La sensación que existe en Chile es que la victoria de Bachelet o de Piñera en las elecciones del domingo no alterará en lo fundamental ni el sistema económico ni el orden político. El signo político de Chile es la continuidad, pero el dilema es la compatibilidad entre el crecimiento económico y la equidad social. Este dilema está planteado en todos los países en vía de desarrollo, pero la diferencia que instala el caso chileno es que allí efectivamente se ha dado un crecimiento económico notable -que ha modernizado a la nación- y que en los países centrales es exhibido como un ejemplo de vía de desarrollo en clave liberal.
Para ser sinceros, hay que admitir que esa modernización liberal incluye cierta mejoría social que no conviene subestimar, pero tampoco sobreestimar, ya que los niveles de pobreza siguen siendo altos y la brecha entre ricos y pobres es demasiado evidente. Nadie, ni siquiera la candidata del oficialismo, desconoce que la asignatura pendiente es la cuestión social; en todo caso, las diferencias de los candidatos se manifiestan respecto de las soluciones, pero hasta el multimillonario Piñera ha hecho de la lucha contra la pobreza uno de los ejes de su campaña electoral.
Cuatro candidatos disputan la presidencia de Chile; dos son de derecha y así se asumen porque en Chile la derecha no tiene ningún empacho en decir lo que es y decirlo con orgullo: se llaman Sebastián Piñera y Joaquín Lavín. Las diferencias entre ellos están más relacionadas con las ambiciones de poder que con programas o convicciones ideológicas.
La división de la derecha en estas elecciones fue considerada una suerte de suicidio político, ya que por ese camino han permitido que la coalición oficialista disponga de muchas chances para continuar en el poder.
Las peleas y los agravios personales y grupales que suceden a las peleas expresan las dificultades que tiene la derecha para ganar estas elecciones.
En política está permitido cometer errores siempre y cuando no sean ni muchos ni gratuitos. El problema de la derecha chilena es que en elecciones muy competitivas se ha dado el lujo de equivocarse demasiado en temas que tienen que ver con la ambición personal y la lucha facciosa.
El candidato de la izquierda se llama Tomás Hirsch. Comparado con los candidatos a que nos tiene acostumbrados la izquierda argentina, Hirsch es un lujo. Más allá de que su discurso mantiene algunos anacronismos que explican, entre otras cosas, que su caudal electoral no supere el ocho por ciento de los votos.
Hirsch es un político inteligente, agradable, que ha demostrado ingenio y humor para afrontar la campaña electoral, pero adolece de los clásicos vicios de la izquierda, expresados en esa incapacidad congénita para concebir a la sociedad como un conjunto, en la ilusión de creer que la sociedad se divide entre amigos y enemigos y de que la mejor panacea para terminar con las injusticias se llama revolución social, concepto que Hirsch no manifiesta de manera directa, pero que se deduce o está presente en todos sus discursos.
Por último, su silencio respecto de la violación de los derechos humanos en Cuba demuestra que esta izquierda sigue creyendo que hay dictaduras malas y dictaduras buenas; carceleros malos y carceleros buenos; torturadores buenos y torturadores malos. Convengamos que Hirsch defiende con poca convicción lo que sucede en Cuba. La crítica que se le hace no es por lo que habla sino por lo que calla.
Michelle Bachelet es la candidata que tiene más posibilidades de ingresar por la puerta grande en la Casa de La Moneda. Las encuestas la reconocen como la candidata con más votos. Si en Chile existieran las disposiciones constitucionales de la Argentina, no habría necesidad de una segunda vuelta, porque la diferencia de Bachelet con Piñera es de casi veinte puntos.
Su condición de mujer en un país célebre por su machismo demuestra que más de diez años de democracia continuada provocan algunos resultados favorables, impensables en otro contexto. Ser mujer a Bachelet le ha dado algunas ventajas, pero también le ha provocado algunos perjuicios que después de las elecciones habrá que evaluar.
Nadie la ha cuestionado por su condición de mujer, pero ya se sabe que en tiempos de corrección política el machismo se expresa de manera oblicua. Nadie dice una palabra en contra de Bachelet por ser mujer, pero, curiosamente, todas las críticas que recibe incluyen de manera tácita la cuestión del género. Si Bachelet se enoja no lo hace porque tiene razones políticas, sino porque es histérica; si no ríe con mucha convicción no es porque sea tímida o porque crea que no es necesario andar riéndose delante de los fotógrafos, sino porque es depresiva; si permite que otros dirigentes de la Concertación opinen, el gesto no es reconocido como un gesto de generosidad sino como un signo de dependencia hacia los hombres porque, como bien se sabe, una mujer no puede decidir si no tiene un hombre al lado.
A los conservadores, Bachelet les molesta por su pasado izquierdista; a los católicos por su condición de mujer divorciada y a los militares porque su padre era un alto oficial que fue secuestrado, torturado y muerto por ellos. Bachelet fue ministra de Defensa y se manejó con ecuanimidad, pero está claro que algunas heridas debe conservar una mujer que amaba a su padre y que ahora podría disponer de poder para hacerles la vida imposible.
El principal argumento en su contra es que depende demasiado de Lagos y sus críticos señalan que si llegara a la presidencia, el que gobernaría sería Lagos desde la trastienda o el democristiano Zaldívar, con lo que una vez más el argumento machista vuelve a instalarse como fundamento político.
La campaña electoral se desarrolló pacíficamente, no hubo más agresiones que las previstas en estos casos. Los dirigentes mostraron una conducta civilizada y todo hace pensar que el domingo será una jornada cívica normal.
Más allá de las alternativas de la coyuntura, lo que resulta digno de admiración en Chile es el nivel de sus dirigentes políticos. Chile debe ser uno de los pocos países en el mundo, en donde la tradición republicana se expresa a través de un sistema de partidos políticos clásico, con su derecha que no teme hacerse cargo de su derechismo, con su centro y con su izquierda que no oculta sus objetivos. Todo ello se expresa en el marco de una cultura parlamentaria que no ha sido distorsionada ni por la pasada dictadura ni por el populismo, vicios que han inficionado otros sistemas políticos de América latina.
Habrá que seguir con atención el proceso político chileno, porque es posible que a la novedad que representa su sistema político se sume la novedad de ser el primer país de América latina que logre atravesar la barrera del subdesarrollo.