Cromagnón: ¿Quiénes son los culpables?

Lo sucedido en República Cromagnón es una metáfora de la Argentina: empresarios tramposos, funcionarios venales y barbarie social. De los empresarios tramposos y los funcionarios venales las investigaciones están bastante avanzadas y sería deseable que los culpables paguen sus faltas como corresponde.

La única sanción que resulta difícil de establecer es la que le corresponde a quienes precipitaron la tragedia lanzando las bengalas. Allí la Justicia se muestra impotente porque el derecho puede sancionar faltas o delitos individuales, pero se hace bastante más complicado sancionar acciones colectivas.

Apenas ocurrida la tragedia se habló de dos o tres bengalas y de dos o tres responsables. Ahora se sabe que hubo más de treinta bengalas lanzadas al aire. También se sabe que el espectáculo se publicitaba anunciando el disparo de bengalas y que ese ejercicio pirotécnico era y parece seguir siendo una constante en esta clase de recitales.

Lo sorprendente es que mientras la publicidad difundía la imagen de las bengalas lanzadas al aire, en la puerta del local los responsables de la seguridad cacheaban a los ingresantes porque supuestamente las bengalas estaban prohibidas. También en este aspecto la metáfora de una Argentina habituada al doble discurso vuelve a expresarse: afiches publicitarios anunciando el espectáculo con bengalas incluidas y, simultáneamente, prohibición de ingresar aquello que parece ser la sal del recital.

Se dice que el empresario Chaban advirtió sobre el peligro de las bengalas. Esa advertencia puso en evidencia dos cosas: que Chaban conocía el peligro y por lo tanto deberá responder ante la Justicia la pregunta de porqué no aseguró -por ejemplo- que la puerta de emergencia estuviera abierta. Pero al mismo tiempo los espectadores también estaban al tanto del peligro que corrían y sin embargo, la reacción de los jóvenes ante la advertencia fue la de proferir una salva de insultos y burlas.

Chaban está preso, es probable que se pase una larga temporada entre rejas, es probable que después de semejante tragedia nunca más pueda caminar por las calles de Buenos Aires, pero ¿qué responsabilidad asume la multitud que, advertida del peligro que corría, persistió en su conducta?, ¿qué responsabilidad asumen los padres que permiten que sus hijos menores de edad asistan a recitales que suelen convertirse en campos de batalla, tierra de nadie, territorio en donde todas las pulsiones están permitidas?

La bromita de los muchachos rockeros y cumbiamberos costó ya 190 vidas. Esa responsabilidad no se elude, al menos completamente, echándole la culpa al Estado o a los empresarios. Hay también una responsabilidad social que alguien debería asumir. Si me advierten que no lance bengalas porque se corre el peligro de detonar una tragedia, y si se presume que soy una persona razonable, no puedo después hacerme el inocente y echarle la culpa al Estado porque lancé la bengala y se produjo exactamente aquello que se me había advertido que podía ocurrir.

Se podrá decir que no todos tiraron bengalas. Es verdad: no todos tiraron bengalas, pero fueron muchos los que lo hicieron y fueron muchos más, muchísimos más, los que silbaron a Chabán cuando informó sobre el peligro. En una sociedad democrática, donde el poder vale pero el ciudadano también vale; en una sociedad democrática, donde los manifestantes salen a la calle y se constituyen en sujeto colectivo reclamando indemnización y castigo, ¿qué responsabilidad le cabe a esa otra multitud que en un local nocturno precipitó la tragedia?

Los hombres no sólo son responsables ante la ley, también lo son ante su conciencia y ante la moral media de una sociedad. Está bien que se reclame por justicia, que Chabán esté entre rejas y que Ibarra explique rápido y bien por qué no hizo lo que debía hacer; pero alguien se tiene que hacer cargo de la imbecilidad criminal de la multitud y esa responsabilidad no se puede eludir invocando las culpas del Estado o de los funcionarios. En caso contrario, estaríamos admitiendo que todos somos idiotas, que la libertad no existe y que el Estado debe hacerse cargo de nosotros como si fuéramos menores de edad o algo peor.

Digamos que la libertad exige el precio de la responsabilidad. Hasta en la sociedad más estatista, el Estado sólo puede hacerse cargo de una porción de la seguridad de las personas, la otra parte depende de los ciudadanos. Aceptamos que en «República Cromagnón» el Estado y los empresarios no cumplieron con su tarea, pero ello no libera de responsabilidad a las personas que estando en condiciones de decidir optaron por un comportamiento criminal o suicida.

