Paco Urondo y los derechos humanos

Un amigo me preguntó si no era una contradicción política apoyar la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y estar en desacuerdo con el homenaje a Francisco Urondo. A ciertas preguntas resulta interesante responderlas con otras preguntas: ¿Defender los derechos humanos incluye solidarizarse con el terrorismo?, ¿la condena al terrorismo de Estado implica hacer silencio sobre el terrorismo?

Con los amigos se discute y se disiente, pero también se razona. Los beneficios de la amistad disimulan las diferencias, pero los afectos no deben ocultar las disidencias. Lo que importa en todo caso es debatir, ejercer el derecho a testimoniar un uso lúcido de la inteligencia. De más está decir que estas condiciones no sólo valen para los amigos, lo deseable sería que constituyesen la condición básica de todo ciudadano.

A casi treinta años del golpe de Estado más represivo de la historia argentina importa evaluar los hechos con más serenidad, sin presiones ni chantajes emocionales y, si fuera posible con más lucidez. Mi amigo me recuerda que yo estuve detenido -como tantos miles de argentinos- por la dictadura militar. Le respondo que si esa dictadura hoy regresara me volverían a detener o algo peor.

Insiste en recordarme que en 1981, con otros militantes, fundamos en Santa Fe la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, a lo que le respondo que si existieran las mismas condiciones volvería a hacer lo mismo. Pero entonces, -me dice- ¿por que te oponés a un homenaje a Paco Urondo?

Le contesté que cuando hablo de los derechos humanos no lo hago en tiempo pasado, sino en tiempo presente; siempre los he defendido no sólo porque sufrí en carne propia y porque conocí a las víctimas de la prepotencia militar, sino porque no concibo una sociedad civilizada sin la vigencia de los derechos humanos, es decir sin la existencia de un orden político que asegure las libertades políticas y civiles para todos y, en primer lugar, el derecho a la vida, es decir el derecho a que ninguna persona pueda ser muerta o torturada por sus ideas políticas.

Durante la dictadura militar el compromiso reclamaba la resistencia. El terrorismo de Estado debía ser combatido y quedaba en un segundo plano el debate acerca de los errores cometidos por las organizaciones terroristas, las que con sus actos no sólo le habían brindado un excelente pretexto a los fascistas para ejercer la represión, sino que en el camino y en nombre de ideales que en muchos de ellos eran más una alienación que una esperanza, cometieron actos deleznables que, treinta años después, no se pueden justificar bajo ningún punto de vista.

La defensa de los derechos humanos exige una adhesión plena a todos sus presupuestos. La derecha fascista también habla de los derechos humanos, pero para ellos, no para los otros; la izquierda totalitaria y el populismo montonero (no sé cómo calificarlos porque no sólo no son de izquierda, nunca lo fueron, sino que incluso muchos de ellos se sentirían molestos con esa calificación) también hablan de los derechos humanos, pero consideran legítimo secuestrar y asesinar a supuestos enemigos del pueblo.

Planteado en otros términos, podría decirse que los modelos de sociedad que defendían la derecha y los terroristas son incompatibles con la filosofía de los derechos humanos. Como decía Tocqueville, nadie está en contra de la libertad, hasta los déspotas la defienden, pero lo que distingue a un verdadero liberal de un autoritario es la extensión de esa libertad: ¿para todos o para algunos? Pues bien, yo sigo creyendo que es para todos; que a los derechos humanos no se los puede leer con el ojo izquierdo o con el ojo derecho, hay que leerlos con los dos ojos, mirarlos como se mira la vida, de frente y con coraje, con inteligencia y dignidad.

Pero mi amigo insiste en el homenaje a Paco Urondo. Le digo que más importante que las medallas y las placas es reflexionar. Que los burócratas se hagan cargo de los homenajes y los discursos floridos, a mí me importa más hablar de personas que de bustos y placas.

No he conocido a Urondo, pero no estoy seguro de que él hubiera estado contento en ser transformado en una placa. De todos modos Urondo está muerto y lo que importa, en este caso, no son los muertos sino los vivos. No es con Urondo con quien hay que debatir, sino con Verbitsky o Bonasso, y el debate debería ser racional y limpio, ajeno a los golpes bajos y a los chantajes emocionales.

La vida privada de Urondo no está en juego, sino su vida pública, la vida de un poeta y un militante montonero. La poesía de Urondo está disponible, es una poesía coloquial, hecha con imágenes pulidas y tersas, es una buena poesía, una poesía que muchos de los diputados que levantaron la mano para aprobar el homenaje harían bien en leer, y la exigencia podría alcanzar a muchos de los Montoneros que de poesía lo máximo que escucharon alguna vez fue el «arroz con leche».

Aprobar la poesía de Urondo no significa aprobar sus opciones políticas, del mismo modo que gozar con los poemas de Ezra Pound no incluye la adhesión a Mussolini. «Pero el poeta y el militante han sido una sola cosa», me dice mi amigo. Es verdad, pero toda persona es al mismo tiempo un haz de contradicciones a veces desgarrantes, a veces patéticas. Y si esto vale para todos, mucho más vale para Urondo, de quien Halperín Donghi decía que había sido toda su vida un antiperonista convencido y que, probablemente, su adhesión a Montoneros la hizo en nombre de ese antiperonismo que inició en 1955 cuando actuó como interventor cultural de la Revolución Libertadora. Como le gustaba decir a Borges: «Las ideas políticas son lo menos importante que hay en la vida»

Respeto a Urondo, respeto al poeta, respeto sus opciones políticas, pero a estas opciones creo tener el derecho a discutirlas. No me interesa demonizar a Montoneros, pero el reconocimiento de esa experiencia histórica, con sus luces y sombras, no me obliga a transformarlos en ángeles. Yo no milité en la APDH porque simpatizaba con Montoneros o el ERP, milité allí porque simpatizaba con los derechos humanos. ¿Cuesta tanto entender que hoy siga creyendo lo mismo? Pero retornando a Urondo, no deja de llamar la atención que un hombre sensible, inteligente, un intelectual de valía haya concluido como un soldado de Firmenich. ¿Quién estaba equivocado en adherir a Montoneros: Firmenich o Urondo? Me temo que Firmenich estaba más cómodo en ese lugar que Urondo.

Hay un debate abierto acerca de las opciones de ciertos intelectuales sesentistas a favor de la violencia. La seducción que ejerció en ellos el culto al sacrificio, a inmolarse en nombre de una causa, formó parte del clima intelectual de los sesenta. Hoy esa opción merece ser evaluada con más serenidad.

¿Entonces el intelectual no puede comprometerse?, acusa mi amigo. El compromiso sartreano, respondo, tiene poco y nada que ver con el culto a la muerte o un final mordiendo una pastilla de cianuro. ¿Acaso tenía otras alternativas? No las tenía, y no las tenía porque la causa que defendía no era capaz de dárselas.

Creo que es un argumento inconsistente comparar a Urondo con René Char o Paul Eluard, poetas como él que tomaron las armas, pero con una diferencia: Eluard y Char se alzaron en armas contra un ejército de ocupación y, salvo que alguien me demuestre que en la Argentina el supuesto ejército de ocupación estaba comandado por Perón o Isabel, voy a seguir creyendo que las comparaciones son forzadas.

Me despedí de mi amigo, a quien por supuesto no convencí porque uno con los amigos no habla para convencerlos sino para pensar juntos, diciéndole que no me importa debatir sobre medallas y bustos, pero tampoco me gusta que me ponderen los méritos y el prestigio del poeta para reivindicar la causa de los Montoneros.

 



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