarrollo económico, pero estaban convencidos de que habían nacido para gobernar y que el ejercicio del poder era absoluto, porque suponían que el pueblo estaba condenado a vivir siempre en la minoría de edad.
Yrigoyen es el primer presidente argentino cuya fuente de legitimidad no es la riqueza o el linaje sino el voto popular. Muchos radicales eran ricos y pertenecían a las clases altas («Las vacas en la provincia de Buenos Aires son radicales», le gustaba decir a Hardoy), pero el rasgo distintivo de la UCR, lo que la diferenciaba de los conservadores y la transformaba en una fuerza política de cambio, era esa legitimidad popular nacida del voto.
Pero el otro tono novedoso de Yrigoyen fue su reconocimiento a la legitimidad del conflicto social. Para los conservadores la huelga de los obreros era directamente un delito cometido por malhechores que no merecían otra cosa que ser apaleados por la policía. Las leyes de Residencia y de Defensa Social fueron la manifestación jurídica de esa actitud que transformaba al conflicto social en un episodio policial.
No todos los conservadores pensaban lo mismo, como lo demuestra el proyecto del Código de Trabajo presentado por Joaquín V. González, pero convengamos que esta expresión reformista fue minoritaria, al punto que la propuesta de González fue rechazada por el Congreso.
La actitud de Yrigoyen va a ser otra. El ha venido a reparar y no está dispuesto a ser una variante más del régimen. Don Hipólito no es socialista y mucho menos anarquista, pero entiende que en el reclamo social hay una exigencia básica de justicia y supone que quienes militan en los sindicatos pueden estar equivocados, pero no son delincuentes. En su estilo, Yrigoyen dice más o menos lo mismo que declaran hoy los ministros de Kirchner: «No vamos a judicializar el conflicto», es decir, no van a transformar en una variante policial lo que es un problema social.
Cuando en 1917 se inicia la huelga de los trabajadores marítimos, los grandes bonetes del empresariado lo visitan al presidente para reclamarle que saque el ejército a la calle e imponga el orden. Fue entonces cuando Yrigoyen les preguntó: ¿»Esta es la única propuesta que ustedes tienen para ofrecerle al presidente de todos los argentinos?». Y acto seguido les dijo que él iba a intervenir pero no para ordenar palos, sino para dialogar con los trabajadores y escuchar sus razones, porque «este gobierno ha venido a terminar con los privilegios».
Por primera vez en la historia argentina los dirigentes sindicales ingresan a la Casa Rosada para hablar con el presidente de la Nación. La indignación que provocó entre las clases altas esta decisión de Yrigoyen fue antológica. Los señores patricios no podían imaginar que por los salones de la Casa de Gobierno caminase esa despreciable chusma que no merecía otra cosa que los garrotes y la cárcel.
Como frutilla del postre, Yrigoyen no sólo recibe a los gremialistas, sino que además falla a favor de ellos. Desde ese momento, las expresiones más reaccionarias del pensamiento conservador saben que Yrigoyen es un peligro, porque en su afán de agradarle a todo el mundo es capaz de realizar las concesiones más inaceptables. Algo parecido dice hoy Julio Ramos, cuando condena a Kirchner por dialogar con los piqueteros.
Yrigoyen no es ingenuo. Sabe que el conflicto social está extendido en todo el país y que es necesario intervenir y arbitrar. Entiende que con algunos sindicalistas es posible el diálogo y entiende que con otros no va a quedar otra alternativa que la represión.
Otro tema de debate es lo sucedido en la Semana Trágica o en la Patagonia, pero lo que importa es destacar la visión de un demócrata acerca del modo de elaborar el conflicto social. En definitiva, lo que se está estudiando es la relación que se establece desde el poder con las clases populares.
