«La justicia en este mundo es imposible, pero la vida sería imposible si no seguimos luchando por la justicia». (Hanna Arendt)
La corrupción parece ser el mal endémico de todos los gobiernos. No es el único problema que aqueja a las sociedades, pero es el más persistente, el que más se nota y el que más deteriora a los gobiernos. El poco prestigio que le quedaba a Pinochet entre la derecha chilena se ha esfumado, gracias a los descubrimientos de sus cuentas bancarias en Suiza y a las maniobras de lavado de dinero concretadas por su esposa y su hijo.
En Brasil, Lula está casi al borde del juicio político por las coimas pagadas por sus colaboradores a políticos oficialistas y opositores. Algo parecido ocurrió en la Argentina durante el gobierno de De la Rúa, con el escándalo que se conoció como el de «los sobornos del Senado», episodio que precipitó la renuncia de «Chacho» Álvarez y el inicio de la cuenta regresiva del gobierno de la Alianza.
Gobiernos de derecha, de izquierda o de centro parecen sucumbir ante esta peste que contagia sin distinguir procedencias ideológicas. La tentación de llegar al poder para enriquecerse parece ser más fuerte que las convicciones políticas o que los grandes proyectos de cambio. Siempre se supo que el poder corrompe, pero ahora la certeza es absoluta. Hubo una época en que este problema intentó disimularse diciendo que los gobiernos debían preocuparse por cosas más importantes, como podían ser, por ejemplo, la liberación nacional, la felicidad del pueblo u otras consignas ideológicas por el estilo. Los más cínicos dijeron que era más importante la eficacia que la moralidad, y el lema popular que mejor ilustró esto fue: «Roban, pero hacen».
Desde otro lugar se reflexionó acerca de las falencias de la condición humana para arribar a la conclusión de que la corrupción es inevitable, y que lo máximo que se puede hacer es controlarla o ponerle límites. Los clásicos del liberalismo aceptaron con una alta dosis de realismo esta hipótesis. Consideraron que el Estado era un mal necesario, que el poder era algo inevitable y que la tendencia de los hombres a corromperse era una pulsión inmanejable, por lo que la única solución eran los controles institucionales. Según este punto de vista, la corrupción siempre existe y lo único que se puede hacer es controlarla. Perón tradujo en versión criolla este punto de vista: «El hombre es bueno, pero, si lo controlan, es más bueno todavía».
La idea de controlar al poder parece ser el remedio más eficaz contra la corrupción. Sin embargo, esta solución no nos responde a la pregunta fundamental: ¿por qué los hombres cuando llegan al poder se corrompen? ¿Por qué un dirigente como Lula, nacido en la pobreza, fogueado en el mundo de la necesidad, concluye corrompiéndose o tolerando la corrupción como cualquier otro corrupto? ¿Por qué la corrupción incluye a personajes tan antagónicos como Pinochet y Lula? ¿Por qué los sistemas capitalistas y los regímenes comunistas son atacados por el mismo mal?
La alternativa teórica a estos interrogantes pasaría por proponer un gobierno integrado por santos, por severos moralistas que gobernaran con un estricto código moral y amenazaran con los peores castigos a los corruptos. La experiencia histórica ha demostrado que esta alternativa es imposible y que, cuando se ha intentado aplicar, ha generado más injusticias que virtudes. En más de un caso, la supuesta rigidez moral no era más que una coartada para nuevos actos de corrupción. Digamos, entonces, que la única solución viable desde el punto de vista institucional es la elaborada por los clásicos del liberalismo: si para asegurar la gobernabilidad de la sociedad es necesario otorgar a los hombres poderes superiores, el remedio que pone límites a esa facultad excepcional son los controles expresados en un sistema que asegure efectivamente la división de poderes y garantice las libertades civiles y políticas para que la oposición pueda fiscalizar y denunciar a los gobernantes.
La propuesta liberal no es ni utópica ni ilusa; por el contrario, su realismo es descarnado porque parte del principio de que los hombres pueden corromperse y, por lo tanto, no queda otra alternativa que controlarlos. El problema que se presenta es que la relación entre poder y control muchas veces se desequilibra porque el poder tiende a burlar los mecanismos de control, esterilizarlos o reducirlos a una caricatura. Santa Fe, sin ir más lejos, es un ejemplo de un sistema donde todos los mecanismos de control están manejados por el oficialismo, algo que ocurre efectivamente aunque sus voceros digan lo contrario. Que los mecanismos de control en las sociedades modernas funcionan lo demuestra el hecho de que finalmente los Lula o los Pinochet son desenmascarados o puestos en evidencia. Pero, insisto, ¿es necesario arribar a esas situaciones? ¿No es posible pensar en gobiernos que hagan lo que corresponde, sin necesidad de corromperse, de robar? Salvando las diferencias ideológicas, tanto Lula como Pinochet sabían que no podían coimear, disponer de fondos que no le correspondían, enriquecerse con dineros públicos. Para ser un dictador autoritario, Pinochet no necesitaba de las cuentas en Suiza; para ser un dirigente popular, Lula no necesitaba de los fondos negros. Ambos se corrompieron y, a su manera, corrompieron sus propios ideales, si es que alguna vez tuvieron algo parecido. ¿Es iluso pretender un gobierno razonablemente honesto, razonablemente decente? ¿Fatalmente hay que resignarse a la idea de que cuando los hombres llegan al poder se degradan y la única alternativa que queda es controlarlos como si fueran delincuentes de máxima peligrosidad, que en cualquier momento pueden cometer las peores fechorías?
Reitero que estamos ante un problema que trasciende las ideologías. Para expresarlo con otras palabras, diría que el mal no proviene de los ideales, sino de la traición a esos ideales. Se puede ser un burgués hecho y derecho sin necesidad de robar, como se puede ser un socialista impenitente sin necesidad de corromperse. Sin embargo, lo que vemos es que todos, o casi todos, terminan pisando la misma cáscara de banana. Todos, a la hora de ejercer el poder, terminan resbalando en el mismo charco. En nombre del realismo habría que decir que una sociedad ideal sería, entonces, una sociedad sin ladrones, sin corruptos, una sociedad transparente motivada por ideales compartidos y practicados por todos. En nombre del realismo habría que decir que esa sociedad ideal no existe, no pertenece a un mundo donde las grandes metas están relacionadas con las pulsiones del poder, de la riqueza o la gloria. Sin embargo, si el mundo a pesar de todo ha seguido funcionando, si a pesar de todo la vida sigue siendo algo que merece ser vivido, es porque existen los hombres de buena voluntad y existen los hombres decididos a hacer de la vida algo más importante que el afán ciego de la riqueza o del poder.
Es verdad que existen muy buenas razones para ser pesimistas, pero no es menos cierto que contra toda desesperanza y desencanto es necesario aferrarse a la idea o a la convicción de que la justicia existe y de que, en el mundo, a pesar de tanta barbarie, existen los hombres justos y de que, como diría Borges, son estos hombres, que tal vez no se conocen, los que con sus actos cotidianos están salvando al mundo.