No es cierto que en verano la vida política se paraliza. Por lo menos la historia argentina no dice eso. En el siglo XIX los principales acuerdos y tratados que menciona la Constitución Nacional se firmaron en los meses de enero y febrero, siendo el más importante el del 4 de enero de 1831. Por su parte, el Congreso de Tucumán empezó a sesionar en marzo de 1816, un 24 de marzo, para ser más preciso.
Muchas de las grandes batallas de entonces se realizaron en pleno verano: San Lorenzo, Cepeda, Salta, Ituzaingó, Caseros, por mencionar algunas. Los intrigantes y conspiradores parece que con el calor se sentían más estimulados. La asonada de Álzaga fue en enero; a Moreno lo liquidaron dos años después; el golpe de Lavalle fue en diciembre de 1828, a Dorrego lo fusilaron unos días más tarde y a Facundo Quiroga lo asesinaron en Barranca Yaco en febrero de 1835.
La política y el conflicto social no se toman vacaciones. Una de las huelgas más combativas de nuestra historia estalló en enero de 1919. Y debido a la represión que sufrieron los trabajadores se la conoció con el nombre de Semana Trágica. En la década del treinta los intelectuales y políticos manifestaron una cálida y sombría inclinación hacia el verano: Horacio Quiroga se suicidó en febrero de 1937, Lugones el 18 de febrero de 1838, Lisandro de la Torre en enero de 1939. Alfonsina Storni lo hizo en primavera, en octubre de 1838, pero en el centro veraniego por excelencia: Mar del Plata.
El mito de que en verano se paraliza la actividad pública empezó a desmoronarse en 1941, cuando el entonces ministro de Economía de Ramón Castillo, Federico Pinedo, viajó a Mar del Plata para proponerle a Marcelo Alvear, el principal jefe de la oposición, un acuerdo político para poner en marcha un plan económico que, de haberse aplicado, hubiera cambiado el destino de la Argentina.
La leyenda de que en enero y febrero no había política se cayó definitivamente en febrero de 1946, cuando los argentinos fueron a votar y, para bien o para mal, Perón llegó por primera vez a la presidencia. Algo parecido ocurrió en febrero de 1958 cuando Arturo Frondizi fue elegido presidente en las elecciones convocadas por los jefes de la Revolución Libertadora, para luego ser derrocado en marzo de 1962 como consecuencia, entre otras cosas, de un resultado electoral que no les gustó a los mismos que habían llamado a elecciones en 1958.
En 1973 los comicios fueron en marzo y, si mal no recuerdo, hubo en los meses de vacaciones un masiva movilización nacional por parte de quienes luego serían los ganadores. Tres años después no hubo elecciones, pero en los centros de veraneo lo que se comentaba eran los nombres posibles de los candidatos militares al golpe de Estado que se consideraba inminente y que finalmente se produjo el 24 de marzo de 1976.
En homenaje a la memoria veraniega hay que decir que en 1996, en plena temporada de vacaciones, fue asesinado José Luis Cabezas. El crimen se perpetró en Pinamar, la ciudad que el menemismo, con Duhalde y Yabrán incluidos, habían elegido para exhibir los beneficios obtenidos por el lucrativo y estimulante ejercicio del poder.
En diciembre de 2001 el entonces presidente De la Rúa tuvo que escaparse por los techos de la Casa Rosada y en esos meses de verano los argentinos nos dimos el lujo de cambiar tres presidentes en menos de una semana, con una declaración de default incluida. En homenaje a la memoria hay que decir que en el verano de 1990, Raúl Alfonsín tuvo que dejar el poder como consecuencia de un estallido inflacionario. Un año antes, el verano también había estado agitado como consecuencia del asalto guerrillero al cuartel militar de La Tablada.
