«Somos éticos cuando nos hacemos responsables del mundo como si fuera nuestra creación» Jean Paul Sartre
A más tardar dentro de dos meses República Cromagnon será una cifra, un recuerdo desagradable, una mención estadística. Sólo los familiares mantendrán vivo el dolor de la pérdida y es posible que la experiencia perdure en la memoria de quienes pudieron sobrevivir de esa trampa de humo y veneno que se abrió aquella fatídica noche del 30 de diciembre. La muerte de 191 personas le otorgó al incidente una dimensión trágica, pero en los tiempos que corren los pueblos no son afectos a vivir demasiado tiempo encerrados dentro de la tragedia.
Conociendo las falencias de nuestros sistemas de seguridad, los niveles de corrupción en el estado y entre los sectores empresarios; conociendo las conductas rayanas en la imbecilidad de ciertas franjas de la juventud, lo que más llama la atención es que la tragedia no hubiese ocurrido antes.
Se dice que las personas razonables y virtuosas son aquellas que aprenden de sus propios errores. La pregunta a responder en estos casos es si los responsables se harán cargo de sus culpas y si en el futuro podrán evitarse tragedias como esta.
Las respuestas a estos interrogantes están relacionados y su contenido compromete no sólo al sistema institucional sino a la sociedad en su conjunto. Pretender reducir las culpas a una sola persona o un exclusivo protagonista es un acto de mala fe o de ignorancia, lo cual para el caso viene a ser lo mismo. Pretender obtener réditos políticos de la tragedia es, además de una canallada, un soberano acto de oportunismo y una manifestación de desprecio a quienes murieron y a quienes hoy los están velando.
En tragedias como la ocurrida hay lugar para las lágrimas pero no puede ni debe haber lugar para las sobreactuaciones y las farsas. El oportunismo político de la derecha macrista y la izquierda fanática no puede hacer perder de vista que un sector importante de la sociedad está más interesado en aprender de la tragedia que en cebarse contra chivos expiatorios.
Es importante que la principal autoridad política de la ciudad de Buenos Aires deba dar explicaciones a los legisladores y a toda la sociedad sobre lo que ocurrió y que, además, admita sus errores y pida disculpas por no haber podido impedir el desenlace trágico. Sólo en sociedades democráticas es posible este escenario en donde los titulares del poder público están obligados a rendir cuentas de sus actos.
El gran desafío que se nos presenta a los argentinos es cómo compatibilizamos la autoridad con la libertad, o los beneficios de una sociedad libre con los límites que toda sociedad libre exige para poder ser tal. Se hace muy difícil, por no decir imposible, asegurar la convivencia social cuando lo que se alienta son las conductas ilegales y el rechazo a todo tipo de autoridad. Resulta patético observar que los mismos que se sublevan ante la menor observación de un inspector o un policía sean los que luego, cuando ocurren las tragedias, salgan a la calle a reclamarle al estado porque no ejerció la autoridad.
Se dice que los seres humanos somos los únicos habitantes del planeta que tropezamos dos veces con la misma piedra. No sé si los argentinos nos incluimos en esa categoría, pero atendiendo al desarrollo de los acontecimientos y a lo que se observa en la calle todos los días, creería que hay buenos motivos para ser pesimista.
La reciente ola de inspecciones y clausuras de locales comerciales ponen en evidencia las dificultades que se le presentan al estado para llevar adelante sus objetivos mínimos. Digamos en principio que en este tema toda la Argentina está fuera de la ley. De las irregularidades no se salva nadie, desde el más opulento edificio público y privado al más modesto kiosco. «Todos somos Cromagnon» o «Todos somos Chabán» hoy sería la consigna que mejor nos expresa.
Pero no terminan allí los problemas. Las clausuras y suspensiones han dado lugar a toda clase de juicios contra el estado y a la movilización de quienes se ven perjudicados por estas decisiones, movilización que en algunos casos incluye a los trabajadores, prisioneros de la dependencia laboral y doblemente humillados en su carácter de trabajadores en negro obligados a salir a la calle a defender a los mismos que los explotan.
