Es probable que ni el propio Reutemann esté satisfecho con su última gestión. Para su consuelo, hay que decir que se hace muy difícil gobernar en el contexto de una crisis recesiva profunda y en un país en donde durante casi tres años todos los índices económicos y sociales fueron negativos.
Es más, para los «posibilistas» esta gestión de Reutemann fue por lo menos buena, porque atendiendo tantos vientos en contra mantuvo las cuentas en orden, no despilfarró recursos de manera irresponsable y ejerció un liderazgo político a lo largo y a lo ancho de una provincia cuyo rasgo distintivo es la existencia de por lo menos dos fuertes centros de poder territorial.
Conservador y pragmático, sin una gota de imaginación pero con una inusual capacidad para la maniobra política y el ejercicio silencioso pero implacable de la autoridad, Reutemann logró gobernar casi sin oposición o con una oposición complaciente que a través de Usandizaga le consintió y le apoyó no sólo los errores, sino también los excesos y las oscuridades.
De más está decir que esos servicios estuvieron bien pagados, incluida la cuota impiadosa de humillación, ya que no de otra manera merece calificarse la designación en el Enress, una suerte de tumba política libremente elegida por la víctima para ganarse unos pesos y desaparecer de la historia como un personaje que en el futuro inspirará sentimientos más cercanos a la lástima que al odio.
Winston Churchill fue el que dijo que «La diferencia entre la guerra y la política es una sola: en la guerra se muere una vez, en política se puede morir varias veces». ¿Cuántas veces murió Usandizaga?; ¿Cuántas veces está dispuesto a morir Reutemann?
Se sabe que Reutemann llegó a la política de la mano de Menem y con el auspicio de Reviglio. La publicidad intentó presentarlo como algo diferente, pero lo cierto es que en sus líneas centrales el ex corredor de Fórmula Uno nunca dejó de tributar afectiva e intelectualmente a sus dos padrinos políticos.
Un conservador liberal y lúcido como Aguirre Cámara siempre decía que «la inexperiencia política nunca puede ser título para gobernar». Sin embargo, esa dudosa virtud más que un título para Reutemann llegó a ser un mérito. En efecto, al momento de hacerse cargo del poder, el «apóstol mudo de la Setúbal» ignoraba las normas más elementales de la política, al punto que bien podría decirse que un chico de séptimo grado con una lectura ligera de Educación Democrática conocía más que él del funcionamiento del Estado y de las instituciones.
Atendiendo a su ignorancia de origen no es poco lo que ha aprendido. Reutemann carece de cultura libresca y su inteligencia linguística está por debajo de la de un coya, pero su capacidad de observación y de aprendizaje práctico es realmente notable. Como Juárez Celman, nuestro «filósofo de Guadalupe» podría decir que aprendió política viendo cómo dos niños se repartían una torta, aunque en el caso que nos ocupa, la torta no era precisamente de chocolate y los niños bien podrían llamarse, por ejemplo, Rubeo, Vernet y Reviglio.
De la realpolitik, daría la impresión que lo que ha aprendido han sido más sus vicios que sus virtudes. Como buen conservador, Reutemann no cree en teorías que no le interesan ni las entiende, pero cree en las realizaciones prácticas que derivan del ejercicio minucioso y a veces inescrupuloso del poder.
De su maestro Carlos Menem aprendió que las palabras no valen nada y que hoy se puede decir una cosa y mañana otra, sin que haya que rendir explicaciones por ello. También aprendió que el poder se ejerce con sentido práctico y que el recurso más eficiente para gobernar en una república con división de poderes es someter a las instituciones a la voluntad del gobernante, acomodando para ello a parientes y amigos en los organismos de control.
Wittgenstein dice que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Si las palabras del aristócrata vienés son ciertas, el mundo de Reutemann no es más extenso que el de su chacra en LLambí Campbell. En su defensa podríamos citar a Groucho Marx, cuando dice que «Es preferible permanecer en silencio y pasar por tonto, que abrir la boca y despejar toda duda».
Instalado en ese espacio cultural, se entiende que haya dicho que cualquier argentino tiene una cuenta de un millón de dólares en el extranjero, o que haya justificado su ineptitud para enfrentar la inundación diciendo que a él nadie le había avisado, o que defienda la ley de Lemas porque él había llegado con la ley de Lemas, o que se haya hecho el distraído con el tema de Massat diciendo que él no estaba en sus calzoncillos (sic), o que reitere que una noche fue amenazado, pero que no va a dar el nombre de quien lo amenazó, como si la amenaza a un gobernador fuera un tema privado. Carlos Marx fue el que dijo que, «para que los pecados sean perdonados, la humanidad debe llamarlos por su propio nombre»
Con respecto a su actitud de no dar nombres, también mantuvo un silencio a medias, ya que nunca terminó de aclarar qué es lo que vio el día que renunció a ser candidato a presidente. Aceptemos que Reutemann ha logrado aprender las picardías y las astucias del político «pecho frío», pero carece de la fibra consistente del estadista. En ese sentido, es probable que su renuncia a la presidencia de la Nación haya sido un servicio honesto prestado a todos los argentinos, porque no hace falta ser un oráculo para saber lo que hubiera pasado con Reutemann presidente en temas tales como la Corte Suprema, la negociación de la deuda, los acuerdos con el Mercosur, las relaciones con Lula, el aumento de las tarifas o las negociaciones con los jefes piqueteros.
