La caída de Berlín

La segunda guerra mundial en realidad terminó en setiembre de 1945, cuando Japón decidió rendirse no por las bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki, sino por la invasión soviética a Manchurria. El 8 de mayo es una fecha reconocida por los ingleses y los norteamericanos. Ese día Winston Churchill anunció la rendición de Alemania y el fin de la guerra. Entonces, el primer ministro británico dijo: «Podemos permitirnos un tiempo breve de regocijo, pero no olvidemos ni por un momento el trabajo duro y el esfuerzo que queda por delante. Japón, con toda su traición y sus ansias de poder, continúa incontrolado».

Los rusos no aceptaron esa fecha y consideraron que la guerra había concluido el 9 de mayo, es decir el día en que los alemanes se rindieron incondicionalmente ante el jefe de las tropas soviéticas, el mariscal Giorgi Zhukov. Hasta el día de hoy, los rusos celebran el aniversario el 9 de mayo.

En realidad, el desenlace de la guerra se conocía desde mucho antes. Para fines de 1942, los comentaristas más sagaces entendían que el Tercer Reich no tenía ninguna posibilidad de ganar la contienda. La resistencia de Hitler fue superior a la esperada. Su suicidio el 30 de abril fue la culminación trágica de un final wagneriano previsto. Como para que nada faltase a esta puesta en escena, dos días antes Benito Mussolini era ejecutado por los partisanos en Italia.

El balance de la guerra fue desolador: cincuenta millones de muertos entre soldados y civiles. La URSS ofrendó a la bestia parda veinte millones de muertos. Su ofensiva después de la batalla de Stalingrado estaba estimulada por el deseo de saldar cuentas con el régimen considerado el enemigo principal de la humanidad.

A decir verdad, se dieron el gusto. Los soldados soviéticos fueron los primeros en ingresar a Berlín y en clavar la bandera roja con el martillo y la hoz en el mástil del Reichstag. Se dice que Adolfo Hitler hasta último momento estuvo esperanzado en un acuerdo con los ingleses y los norteamericanos en nombre del anticomunismo, pero para esa altura de los acontecimientos, esa maniobra no era posible.

Se dice que los norteamericanos y los ingleses demoraron la apertura del segundo frente porque especulaban con que los ejércitos alemanes y rusos se desangrasen lo más posible. Cuando decidieron el desembarco en Normandía, en junio de 1944, fue porque advirtieron que el Ejercito Rojo no sólo iba a llegar a Berlín antes que ellos, sino que si no lo paraban iba a llegar hasta el Atlántico con las consecuencias políticas que esa ofensiva iba a provocar en el futuro.

Para ser justos en las apreciaciones, hay que señalar que la ofensiva de la URSS fue tan demoledora entre otras cosas porque la ayuda militar y logística norteamericana fue valiosísima. Sin los camiones, las armas y los aviones yanquis la hazaña soviética no se se habría podido realizar o no se habría concretado con tanta eficacia.

Cientos de libros se escribieron alrededor de las disputas internas entre Churchill, Rossevelt, Stalin y De Gaulle. Por supuesto que las rivalidades y las desconfianzas existieron, pero para ser ecuánimes en el juicio hay que admitir que los dirigentes supieron -o tal vez no les quedó otra alternativa- privilegiar lo más importante en cada coyuntura.

En Yalta, Therán y Postdam los aliados discutieron el nuevo equilibrio internacional. Sería una simplificación decir que se repartieron el mundo, pero lo que allí se hizo fue poner a punto las nuevas relaciones de fuerza. Nadie debe ponerse colorado por eso. Desde que el mundo es mundo y la guerra es guerra, los ganadores imponen un nuevo orden y distribuyen las respectivas cuotas de poder.

En junio de 1945, todos parecían estar a favor de sancionar la carta de fundación de las Naciones Unidas. Hasta allí llegaron los acuerdos. En Bretton Woods, la URSS no participó porque si bien podía llegar a compartir un ordenamiento político internacional, su sistema económico no tenía nada que ver con los que regían en Inglaterra, Estados Unidos y Francia.

No es una exageración decir que antes del 8 de mayo los aliados ya estaban planteando las nuevas contradicciones que habrían de regir el orden de la posguerra. Pocos meses después de la rendición de Alemania, Winston Churchill anunciaba en Fulton, Missouri, que «una cortina de hierro ha caído sobre Europa». La guerra fría acababa de iniciarse.

Los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki fueron más una advertencia a los rusos que una intimidación a Japón, país al que no le quedaban demasiadas alternativas. Se dice que los bombardeos ingleses a Dresde y la muerte de más de cien mil personas fue también una advertencia a los rusos. El Ejército Rojo por su parte estaba muy lejos de ser una cruzada de hombres de buena voluntad. Las violaciones cometidas por la soldadesca contra las mujeres alemanas aún hoy se siguen comentando.

Ninguna de estas consideraciones le quita mérito a la campaña militar de la URSS, pero es bueno saber que puede haber soldados justos y causas justas, pero no hay ejércitos justos y que la guerra desata las peores pasiones de los hombres.

En los últimos meses de la segunda guerra, se gestaron las condiciones de la tercera guerra, esta vez llamada «fría». En algunas lugares, el enfrentamiento entre aliados fue algo más que una diferencia teórica. En Grecia por ejemplo, Stalin terminó consintiendo el sacrificio de los comunistas, pero en Yugoeslavia, donde los comunistas liderados por Tito mantuvieron una actitud independiente de Moscú, el reparto no se cumplió.

El fin de la guerra desequilibró los liderazgos tradicionales. A partir de 1945, las dos grandes potencias fueron Estados Unidos y la URSS. Inglaterra perdió su hegemonía mundial y Francia debió darse por satisfecha con la recuperación de Alsacia y Lorena y el reconocimiento del liderazgo de Charles De Gaulle. Algo parecido ocurrió en Italia, en donde la Democracia Cristiana expresó la solución occidental ante la posibilidad de una salida revolucionaria liderada por los comunistas.

La otra gran consecuencia de la guerra fue el derrumbe del sistema colonial consolidado en el siglo XIX. Estados Unidos y la URSS, por diferentes motivos, estuvieron interesados en ese proceso de descolonización, acelerado en estos años por el desarrollo de las conciencias nacionalistas y la emergencia de líderes tercermundistas.

Por último, Alemania sufrió las consecuencias de su derrota. Algunos de sus principales líderes fueron juzgados en Nüremberg. El país se dividió en dos, motivo por el cual Berlín fue durante años el escenario privilegiado de la guerra fría. Los otros focos de tensión pasaron a ser China y Corea, pero eso ya es historia.

Por su lado, la URSS constituyó su propio sistema que se llamó «el bloque socialista». Tres años después de Hiroshima, sus científicos lograron construir la bomba atómica por lo que a la guerra fría se le sumó el equilibrio nuclear, una fórmula que instaló al mundo al borde de la última y definitiva guerra, pero que permitió durante más de treinta años un equilibrio que ahora algunos extrañan.

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