No me interesa dramatizar o plantear soluciones ilusorias, pero recuerdo que en la India, Mahatma Gandhi se hizo cargo de una masacre contra los nativos y salió con sus seguidores a la calle a pedir disculpas por lo que acababa de ocurrir. ¿Es tan descabellado pedirle a los que sobrevivieron a la tragedia que salgan a la calle a pedirle disculpas a las 190 personas que murieron por su inconciencia? Claro, resulta más cómodo echarle la culpa al Estado -que la tiene-, o a los empresarios -que también la tienen-, que hacerse cargo de la propia barbarie. Tal vez no sea casualidad que en la Argentina no haya lugar para los Gandhi y sí haya lugar para Castells y los energúmenos de Quebracho. Tal vez no sea casualidad que la única y exclusiva institución de base que hemos sabido crear se llame «barra brava». Tal vez no sea tan azaroso que el único instrumento popular que respetemos y consideremos un símbolo nacional sea el bombo, cuyo sonido primario y elemental sólo puede hacer bailar a los monos y… a los cromagnones…

Repito: no me interesa disculpar al Estado y a los empresarios, pero me indigna que la canallada que precipitó la tragedia quede impune o que muchos de los que salen a la calle a insultar policías y a pedir la cabeza de funcionarios arrojando piedras y bengalas, sean los mismos que arrojaron en el recital las bengalas que iniciaron el drama.

Todo debe investigarse en serio. Se debe indagar, por ejemplo, si la seguridad estaba a cargo del grupo Callejeros y, también, si no fueron ellos o sus esposas o sus amigos los que ingresaron las bengalas. ¿Quién cerró el portón que aseguraba una salida de emergencia?, ¿quiénes estaban más interesados en que no hubiera colados o en permitir el ingreso de mayor cantidad de gente, Chabán o los muchachos de Callejeros?

La ciudad de Buenos Aires también va a pagar su precio y está bien que así sea. Es necesario terminar con los funcionarios ineptos y corruptos porque su venalidad terminan provocando daños criminales. Es que, en realidad, lo ocurrido no ha hecho más que poner en evidencia cosas que todos conocíamos o sospechábamos. Lo que resulta injusto, desde todo punto de vista, es que el precio a pagar para saber aquello que todos sabíamos, hayan sido las vidas de 190 jóvenes muertos por asfixia, con los pulmones intoxicados por el carbono, sintiendo que la vida se les escapaba miserablemente mientras a su alrededor todo era oscuridad y sólo se oía el jadeo de los que se estaban muriendo o de los que peleaban por sobrevivir.

No es justo morir envenenado como una alimaña, pisoteado por la multitud, con los ojos desorbitados y el corazón fuera de la boca; no es justo morir a los veinte años, sobre el filo del año nuevo y cuando la vida recién está anunciando sus primeros brotes. La muerte nunca es justa, pero morir asfixiado en la oscuridad por culpa de la imbecilidad de muchos y de la inescrupulosidad de funcionarios y empresarios es algo que indigna y subleva.

Si el Estado hiciera lo que corresponde, el titular de un local nocturno debería responder con su patrimonio. Pero como es sabido, estos locales están a nombre de otros: a veces de un mozo, a veces de un jubilado, a veces de una pacífica ama de casa; es decir, de personas que no están en condiciones de responder por la rotura de un vaso.

Los locales nocturnos son inseguros porque casi toda su estructura está montada sobre la ilegalidad. Se coimean inspectores, se evaden impuestos, se lava dinero, se arregla con policías, se trafica con delincuentes. El desprecio por la ley se extiende al desprecio por la vida de las personas. Ningún empresario quiere que en su local haya muertos, pero da la impresión de que la inercia cultural es tan fuerte que cuando se llega a una situación límite no saben qué hacer o son incapaces de impedir la tragedia.

Se sabe que las trampas existen, pero lo más grave es que desde ciertas zonas del poder se permita que funcionen y, en más de un caso, se colabora para hacerlas más sofisticadas. Incluso los más inescrupulosos tranquilizan la conciencia diciendo que, de todos modos, nunca va a pasar nada grave. Hasta que la tragedia se precipita y entonces la implacable y leve oscilación de las llamas iluminan no sólo un escenario dantesco de dolor y muerte, sino también de corrupción, insensibilidad y vicios.

La rosca mafiosa integrada por empresarios de la noche, punteros políticos y funcionarios corruptos es conocida y, además, bueno es saberlo, no funciona solamente en Buenos Aires. El ambiente de la noche siempre ha vivido en las orillas del sistema. Por un motivo u otro, la noche fue y es el escenario por donde circula el lavado de dinero, la droga, la prostitución y las principales lacras sociales. Hay excepciones, por supuesto, pero no son más que eso: excepciones.

Es probable que en en ese mundo duro, despiadado, brutal y a veces patético, haya chispas de poesía, arrebatos de lealtad y heroísmo, pero esa estética nacida del dolor, del agotamiento y de la derrota de los más débiles no autoriza a desconocer el carácter ruin y miserable de los personajes que fundan sus fortunas sobre la base de la explotación de los más indefensos, los más desesperados o los más jóvenes…

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