La elección de Joseph Ratzinger para ocupar el sillón de Pedro era previsible, tal vez demasiado previsible. Si alguna vez se creyó que el candidato a Papa no era el que señalaban con anticipación las encuestas, lo sucedido la semana pasada demostró la inconsistencia y fragilidad de estas especulaciones.
No es mi competencia opinar acerca de la voluntad del Espíritu Santo en esta elección, aunque modestamente se me ocurre que no era necesaria una intervención tan importante para decidir aquello que, dicho en términos seculares, era lo que la institución reclamaba en la actual coyuntura o aquello para lo que la institución se había venido preparando en los últimos veinte años.
A nadie debería sorprenderle que el cónclave de cardenales haya elegido a un Papa conservador; la novedad habría sido la elección de un Papa progresista. Los periodistas especializados en las cuestiones del Vaticano adelantaban que los cardenales habían sido designados en su mayoría durante el magisterio de Juan Pablo II, por lo que la elección del Papa no sería demasiado ajena a lo que Wojtyla hubiera deseado.
Si alguna duda hubo al respecto, la decisión del pasado martes la terminó de disipar: más de las dos terceras parte de los cardenales -con o sin ayuda del Espíritu Santo- optaron por elegir a la persona que durante veinte años fue la mano derecha -en el sentido físico y político de la palabra- de Juan Pablo II. Digamos que el comportamiento de los cardenales no sólo fue previsible, sino leal y respondió en términos institucionales a una lógica instrumental y racional. Dicho con otras palabras, no sólo no hubo sorpresas y todo fue muy previsible, sino que se decidió atendiendo a los intereses más evidentes, prácticos y visibles de la institución.
Conocido el nombre del flamante Papa, las reacciones en el interior de la Iglesia también fueron previsibles: los conservadores manifestaron su satisfacción y los progresistas, su desencanto. Pasado el primer momento, las posiciones tendieron a invertirse: los conservadores declararon que el Papa no iba a ser tan conservador como lo pintaban y los progresistas admitieron que a lo mejor los sorprendía con alguna novedad progresista.
Digamos que, de aquí en más, se abre un compás de espera y el Papa será juzgado o evaluado en términos terrenales no por lo que diga, sino por lo que haga. Criterio que, dicho sea de paso, es el que se emplea para juzgar a todos los funcionarios con independencia de su investidura o del principio de legitimidad que invoquen.
De todos modos, la contradicción entre conservadores y progresistas no es lo único que explica la dinámica interna de la Iglesia Católica. Interrogado un teólogo acerca de si prefería un Papa de derecha o de izquierda, respondió diciendo que, en principio, lo que prefería era un Papa inteligente. Si esta opción fuera la que importa, la elección de Ratzinger fue una de las más acertadas, en tanto estamos ante un refinado intelectual cuyos méritos han sido reconocidos por creyentes y no creyentes.
A mi modesto criterio, la Iglesia ha sido históricamente conservadora en tanto siempre se propuso conservar ideas, visiones religiosas y tradiciones. Ese conservadurismo no necesariamente debería estar reñido con los cambios, siempre y cuando estén muy justificados y no quede otra alternativa que hacerlos. Mientras tanto, lo más seguro -y tal vez lo más justo- es conservar el pasado y desconfiar de las nuevas ideas y las exigencias de las modas.
Ratzinger se ubica en ese contexto, su formación intelectual y su conocimiento de la vida interna de la Curia lo transformaron en el candidato mejor situado para conducir a la Iglesia Católica en los próximos años. Que lo haga bien o mal dependerá de múltiples factores, pero no creo, en principio, que su condición de conservador sea un obstáculo. Por otra parte, nunca debe perderse de vista que, si una institución milenaria como la Iglesia Católica decidiera hacerse cargo de los cambios que imponen los nuevos tiempos, esa tarea la debería llevar adelante un conservador y no un progresista, entre otras cosas porque el conservador promovería los cambios con más legitimidad interna y sin saltos al vacío que pongan en riesgo la salud de la institución.
Esto, ¿quiere decir que los progresistas no tienen lugar en la Iglesia? Creo que lo tienen. Pero también creo que no pueden aspirar a conducirla. Serán, en el mejor de los casos, un fermento, una tensión necesaria, un lugar que se acepta en nombre de la diversidad. Ningún Papa tiene problemas en contar con un «obispo rojo» entre sus filas, es más, a veces es necesario para hacer más matizada la oferta. Pero lo que ningún Sumo Pontífice va a aceptar es que los obispos rojos sean mayoría. Un Casaldáliga siempre es interesante en cualquier iglesia, siempre y cuando Casaldáliga se quede en el Matto Grosso y no salga demasiado de ese lugar.
Sin embargo, la elección de un Papa despierta expectativas que se extienden más allá del universo de los católicos. La presencia en el Vaticano de mandatarios de todo el mundo y representantes de las más diversas religiones confirman que el Papa interesa a todos. Temas tales como la paz, la pobreza, el diálogo entre religiones o la vigencia de los derechos humanos preocupan a la civilización como tal, más allá de las particularidades de la fe.
Los católicos juzgarán al nuevo Papa por las decisiones que tome en materia religiosa, incluida la vida interna de la Iglesia. Cuestiones como el celibato, el sacerdocio de las mujeres, la descentralización en el ejercicio del poder interesan, en primer lugar, a los católicos. Pero los temas que importan a la humanidad nos comprometen a todos y a nadie le puede ser indiferente una Iglesia que aliente la guerra o predique la paz, que admita la diversidad o se afirme ciegamente en sus dogmas, que esté a favor de los poderosos o simpatice con los pobres.
Sobre todos estos puntos, Benedicto XVI tiene posiciones tomadas. No hay motivos para creer que vaya a haber modificaciones sustantivas al respecto. A la tensión entre la tradición y la renovación el flamante Papa la irá resolviendo atendiendo a la lógica de la institución que representa. Puede que haya cambios que sorprendan a conservadores y reformistas, pero queda claro que lo que va a predominar será el tono conservador. ¿Pueden esperarse sorpresas, decisiones que contradigan una orientación dominante? No lo creo, salvo, claro está, que haya algún milagro promovido por el Espíritu Santo, tema sobre el cual me considero decididamente incompetente para opinar.