Hace unos días la prohibición de que ingresen más jóvenes a un local produjo como resultado el insulto y las agresiones contra los inspectores. Supongamos que presionados por la violencia de los manifestantes los inspectores hubiesen permitido el ingreso de ellos y luego se hubiera desencadenado una tragedia. ¿Qué habría pasado? Que los mismos vándalos que agredieron a las autoridades al otro día estarían en la calle reclamando indemnizaciones o acusando al estado por no haber impuesto su autoridad.
Si a este panorama perverso le sumamos la corrupción del estado, sus deficiencias burocráticas y las dificultades que se presentan para operar con personal en muchos casos no calificado y con salarios bajos, tenemos una idea aproximada de las dificultades existentes, dificultades que no se resuelven agitando consignas sensacionalistas o especulando con beneficios políticos bastardos.
El problema de la Argentina es el Estado, su funcionamiento, la eficiencia de sus empleados y la calidad de sus funcionarios. Pero el problema en la Argentina es también una cultura degradada, una tendencia a desentenderse de las propias responsabilidades.
Néstor Ibarra, y los políticos y funcionarios en general, deberán aprender de una buena vez que mucho más importante que preocuparse sobre futuras candidaturas o seguir con atención obsesiva las variaciones de las encuestas, es dedicarse a asegurar el funcionamiento eficaz de la maquinaria estatal, es decir, a gobernar como corresponde, entre otras cosas porque están para eso y para eso los votaron.
Los empresarios deberán saber que el mejor camino para asegurar las ganancias de sus empresas pasa por cumplir con la ley. La mención es oportuna porque existe en la Argentina una cultura empresaria más o menos representativa que cree, o se empecina en creer, que buenos negocios y violación de las leyes es una excelente ecuación. No son pocos los empresarios en la Argentina que suponen que lo más inteligente en estos casos es coimear a los funcionarios convencidos, además, de que los corruptos son los funcionarios y ellos son unos santos.
Por su parte, los jóvenes deberán hacerse cargo de sus deberes, ya que si los comportamientos de amplias franjas juveniles persisten en sus tendencias autodestructivas no habrá ni Estado protector, ni empresarios que puedan protegerlos de su deseo compulsivo de destruirse. Hoy está de moda adular a la juventud y por lo tanto nadie se anima a recordarles a los jóvenes sus deberes. Pareciera que lo correcto en estos temas es la demagogia en sus versiones más groseras y miserables.
República de Cromagnon con su tendal de muertos y heridos es el resultado de esa pedagogía en la que la supuesta libertad nunca compromete y en la que pareciera que todo está permitido, incluso el derecho a suicidarse colectivamente. Como se podrá apreciar, República Cromagnon es algo más que un boliche para adquirir la estatura de una monstruosa metáfora de una Argentina educada en la violación de las leyes.
No hay nada de revolucionario o de rebelde en esa subcultura lumpen y banal; la barbarie no se puede confundir con crítica a un orden injusto; la violencia salvaje no puede identificarse con los proyectos de cambio o las reformas tendientes a construir una sociedad más justa o mas libre. República Cromagnon culturalmente es la antesala del fascismo, el recinto en donde se incuba el huevo de la serpiente, la puesta en escena de bandas rockeras que alientan las bengalas y la transgresión mientras especulan con la avidez de un usurero sobre sus ganancias.
Las padres, y los familiares en general, deberán aprender que mucho más importante que llorar la muerte de un ser querido es preocuparse para evitar que ello ocurra. Educar para la libertad no excluye el ejercicio razonable de los deberes. Sólo las personas responsables son libres salvo que alguien crea que la libertad es sinónimo de conductas instintivas o salvajes. Por lo menos, esas fueron las enseñanzas de los grandes filósofos de la libertad: Albert Camus o Jean Paul Sartre