La destitución de Antonio Boggiano se hizo en el marco de la ley, respetando los procedimientos constitucionales y, según la información disponible, contradiciendo la voluntad del Poder Ejecutivo. Ni la Nación, ni la Justicia, ni el derecho, ni mucho menos los argentinos pierden algo por el alejamiento del juez menemista; en todo caso, los únicos que van a derramar alguna lágrima serán los cófrades del Opus Dei que, efectivamente, pierden un hombre clave en uno de los poderes clave del Estado.
Durante la era menemista, Boggiano fue una de las piezas importantes de la mayoría automática. Siempre se dijo que su nivel intelectual era superior al de Nazareno, lo cual no es precisamente una hazaña ni autoriza a pensar que estábamos, por lo tanto, ante un intelectual serio. Pero, si provisoriamente aceptáramos esta probable superioridad intelectual, diría que esa diferencia no se extiende al plano ético, aspecto en el cual Boggiano podía muy bien competir de igual a igual con Nazareno y el resto de los integrantes de la corte automática.
La diferencia de Boggiano con los otros jueces destituidos tiene más que ver con la astucia, la mendacidad y esa notable capacidad curialesca para identificarse con el poder entre suspiros y miradas enternecidas al cielo. Como aquel personaje cualunquista del folletín, Boggiano podía muy bien decir que él nunca cambiaba, que los que cambiaban eran los gobiernos, con los cuales -por supuesto- él siempre estaba identificado.
En efecto, si Kirchner o algunos de sus colaboradores expresaron alguna reticencia para impulsar su destitución, es porque el hombre, desde que se retiró Menem, había manifestado una obstinada vocación kirchnerista. Obsecuente, sumiso, dueño de esa untuosa y apelmazada solemnidad de los tinterillos, convencido de que todo le está permitido por su privilegiada relación con el Altísimo, incluso la eximición de la culpa, Boggiano, con sus balbuceos, sus apelaciones sentimentales, sus amenazas veladas, sus recatadas admoniciones, expresa mejor que nadie una variante del estilo menemista adquirido. En este caso, en esa escuela de diplomacia laberíntica, rica en insinuaciones, promesas ambiguas, murmullos y demoledora eficacia que, durante dos mil años, participó en y sobrevivió a las encrucijadas más importantes de la historia.
Si el estilo es el hombre y las manifestaciones más genuinas de la personalidad se ponen en evidencia en los detalles, podría suponerse que Ricardo López Murphy más que promocionar un jingle publicitario lo que ha hecho es ponerse en evidencia. Es probable que sus asesores lo hayan convencido de que era necesario un shock de grosería y mal gusto para mejorar el perfil electoral, pero la sugerencia de los asesores se transformó en decisión gracias a la aprobación de quien se presenta como el heredero de Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca y Juan Bautista Alberdi.
López Murphy, en su variante liberal, manifiesta la dependencia cultural que todos los sectores políticos argentinos mantienen con el populismo y su variante criolla, el peronismo. Se supone que el mal gusto, la grosería, la vulgaridad en versiones obscenas que rozan lo pornográfico y la discriminación contra las mujeres y los homosexuales son componentes esenciales del alma popular. Se supone que para ganar elecciones hay que hundirse en ese estiércol, refocilarse en esa charca. Realmente hay que tener una visión empobrecedora y despectiva del hombre de la calle para confundirlo con el barrabrava y el guarango en sus versiones más obscenas.
Las paradojas de la política criolla serían alucinantes, si no fueran demasiado prosaicas. Mientras el peronismo, por lo menos en sus versiones oficiales, se aleja de los salvajes rituales populistas, retira de los actos públicos la abominable «marchita» plagiada por un fascista cavernario y se esfuerza por incorporar el lenguaje pulido de la academia intelectual en el discurso político, los antiperonistas al estilo López Murphy, los que constituyen su base electoral en las amplias y heterogéneas plateas de la clase media y alta, las mismas que como identidad o prejuicio cultivan una imagen de buena educación, modales distinguidos, rechazo a las multitudes y a las groserías de las multitudes, se dedican a practicar un humor sórdido, grotesco, más digno de la tradición de Herminio Iglesias que la de Carlos Pellegrini.
Nunca se sabrá a ciencia cierta si la actitud de López Murphy es un error o la manifestación elocuente de los grados de descomposición cultural de una clase media degradada por la crisis, o de fracciones de las clases dirigentes que no sólo practican ese humor por razones electorales, sino que, de una manera oblicua y reprimida, creen en él y suponen que las licencias verbales que se toman los fines de semana en los countries entre las risotadas homéricas de los maridos y las risitas ansiosas y los rubores de sus esposas son manifestaciones ingeniosas de buen humor.
De López Murphy debería esperarse un humor al estilo Buster Keaton o Groucho Marx. Sin embargo, lo que nos acaba de ofrecer es un cuento verde contado por el Soldado Chamamé y festejado por Lula y sus bombos. Queda claro que en la Argentina el peronismo no gana sólo por sus méritos, sino por las alienaciones, las torpezas y la impotencia de una oposición que a derecha o a izquierda no sabe constituirse como tal y supone que el único recurso para ganar el corazón del pueblo es el de mimetizarse con el peronismo o, lo que es peor, con la imagen que ellos tienen del peronismo.
La única dirigente que tomó distancia y se diferenció de López Murphy fue Elisa Carrió, una de las pocas exponentes de la dirigencia política que dice cosas inteligentes, que afirma los valores de la democracia y la república, y reivindica como tradición la intransigencia de Alem, la ética de Lisandro de la Torre y la sensibilidad social de Evita.
Puede que su oposición al gobierno en algunos momentos sea demasiado frontal; puede que desde el lugar desde donde estoy hablando me sienta obligado reconocer en este gobierno aciertos que son reales. Pero, más allá de las palabras, lo que importa y lo que debe importar es que en la Argentina exista una oposición capaz de ponerle límites a un gobierno que hace muchas cosas bien pero que necesita de esos límites, si es que en realidad creemos en una república democrática y en una cultura que abone a esta última.
Con Elisa Carrió se pueden sostener diferencias, pero su actitud hacia la política, hacia los valores que deben sostener la política, son impecables o, para ser más sincero, son la actitud y los valores que yo comparto. Dicho con otras palabras: ante tanta vulgaridad, lugares comunes, retóricas vacías y huecas, ella dice cosas inteligentes y no es malo en la Argentina de Moria Casán, Tinelli y Susana Giménez reivindicar la inteligencia: el ejercicio sereno de la imaginación y la lucidez.