El verano de 2006 no es portador de noticias políticas espectaculares, pero no sería justo calificarlo de aburrido. En la región las novedades no son mezquinas: Evo Morales ganó en Bolivia y es probable que Michelle Bachelet gane mañana en Chile. Un indio que reivindica su condición de tal llega al poder en un país cuya principal novedad no es que un indio sea presidente, sino que durante más de ciento cincuenta años de vida independiente y con una población indígena que suma casi el ochenta por ciento, los que gobernaron fueron los blancos. En Chile, considerado por los expertos en tangos y cuecas, como un país machista, una mujer está a punto de entrar en el Palacio de la Moneda y esa mujer es hija de un militar asesinado por órdenes del señor Pinochet.
Se dice que enero es el mes de la feria judicial y se supone, por lo tanto, que esa actividad se reduce a su mínima expresión. Sin embargo, en la primera semana del año los jueces condenaron a los policías Fanchiotti y Acosta a cadena perpetua por el asesinato de los dirigentes piqueteros Santillán y Kosteki. Los tribunales están cerrados pero los operadores políticos del oficialismo realizan febriles negociaciones para sumar votos y aprobar la reforma al Consejo de la Magistratura.
En España, enero es un típico mes invernal, pero tampoco el frío fue un obstáculo para que el fiscal pidiera para el represor argentino Ricardo Cavallo 17.000 años de condena. Se podrá decir que desde los tiempos de Góngora y Quevedo los españoles han sido muy amigos de la desmesura, pero admitamos que atendiendo a la naturaleza de los crímenes de Cavallo, simbólicamente la cifra es adecuada. Hanna Arendt consideraba que este tipo de delito era de tal magnitud que a primer golpe de vista no era posible un castigo proporcional. Ese tipo de dudas parece que no le hacen perder el sueño a los jueces españoles.
El verano lo encuentra al presidente y a la flamante ministra de Economía, conversando con los supermercadistas para poner límites a los aumentos de los precios. Se dice que la señora Miceli se inspiró en el modelo francés, aunque habría que señalar que en Francia la inflación es de dos puntos, el poder adquisitivo de las clases populares es mucho más alto y la reducción de precios pretende ser mucho más baja. Habría que agregar, por último, una ventaja decisiva a favor de los franceses: disponen de una sociedad civil y un Estado mucho más organizados y mucho menos corruptos.
En el verano suele abundar la producción de chismes y rumores que el ocio reclama como objeto de consumo. El más importante es la supuesta enfermedad terminal de los presidentes. Desde hace más de veinte años, todos los mandatarios fueron diagnosticados con enfermedades que le dejaban pocas semanas de vida. A Menem, De la Rúa y ahora a Kirchner se les imputó esa debilidad. Menem y De la Rúa allí andan, cadáveres políticos los dos, pero físicamente muy saludables.
No estoy en condiciones de asegurar que ése será el destino político de Kirchner, pero a ojo de buen cubero, como quien dice, no creo que la enfermedad del presidente vaya más allá de algunos retorcijones dolorosos y otras minucias por el estilo, propias de alguien que, bueno o malo, trabaja intensamente y está expuesto a diferentes tensiones nerviosas y psíquicas.
En la historia argentina de los últimos setenta años hubo tres o cuatro presidentes con problemas reales de salud: Uriburu, el golpista del treinta, que murió en París en el verano de 1932; Ortiz, que debió renunciar por la diabetes y murió en su casa; Lonardi, que dejó el poder en noviembre de 1955 y murió dos o tres meses después y Perón que, como él mismo lo presentía, murió un año después de haber ganado las elecciones con más del sesenta por ciento de los votos.
Especulaciones sobre las enfermedades de los presidentes siempre hubo y por lo general responden a la demanda chismosa de ciertos sectores sociales y a la impotencia de opositores que se ilusionan con que la muerte resuelva lo que ellos no son capaces de resolver por la vía de la política. Por lo pronto, no hay indicios reales de que Kirchner vaya a perder el poder por razones de salud, del mismo modo que tampoco hay indicios reales de que, por el momento, la oposición lo vaya a debilitar o a crearle algún dolor de cabeza más o menos serio.