Elecciones, de la tragedia al sainete

«Donde todos piensan igual nadie piensa mucho». Walter Lippmann

Kirchner no disimula la vocación de poder. Para algunos, tal vez ese sea su mérito, pero para quienes creemos en la república democrática, ese es también su principal defecto. Se entiende que un político dispute el poder, pero en nombre de esa vocación a un político no se le puede aceptar todo. Los dirigentes tienen derecho a reclamar adhesiones, pero el límite a esas adhesiones son las instituciones y la dignidad de las personas.

Si en nombre del poder se atropella a las instituciones, la república empieza a estar en peligro. Y si en nombre del poder se reclama de las ciudadanos que se transformen en súbditos y vasallos, la que empieza a ponerse en tela de juicio es la democracia, a menos que alguien crea que una democracia puede funcionar sin instituciones y sin ciudadanos.

Siempre hay coartadas para reclamar más poder; las excusas suelen ser variadas pero la pulsión es la misma. El poder seduce y fascina; no sólo a los que lo ejercen, sino también a los que se someten a él. Hay en el poder una sensualidad que inunda por igual a los dominantes y a los dominados: el amo disfruta con el látigo en la mano, pero ciertos esclavos gozan oyendo su silbido o extrañan el chasquido en sus espaldas. El poder se identifica con el éxito, con la victoria, con el goce; el poder es por definición masculino, prepotente, avasallador y su virilidad se ejerce sobre masas rendidas, sometidas, humilladas, simbólicamente femeninas.

En realidad ha sido el propio Kirchner el que transformó una elección parlamentaria en un plebiscito a favor o en contra de su persona. Yo creo que, como gobernante, Kirchner ha logrado algunos aciertos importantes, pero si me obligan a elegir por él o en contra de él, una exigencia que no tiene otro justificativo que su pulsión de poder, yo no tengo dudas: me pronuncio en su contra, no por nada personal, no porque crea que es un mal presidente, sino porque creo que en la Argentina a los gobernantes hay que ponerles límites y en el caso de Kirchner -atendiendo a sus antecedentes en Santa Cruz- la exigencia de los límites no es un detalle o una anécdota, es una exigencia de primer orden.

En tiempos de Juan Domingo Perón los diputados oficialistas firmaban la renuncia en blanco porque consideraban que las bancas eran del líder. El Congreso entonces era controlado por una mayoría que se jactaba de ser obsecuente, servil. Hoy los candidatos a legisladores del kirchnerismo no firman la renuncia en blanco (por lo menos eso creo), pero su actitud política no es muy diferente. Votar a Cristina es votar por Kirchner, votar a Bielsa es votar por Kirchner, votar a Rossi es votar por Kirchner, es decir, es votar por legisladores que están dispuestos a sostener al presidente más allá de sus aciertos y sus defectos, por legisladores decididos a someter el Parlamento al Ejecutivo, por legisladores que renuncian a ser legisladores para transformarse en sirvientes del presidente.

El gran dilema que se le plantea a los ciudadanos en estas elecciones es si votan para someterse al presidente o si votan para controlarlo y ponerle límites. Cada ciudadano a la hora de emitir su voto debe dar una respuesta a este interrogante: ¿quiero que en el Congreso me represente un incondicional de Kirchner o quiero que me representa alguien que probablemente lo apoyaría en los temas que merezcan ser apoyados, pero lo criticaría en las cuestiones que merezcan ser criticadas?

En su desenfrenada vocación de poder, Perón no vaciló en someter a su liderazgo a las instituciones civiles y políticas. Los enfrentamientos con los militares y la Iglesia no fueron ideológicos, sino funcionales, en tanto que ni los militares ni los curas estaban dispuestos a transformarse en una unidad básica del régimen ni aceptaban que en los cuarteles se los adoctrinase con «Las veinte verdades justicialistas» o que el Evangelio fuera reemplazado por «La razón de mi vida». Kirchner no es Perón, pero temo que hereda de su mentor ideológico sus principales vicios.

