Kirchner y la Iglesia Católica

La prudencia política aconseja no abrir tantos frentes de tormenta porque, cuando ello ocurre, los vientos desatados tarde o temprano terminan barriendo al imprudente. La reflexión viene a cuento porque el presidente Kirchner parece que no está en paz consigo mismo si, una vez a la semana, por lo menos, no se pelea con algunos de los poderosos de la Argentina.

Lo que el gobierno dice, en estos casos, es que ellos no abren frentes de tormenta; por el contrario, lo que hacen es cerrarlos. La respuesta es ingeniosa, inteligente, Jauretche la hubiera aplaudido, pero habría que ver si es verdadera.

En principio, resulta tentador creer que lo que Kirchner está haciendo es poner en su lugar a ciertos factores de poder acostumbrados a hacer lo que se les da la gana en un país que, gracias a esas costumbres de los poderosos, se ha ido hundiendo en una prolongada y exasperante decadencia.

Los críticos del presidente señalan que lo ocurrido es una prueba más de su autoritarismo o de su desequilibrio mental o de su aptitud para inventar conflictos en los que él se asigna el lugar de héroe. Con un toque de humor, podríamos decir que, más que un primer mandatario, lo que tenemos es un primer actor, un personaje que inventa escenarios, interpreta libretos, nos hace creer que lo que sucede es verdadero y, cuando cae el telón, descubrimos que estábamos presenciando una comedia, un grotesco o una tragedia.

Cada uno es dueño de creer sobre Kirchner lo que mejor le parezca, pero, para no ser tan arbitrarios, habría que preguntarse si no es posible ensayar un criterio un tanto más objetivo para comprender lo sucedido, más allá de los inevitables apasionamientos.

A la política no se la puede abordar con la pasión primaria de un hincha de fútbol. El barra brava ingresa a la tribuna sabiendo a quién va a alentar y no le interesa que su equipo juegue bien o mal, sino que gane. En política, lo deseable sería que la verdad sea más importante que la pasión y que la comprensión se impongan al instinto.

Entiendo que ese objetivo no es fácil de lograr, pero se me ocurre que es un buen punto de partida para situarse ante una realidad que, por definición, es compleja y, por lo tanto, se resiste a ordenarse en esquemas preconcebidos o en polarizaciones cómodas.

En primer lugar, es importante situar el conflicto. El gobierno no tiene problemas con la Iglesia Católica y mucho menos pone en discusión sus dogmas. El gobierno tiene problemas con un obispo que se llama Antonio Juan Baseotto, funcionario religioso que en su momento hizo declaraciones públicas contra el ministro de Salud, Ginés González García, recurriendo a una frase bíblica que, en el más suave de los casos, es grosera desde todo punto de vista.

El que así habló no es un curita de pueblo, sino una de las autoridades máximas de la Iglesia Católica, un obispo castrense cuya actividad se desarrolla en el interior de las Fuerzas Armadas.

Ningún sacerdote salió a avalar las palabras de Baseotto, pero tampoco ningún sacerdote salió a cuestionarlas en serio. Se dice que en el lenguaje de la Iglesia el silencio suele ser a veces más expresivo que una condena. Puede ser. Pero ocurre que las declaraciones de Baseotto fueron estruendosas. Y, si bien para el interior de la Iglesia el hábito del silencio acusador puede ser muy sugestivo, esa sensación no tiene por qué vivirla el Estado nacional.

Los expertos en temas religiosos señalan que, de acuerdo con el Derecho Canónico, Baseotto no cometió ninguna falta. Que yo sepa, en la Argentina, lo que rige es el Derecho Positivo y no el Derecho Canónico. También en estos casos las verdades del Derecho Canónico no son necesariamente las verdades del Estado nacional.

No sé que ocurre en el Vaticano cuando un diplomático o un funcionario la emprende contra un cardenal o un obispo. En la Argentina, como en la mayoría de los Estados occidentales, estas licencias no se permiten o, por lo menos, no son gratuitas.

Para decirlo con otras palabras, no fue Kirchner quien atacó a un funcionario religioso; a la inversa, fue un funcionario religioso el que la emprendió contra un ministro del presidente. Lo que debe quedar claro es que a la provocación la inició Baseotto, y no a la inversa. Se podrá discutir, de aquí en más, qué es lo que corresponde hacer ante una provocación, pero en principio es importante destacar lo obvio porque, como decía André Gide, «Las cosas que importan más decir son aquellas que muchas veces he creído que no debía decirlas porque me parecían demasiado evidentes».

Se dirá que el tema de fondo no son las declaraciones imprudentes de Basotto, sino la cuestión del aborto. Se dirá que el error del obispo fue haber expresado con algo de torpeza una verdad esencial. No estoy de acuerdo con esta interpretación. En política y, sobre todo en temas diplomáticos, los modales son importantes y, a veces, decisivos. Baseotto tiene derecho a oponerse al aborto; lo que no tiene derecho es a recurrir a frases que, dichas por un obispo castrense amigo de los dictadores, evocan una de nuestras peores tragedias.