Desde otra perspectiva, los propios conservadores reformistas trataron de asumir la realidad desde una mirada más amplia que el simple gesto autoritario. También los dirigentes más lúcidos del conservadorismo creyeron que no era posible sostener la legitimidad apoyado en el fraude. Ni Indalecio Gómez ni Roque Saénz Peña eran utopistas; por el contrario, nunca dejaron de ser conservadores y entendieron que la mejor manera de defender los intereses oligárquicos pasaba por ampliar el consenso estableciendo nuevas reglas de juego.
La llamada ley Saénz Peña sancionada en 1912, puede entenderse como una estrategia para construir nuevas bases de legitimidad sobre la base de permitir la incorporación de los radicales y los socialistas. Es así como a los derechos civiles reconocidos por la Constitución de 1853 se suman ahora los derechos políticos.
También estos conservadores reformistas tuvieron durísimas oposiciones internas y sus decisiones en el futuro van a ser cuestionadas por los sectores más duros, que jamás le van a perdonar a Saénz Peña y su séquito haber sancionado una ley que permitiría la llegada de la chusma radical al poder. Caudillos fraudulentos y camanduleros como Marcelino Ugarte y Benito Villanueva nunca estuvieron conformes con la ley Saénz Peña. Y si por ellos hubiera sido, el fraude electoral debería haberse mantenido vigente hasta el fin de los tiempos o hasta que llegase «la hora de la espada» como va a decir en su momento Leopoldo Lugones.
Es verdad que los conservadores reformistas entendían que la ley Saénz Peña reclamaba para realizarse de la constitución de un partido conservador democrático y de masas. En los comicios de 1916 Lisandro de la Torre y Alejandro Carbó intentaron expresar ese deseo, pero lamentablemente la maquinaria tradicional de los caudillos conservadores terminó imponiéndose. Como diría el jefe de la Liga Patriótica, Manuel Carlés: «Estoy de acuerdo con la Constitución de 1853, pero mientras exista una sociedad como la de 1853…». Carlés sabía de lo que estaba hablando.
La derecha argentina en sus versiones salvajes nunca va a confiar en la democracia. En 1930, convencidos de que por el camino de las urnas no tienen destino van a promover el primer golpe de Estado, con lo que se dará inicio al nefasto ciclo de golpes de estados que va a distinguir por más de cincuenta años a la política criolla.
Las consecuencias de aquellos errores los seguimos pagando hoy. La derecha sigue creyendo que los palos y la prepotencia resuelven los problemas, y los reformistas suponen que es necesario trabajar otro tipo de legitimidad. Como le gustaba decir a Tocqueville: «La historia es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias».
Esta verdad de Perogrullo la conocieron mejor que nadie los propios dirigentes de la Iglesia Católica de los años veinte, cuando plantearon al gobierno la consigna «Remingtons o casas», es decir, represión o satisfacción de demandas populares.
A partir de entonces, con las contradicciones del caso, se empiezan a construir las grandes barriadas populares de la ciudad de Buenos Aires. Los trabajadores dejaron de estar hacinados en los conventillos y empezaron lentamente a trasladarse a sus casas propias.
Sistemas de créditos generosos y estímulos al ahorro en un país que desconocía la inflación, permitió desactivar a las versiones más radicalizadas del anarquismo. Los resultados al respecto fueron aleccionadores. Los trabajadores dueños de su propia casa e integrados a un barrio se transformaron en vecinos y contribuyentes.
Ahora ya no exigían la revolución social; ahora tenían algo que defender o algo que perder y por lo tanto sus reclamos van a adquirir el tono de la moderación de quienes ya se sienten parte del sistema. Como le gustaba decir a Pareto: «Para que un orden perdure es necesario que los pueblos tengan religión y los gobernantes inteligencia».
No sé si hoy los piqueteros tienen religión, pero daría la impresión que la táctica de Kirchner es inteligente. La contradicción no es reprimir o no reprimir, sino integrar o no integrar. La alternativa no es nueva y las soluciones están en nuestra historia. Como le gustaba decir a Chesterton: «Amigo mío: el mundo ya era demasiado viejo cuando nosotros descubrimos que éramos jóvenes».