La voracidad del poder ha vaciado el debate público y lo que se discute no tiene ninguna influencia sobre los acontecimientos. El discurso político ha perdido la capacidad para influir sobre la realidad. Como en los programas de Tinelli o Susana, el peronismo puede hablar de todo porque todo carece de importancia, y si hoy se dice una cosa mañana se puede decir exactamente lo contrario, porque lo que importa es el poder y el discurso ha quedado reducido a un conjunto de sonidos huecos.

Lo que sucede en la provincia de Buenos Aires no tiene nombre. Las refriegas entre las dos esposas -Chiche y Cristina- son un sainete que sólo el peronismo es capaz de montar. Se sabe que en estos temas, el peronismo siempre ha transitado entre el melodrama y el culebrón, entre las heroínas de Corín Tellado y las chicas de Divito, entre la farándula y el vodevil, entre los suspiros de Chirusa y la revancha de Margot.

El espectáculo de «la Chiche y la Cristina» es un insulto al decoro y al buen gusto, pero mucho más sórdido y venal que este teleteatro sentimental y coqueto, son las actitudes de punteros, caudillos e intendentes cambiando de carpa, desplazándose de una toldería a la otra, descubriendo las virtudes del que ayer condenaban o los vicios del que ayer adoraban.

Hay un síntoma distintivo en el peronismo que los historiadores han renunciado a entender y le han pasado la posta a psicoanalistas, chamanes o brujos para que decidan. Se trata de explicar la capacidad de los peronistas para cambiar de camiseta sin dejar de ser ellos mismos. Mirando el espectáculo actual se observa a personajes que han militado en el menemismo ortodoxo o se han alineado con Chacho Alvarez, personajes que en algún momento han creído en Firmenich o en López Rega, para el caso da más o menos lo mismo, pero en todos los casos han mantenido una exclusiva virtud o habilidad: nunca dejaron de ser peronistas.

Sin embargo se equivocarían los que creyesen que estas adhesiones o rechazos provienen del universo de los principios. Un peronista de ley se va de una estructura de poder no por principios sino porque lo han echado o le han cerrado todas las puertas, y vuelve al mismo lugar cuando los mismos que le cerraron la puerta le hacen un guiño.

La comedia humana en sus versiones más sórdidas y grotescas, el espectáculo indigno que ofrecen los políticos peronistas de la provincia de Buenos Aires existe porque hay una platea que los aprueba y los festeja. La tragedia es que ese rostro parece ser el rostro mayoritario de la política criolla. La tragedia es que todo esto ocurre en la provincia más corrupta, insegura e injusta de la Argentina, y lo que ocurre es la consecuencia previsible de un estilo de hacer política.

Perón ordenó quemar iglesias y produjo en su momento una legislación anticlerical que ni el ateo más militante se habría atrevido a alentar; Kirchner no hace lo mismo, o no puede hacer lo mismo, pero se da el lujo de arengar a los fieles desde el púlpito de la basílica de Luján. Y los curas no dicen una palabra porque el presidente los ha enmudecido con el obsequio de unas bolsas de cal y arena para reparar la iglesia.

Sería exagerado decir que en estas elecciones se juega la democracia en la Argentina, pero creo que es prudente advertir que lo que está en juego es la república. Si Kirchner gana en los cuatro distritos grandes (Capital, provincia de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba) a partir del lunes 24 de octubre empieza la campaña para la reelección y, además, se fortalece su vocación hegemónica y autoritaria; si Kirchner pierde por lo menos en dos de los distritos grandes, va a seguir gobernando, va a seguir siendo un presidente con autoridad, pero no va a poder hacer lo que quiere y el país va a ganar en calidad institucional y cultura política. En la intimidad de su conciencia cada ciudadano sabrá qué es lo que más le conviene a la Argentina.

 

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