Le hegemonía del peronismo en la Argentina está fuera de discusión; también está fuera de discusión que la responsabilidad de esta hegemonía no es culpa de los peronistas, sino de la oposición. A diferencia de los tiempos del primer peronismo, hoy no existen disposiciones institucionales orientadas a asegurar la hegemonía peronista. La mayoría peronista existe porque la oposición ha sido incapaz de hacer algo diferente. El peronismo puede transitar del populismo liberal corrupto de Menem al populismo socialdemócrata en versión patagónica de Kirchner sin inconvenientes, porque la oposición ha dejado todos los espacios libres para que ello ocurra.
En algún momento postulé que al peronismo había que definirlo como un formidable dispositivo de poder, apuntalado por una efervescente mitología. A un peronista de raza lo que le importa es el poder: clerical, izquierdista, liberal, conservador son simples detalles funcionales a la estrategia fundamental.
Hoy, lo mitológico en el peronismo es cada vez más débil, pero lo que se mantiene intacto es la voracidad por el poder. Hoy, a ningún peronista se les llenan los ojos de lágrimas por Evita, y el nombre de Perón cada vez se pronuncia menos. Lo que mantiene vivo al peronismo, entonces, no son ni sus vagos principios teóricos, ni la memoria de un pasado irrepetible, sino el deseo compulsivo, desenfadado, de poder.
Ahora bien, en política, cualquier partido aspira al poder y pretende perpetuarse en él. Esto les pasa a los socialistas en Chile, a los colorados en Uruguay, a los conservadores en España. La diferencia con Argentina es que la oposición pone límites a este deseo compulsivo. Precisamente, la vigencia del pluralismo se justifica en nombre del control republicano, de los límites a la tentación por el poder.
En la Argentina esto no ocurre. La oposición ha desertado o ha renunciado de hecho a ejercer esta tarea. Es que, más allá de los esfuerzos de algunos dirigentes, el peronismo puede hacer lo que mejor le parezca. Puede girar de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha, del clericalismo militante al laicismo agnóstico, de las relaciones carnales al antiimperialismo procubano, sin pagar mayores costos, porque los partidos de la oposición se lo han permitido con sus errores, sus capitulaciones y sus corruptelas.
Una posibilidad de entender la política es a través de la teoría de los ciclos. En el devenir histórico, el péndulo gira a la izquierda, y luego, a la derecha. En los países normales, el cambio de ciclo coincide con el cambio de oferta política: al ciclo conservador le sucede, por ejemplo, el socialista.
En la Argentina eso no sucede: los ciclos cambian, pero el que se mantiene en el poder es el peronismo. Es más, tan ineficaz resultó la oposición que fue incapaz de derrotar a Menem. Por el contrario, los sepultureros de Menem fueron Duhalde y Kirchner, mientras que la oposición no hizo otra cosa que capitular por la vía de los acuerdos, las corruptelas o, directamente, la ausencia de imaginación.
Sería injusto reprocharle al peronismo esta capacidad para cooptar a la oposición, neutralizarla o someterla a su dirección. Al oficialismo no se le puede reprochar que haga exactamente lo que todo oficialismo sueña con hacer. A la que hay que reprocharle es a la oposición, que no hace lo que toda oposición en el mundo hace: oponerse con inteligencia, presentarse como alternativa, esforzarse por asegurar su unidad interna y rechazar los cantos de sirena del oficialismo.
No es indiferente al destino de una república que el oficialismo sea hegemónico. El precio que pagan las instituciones y la credibilidad pública es alto, muy alto. Discutir el poder exclusivamente en el interior del oficialismo enrarece el debate, lo miserabiliza y lo transforma en una disputa salvaje por cuotas de poder, donde lo único que está ausente son los problemas reales de la sociedad.
Lo que sucede en provincia de Buenos Aires es significativo. Todos saben que quien gana la interna peronista gana inmediatamente las elecciones nacionales. Pero lo más curioso no es que peronismo sea el número puesto. Lo más curioso es que ninguno de los temas que supuestamente preocupan al ciudadano de esta provincia está planteado en el debate interno.
En efecto, la provincia de Buenos Aires es el paradigma de los males que sufre la Argentina: pobreza, marginalidad, corrupción, delincuencia, inseguridad, clientelismo. Los peronistas discuten el poder, pero no discuten las condiciones del poder porque aceptan lo que existe. Y el que gane lo hará porque ha tenido la habilidad de apoyarse en los factores que reproducen la larga lista de vicios que distinguen a la provincia de Buenos Aires.
El teorema propuesto por el peronista Lamberto «Mientras haya pobres habrá peronismo» es exacto y coloca a Lamberto a la altura de Thales de Mileto y Pitágoras. Si interpretamos al teorema, podría decirse que, si desapareciera la pobreza, el peronismo dejaría de existir o de ser mayoritario, de lo que se deriva que el peronismo está muy interesado en que los pobres nunca abandonen esa condición.
Las manzaneras de doña Chiche en Buenos Aires o los punteros peronistas en Santa Fe cumplen con ese requisito: dan lo mínimo para asegurar la dependencia política. La autonomía económica, el crecimiento cultural, es decir, los objetivos de cualquier política transformadora y humanista no interesan. Por el contrario, deben ser combatidos porque, de realizarse, cuestionarían la dependencia, con lo que el teorema vuelve a confirmarse una vez más: «Mientras haya pobres habrá peronistas».
En nuestra provincia, este paradigma se cumple puntualmente, y donde ese cumplimiento supera la excelencia es en la ciudad de Santa Fe. Al respecto, la comparación con Rosario es desoladora. Hace unos meses, la ciudad de Rosario fue reconocida por las Naciones Unidas como un ejemplo de gobernabilidad democrática: las señales de crecimiento cultural, económico y social son evidentes.
Por el contrario, en Santa Fe lo único que crece son la pobreza, la marginalidad. El único aprendizaje de los niños pobres es el de la mendicidad; el único horizonte de los pobres, seguir hundidos en la miseria; su única esperanza es el consuelo de saber que son cada vez más; la única palabra de aliento que recibieron del intendente fue ejemplificadora: si no les gusta la ciudad, váyanse a vivir a otro lado; su única movilidad es la de asistir a los comicios a votar mansamente por los mismos que les aseguran seguir padeciendo su cotidiana desdicha. Digamos que, en la ciudad de Santa Fe, el «teorema Lamberto» funciona con una perfección que estremece.