El conflicto, por lo tanto, no es religioso, es político. Repito, no está en discusión la Santísima Trinidad, lo que se discute de manera puntual es la torpeza de Baseotto. No conozco los vericuetos diplomáticos del Vaticano, pero se me ocurre que, si al actual embajador argentino en la Santa Sede, Carlos Custer, se le ocurriera hacer declaraciones amenazadoras contra Sodano o Ratzinger, sus días en el cargo estarían contados.

La otra alternativa que se le presentaba al gobierno era mirar para otro lado o dejar que el paso importante lo diera la Iglesia. La respuesta del Vaticano fue decepcionante para el gobierno. La confirmación de Baseotto cerró todo tipo de conversación. Se dice que hubo algunas reuniones secretas, que el Vaticano se comprometió en un futuro cercano a licenciar al obispo provocador. Pero lo cierto es que la respuesta pública fue la confirmación en el cargo y, como frutilla del postre, quien recibe la noticia no fue el canciller, sino el ministro de Defensa, otra torpeza diplomática que quienes han sido los fundadores de un estilo diplomático hecho de sutilezas no se pueden permitir.

¿Hizo bien o hizo mal el gobierno en remover al obispo? Por ahora, no interesa responder a esta pregunta con un o un no. Lo que importa es tratar de entender por qué hizo lo que hizo. La designación de un obispo castrense reclama algunas exigencias que no están presentes en el caso de otros obispos. El ámbito de las Fuerzas Armadas es el ámbito del poder militar cuya comandancia suprema está a cargo del presidente. Un obispo castrense tiene toda la libertad religiosa que la ley le reconoce, pero también todas las exigencias que nacen de la responsabilidad de su cargo.

No sé que haría otro presidente en su lugar. Tal vez algunos habrían optado por mirar para otro lado; otros directamente se habrían sometido a las exigencias de la Iglesia. Kirchner prefirió no dejar pasar por alto esta falta. Baseotto no deja de ser obispo, puede seguir diciendo todas las misas que quiera, pero el presidente considera que en ese cargo no puede estar un hombre cuyas posiciones sobre las dictaduras y los derechos humanos no son las que defiende el actual gobierno.

Algunos podrán estar en desacuerdo con esta decisión; lo que no se puede decir es que sea extemporánea o ilegal. Como tampoco fue extemporáneo o ilegal haber recordado a otro obispo de extrema derecha, monseñor Aguer, su solidaridad con un estafador financiero, como respuesta a las acusaciones de éste a supuestos episodios de corrupción

En la Argentina estos problemas no son nuevos, y en otros tiempos, han sido mucho más graves. En 1865, Bartolomé Mitre tuvo un serio conflicto con el delegado apostólico monseñor Marini, porque el sacerdote consideraba que el gobierno nacional no estaba en condiciones de ejercer el patronato.

Pero el conflicto más serio ocurrió durante el gobierno de Julio Argentino Roca. Como consecuencia de las llamadas leyes laicas la Iglesia Católica, inició una movilización que en algunos casos llegó a confundirse con la subversión. Debido a ello, fue expulsado el nuncio apostólico, monseñor Luis Mariano Mattera. Eduardo Wilde comunicó la decisión de Roca al obispo y el ministro de Instrucción Pública, Filomeno Posse, dijo en esos días que «la santa libertad ha sido reconquistada y de aquí en más un hombre no marchará a la hoguera por no creer en Jesús».

No terminaron allí los problemas. Los obispos del interior estaban molestos con las maestras protestantes traídas por Sarmiento. Los actos de provocación fueron tan evidentes que Roca decidió separar del cargo a los obispos Emilio Clara, Buenaventura Risso Patrón y Demetrio Cau. En la misma movida fueron cesanteados de la Universidad de Buenos Aires José Manuel Estrada y Emilio Lamarca y, para coronar la jugada, se suprimió el presupuesto a cinco seminarios diocesanos.

La Argentina entonces rompió relaciones con el Vaticano. Roca no era un jacobino ni un extremista, era un presidente a quien le gustaba ejercer el poder y entendía que la máxima autoridad política en la Argentina era el Estado. Como prueba de su buena fe, durante la segunda presidencia (1898-1904) reinició las relaciones con el Vaticano y, cuando uno de sus amigos se lo reprochó, le dijo que «un político es un hombre prudente y no una mujer histérica que odia para toda la vida».

Los problemas de la Iglesia con Perón fueron los más escandalosos. Ningún gobierno en la Argentina enfrentó a la Iglesia con tanta beligerancia como lo hizo Perón. Lo sorprendente es que, ocho años antes, la Iglesia había llamado de hecho a votar por Perón y éste había pagado el favor permitiendo la enseñanza religiosa en las escuelas.

Pues bien, entre 1954 y 1955, Perón legalizó el divorcio y los prostíbulos, suprimió los feriados religiosos y, como frutilla del postre, alentó a sus sicarios para que quemasen los templos, previa expulsión a los obispo Tato y Novoa.

En un reciente reportaje, el director de la revista católica Criterio, José María Poirier, dice con visible ironía que los católicos con los peronistas mantienen el síndrome de mujer golpeada. Esto quiere decir que aman al déspota que las maltrata. ¿Ocurre así entre los católicos y los peronistas, sobre todo entre esos católicos a quienes se les llenan los ojos de lágrimas cada vez que cantan la Marchita? También el conflicto entre Kirchner y la Iglesia podría ser elaborado desde la relación planteada por Poirier.

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