Los alemanes no saben quién será el próximo canciller, pero saben cuáles son los problemas que deben afrontar, y lo saben porque los vienen sufriendo desde hace rato. Entrevistado hace unos días, el veterano Helmut Schmidt señaló tres desafíos a resolver: la desocupación, la situación social en lo que fue la Alemania comunista y la crisis del estado de bienestar. Las alternativas que se presentan significan, en todos los casos, un corrimiento hacia la derecha. Lo que se discute no es ese corrimiento, sino quién lo va a conducir: los socialistas liderados por Gerard Schroeder o los conservadores liderados por Angela Merkel, la primera mujer que aspira a ser canciller, es decir, a ocupar el puesto de Bismarck, en la historia de Alemania.
Las elecciones de ayer fueron parejas, demasiado parejas. Un diario expresó el resultado con una frase ingeniosa: «Merkel es la triste ganadora y Schroeder el sonriente perdedor». Perfecto. Hasta hace un mes, Merkel le llevaba veinte puntos de ventaja al socialista; en tres semanas la diferencia se achicó a un punto y todo hace pensar que, en ese contexto, los socialistas puedan quedarse en el poder unos años más.
Recordemos que estos comicios fueron convocadas con anticipación porque el oficialismo venía de perder once elecciones regionales. Todas las cartas estaban dadas a favor de Merkel, pero daría la impresión de que su parecido con Margaret Thatcher y su sinceridad teutona terminó asustando hasta a los alemanes más duros. De la candidata podrán decirse muchas, cosas menos que sea demagoga o que prometa pececitos de colores. Ni lerdo ni perezoso, Schroeder, un político avezado en maniobras y dueño de una simpatía arrolladora, planteó que, si ganaba la candidata conservadora, se perderían para siempre los beneficios sociales del estado de bienestar.
El miedo se instaló con toda su carga depresiva y rencorosa, aunque, en realidad, nadie sabe a ciencia cierta si el estado de bienestar seguirá vigente y, en caso de que se mantenga, en qué condiciones lo hará. Los memoriosos recuerdan que, cuando Schroeder asumió el poder por primera vez, prometió terminar con la desocupación que entonces afectaba a algo menos de dos millones de personas. Para hacer más convincente su promesa, autorizó a los electores para que procedieran a echarlo de la cancillería si no cumplía con ese objetivo. Siete años después, la cifra de desocupados se había duplicado pero, por supuesto, Schroeder encontró muy buenas razones para seguir en su puesto.
Sabemos que Alemania es una de las grandes potencias del mundo. Esto no quiere decir que no tenga problemas. Pero los suyos son problemas de ricos y no de pobres, como es nuestro caso. El estado de bienestar protege a los desocupados y uno de los temas que provocó un escándalo fue la sugerencia de que esos desocupados se mudasen de los departamentos que disfrutan gratis a departamentos con menos comodidades. Maravillas del primer mundo, que le dicen.
Ese estado de bienestar hoy debe ser reformado y dicha reforma es, necesariamente, de carácter conservador. Según dicen los expertos, no hay dinero para financiar las políticas sociales y las jubilaciones. Algo hay que hacer, y hay que hacerlo rápido, antes de que todo sea mucho más grave. Conociendo las características del Estado alemán y la conciencia media de la sociedad, está claro que ninguno de los candidatos que llegue a la cancillería podrá hacer nada extraordinario: ni Merkel podrá girar tanto a la derecha, como desearía; ni Schroeder podrá prometer avanzar hacia la izquierda, como le gustaría.
¿Existen diferencias, entonces, entre Merkel y Schroeder? Por supuesto que las hay. Merkel plantea rebajar los impuestos a los ricos, considera que la economía se recuperará a partir de fortalecer a las empresas privadas, defiende el Estado mínimo y su política exterior es favorable a un acuerdo con Estados Unidos.
Schroeder, por su parte, asegura que él es la única alternativa para garantizar las conquistas sociales. No dice muy bien cómo se hace eso, pero lo promete, y los alemanes parece que están dispuestos a creerle, a pesar de que hace siete años que está en el gobierno y se ha cansado de hacer promesas que no cumple o cumple a medias.
Merkel objeta el ingreso de Turquía a la Unión Europea y defiende un acuerdo más consistente con Polonia. Schroeder es amigo de Putin y de Chirac, y mantiene en alto la consigna de que Alemania no debe ni puede comprometerse con la guerra de Irak. En este tema, el canciller mezcla sus principios con sus intereses, en tanto especula concretar negocios petroleros con Irak, del mismo modo que ahora lo está haciendo con Rusia, más allá de que a los socialistas el método de Putin para resolver el conflicto con los chechenos no termine de convencerlos.
Merkel tiene 51 años, es graduada en Física y llegó a disputar el poder de Alemania sin hacerle ninguna concesión al feminismo. La muchacha se crió en la Alemania comunista, motivo por el cual es una anticomunista militante porque conoció al monstruo desde adentro. Su marido también es profesional, pero, además de tímido, se resiste a salir en fotos. Los periodistas lo han apodado «el fantasma», porque no se lo ve nunca, aunque los críticos aseguran que, con la esposa que tiene, al pobre hombre no le queda otra alternativa que quedarse en la casa limpiando los pisos y cocinando.
Merkel es divorciada, no es lo que se dice una belleza, pero su personalidad la transforma en alguien «interesante». Sus asesores de imagen aseguran que debería maquillarse un poco más y prestarle más atención al mundo de la farándula. Conservadora en temas sociales y políticos, liberal en economía. Merkel creció al lado de Helmut Kšhl, quien, cuando se refiere a ella, dice lacónicamente: «la chica».
De Schroeder no es mucho lo que pueda decirse que ya no se sepa. Tiene 61 años, es simpático, querible, pero, como dicen los conservadores, muy mentiroso. Sin duda que haber reducido la diferencia electoral a un punto ha sido una hazaña que tiene que ver con su carisma y su capacidad de convicción. Merkel cosechó simpatías por su condición de mujer sobria, sincera y eficiente, pero los observadores señalan que cometió el error de ser demasiado sincera y esto terminó asustando al electorado, debidamente sugestionado por las palabras convincentes de Schroeder.
En Alemania, la elección del canciller es indirecta. Los ciudadanos votan diputados para el Bundestag (Parlamento) a través de un sistema complejo de doble votación. En el Parlamento, se deciden las alianzas que asegurarán la gobernabilidad. Si las ambiciones de poder no se personalizaran, el gran acuerdo entre social-cristianos y social-demócratas permitiría contar con una base de legitimidad para ensayar diversas estrategias. Pero lo que sucede es que el sillón del canciller sólo tiene lugar para una sola persona y ni Merkel ni Schroeder quieren renunciar a sentarse en su mullido asiento.
Es muy probable que los conservadores refuercen su alianza con los liberales, mientras que los socialistas intentarán mantener sus buenas relaciones con los Verdes y ganar para su causa a los neocomunistas dirigidos por Oskar Fontaine, un interesante disidente socialista que se ha corrido a la izquierda y hoy representa el ocho por ciento de los votos.
Los ciudadanos de Alemania ya votaron y, de aquí en más, los protagonistas deberán ocuparse de hacer su juego, es decir, de tramar alianzas o acuerdos que aseguren la gobernabilidad para afrontar desafíos que, más allá de las disidencias ideológicas, son comunes no sólo para Alemania, sino para toda Europa, en tanto las cuestiones del paro y del financiamiento del estado de bienestar están planteados más que como una pregunta, como una exigencia.