Digno alumno de su padre de Anillaco, es incapaz de mirar al mundo más allá del estrecho rasero de sus intereses, apuntalado en una visión de la vida mezquina y miserable. Como Bush, Reutemann muy bien puede ser calificado de analfabeto funcional, es decir, de alguien incapaz de leer un texto medianamente complejo y resumirlo en pocas palabras por escrito.
¿Cómo pudo gobernar entonces? Sencillamente, porque un analfabeto puede desarrollar otras habilidades y recursos que compensen esa limitación, aunque a esa pregunta sería interesante observar cómo la responden los santafesinos que lo votaron. Por mi parte, entiendo que es la historia la que nos enseña que una sociedad muy bien puede ser controlada por gobernantes que sólo tengan dos o tres ideas fijas. Como decía Andrés Guide: «Os ruego que no me comprendais demasiado de prisa»
Está claro que el resultado de esa experiencia no va ser estimulante ni va a trascender en el futuro, pero la pregunta básica en democracia no apunta a dilucidar por qué a la hora de gobernar Einstein fracasa y el Soldado Chamamé o algunos de esos ensayos faranduleros triunfan, sino por qué una mayoría relativa prefiere al Soldado Chamamé.
Reutemann se presenta en el escenario político como la figura encargada de superar los vicios cometidos por los gobernantes peronistas Vernet y Reviglio. Paradójicamente los mismos responsables del fracaso inventan a la figura encargada de sucederlos. Como no podía ser de otra manera, esa figura «superadora» tenía que tener el perfil de Reutemann: ídolo deportivo, conservador y con una imagen medianamente honesta.
Convengamos que sólo el peronismo es capaz de una operación de ese tipo y sólo el peronismo con su estómago de avestruz puede digerir desde un fascista a un guerrillero y desde un nacionalista a un personaje de la farándula deportiva, sin que ninguna de esas mudanzas altere en lo fundamental su estructura y sus adhesiones. Dicho con otras palabras, si el peronismo nos obsequió con Isabel, López Rega, Lastiri y Menem, agregar al paquete la figura de Reutemann es casi un lujo asiático.
Los historiadores evaluarán en el futuro su gestión. Hoy puede decirse que Reutemann llegó a la política santafesina como consecuencia del fracaso de la política y deja el gobierno con la misma sensación de fracaso. Reutemann no es el producto de nuestras victorias como sociedad, sino la consecuencia -la menos mala si se quiere- de nuestras derrotas como pueblo.
Sus últimos gestos de gobierno, la designación de un virtual monaguillo del obispo en el Ministerio de Educación, el festival de acomodos de parientes y amigotes en la administración pública, la capacidad inagotable para rodearse de mediocres e ineptos, dice más de sus condiciones de estadista y de su ética que cualquier análisis científico.
Antes de tomar esas decisiones, Reutemann debería haber recordado aquella reflexión de Stuart Mill: «El mérito del Estado es el mérito de los individuos que lo componen; con hombres mezquinos no se puede realizar nada verdaderamente grande». Sin embargo, él se empecina en suponer que obró bien. Consultado por los periodistas sobre la moralidad de sus actos, responde que la ley lo autoriza. Esa incapacidad rayana con la inimputabilidad para distinguir la dimensión de la ética es lo que lo conecta casi visceralmente con Menem. Reutemann es incapaz de distinguir las diferencias entre ética y ley, del mismo modo que está inhabilitado para pensar metafóricamente. Para él un poema que diga: «Un símbolo, una rosa te desgarra y te puede matar una guitarra» es una idiotez o una imprecisión conceptual ya que, según entiende, con una guitarra no se puede matar a nadie.
Es cierto que la realidad tiene sus luces y sombras y que en todo gobierno hay errores y aciertos. De todas maneras, no será necesario esperar el veredicto de la historia para saber que cualquier gobierno puede equivocarse al tomar una decisión, pero lo que es más difícil de aceptar son los errores que cuestan vidas.
Reutemann podrá dar muchas explicaciones o recurrir a sus habituales y significativos silencios o balbuceos, pero se me ocurre que cuando pasen los años y se contemple en el espejo, es probable que desde la profundidad de la imagen aparezcan los rostros inocentes y puros de quienes murieron en las recientes inundaciones. Y también es posible que cuando se mire las manos, siempre le parecerá ver en ellas las manchas de sangre de los siete jóvenes asesinados en Rosario.
Se sabe que para cada episodio existe una excusa que lo justifica. Reutemann podrá decir que no tiene nada que ver con las muertes de Rosario porque él ni las deseó ni las ordenó, pero un gobierno es responsable de la seguridad de los ciudadanos y se sabe que si él hubiera intervenido como corresponde esas muertes no se hubieran producido.
Se ha dicho que Reutemann es el retorno de los viejos conservadores al poder: los mismos apellidos, la misma visión de clase, la misma concepción cortesana del poder. Al respecto, las diferencias con Manuel Iriondo son visibles, pero las coincidencias son inquietantes. Reutemann ha tenido más poder que Manuel Iriondo en su tiempo y su legitimidad no ha estado mancillada por el fraude, pero Iriondo ha sido más talentoso y su gravitación nacional más consistente. Con todo, detalles más, detalles menos, hay algo que Reutemann e Iriondo comparten como un destino común, y es que, así como Iriondo aún tiene que seguir dando explicaciones por la muerte del general Conrado Risso Patrón, Reutemann seguirá hasta el fin de sus días dando explicaciones por los muertos de Rosario y los muertos de Santa Fe.