El futuro es incierto, pero la incertidumbre es el fondo de la creatividad humana». Ylya Prigogine
Si en la década del noventa los gobiernos de signo liberal y conservador ejercieron el poder en América latina, en la década actual pareciera que el péndulo se inclina hacia gobiernos de centro izquierda o, según se mire, «nacionales y populares» . En la década del noventa la mayoría de las experiencias conservadoras se hicieron bajo el signo de la democracia y en un contexto internacional caracterizado por la globalización constituida en el modelo cultural hegemónico luego de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe estrepitoso del comunismo.
En la década siguiente los populismos de izquierda, por denominarlos de alguna manera, también llegaron al poder a través de elecciones y las transformaciones que se proponen hacer no pretenden apartarse de la institucionalidad democrática. Si los años noventa fueron los de la modernización conservadora y el Consenso de Washington, el siglo XXI abre la posibilidad de que América latina inicie el camino del desarrollo y la equidad social.
Da la impresión de que este giro a la izquierda que se observa, es una respuesta a los fracasos de las soluciones neoliberales. Chávez en Venezuela y Morales en Bolivia llegan al poder porque quienes deberían haber asegurado niveles mínimos de convivencia social hicieron exactamente lo contrario. La red de privilegios, corrupción y roscas mafiosas montadas por políticos mendaces y tramposos empobrecieron al conjunto de la sociedad.
Por su parte, desde los Estados Unidos de Norteamérica poco y nada se hizo para asegurar políticas que demostraran que por los caminos tradicionales era posible mejorar la calidad de vida de la población. Por el contrario, la poca o mucha influencia de Washington sobre los países de su tradicional «patio trasero» estuvo orientada a reforzar a los grupos y castas más desprestigiados, o a crearle dificultades financieras a gobiernos que deberían haber sido sus mejores aliados, o a persistir en la prédica a favor de libre comercio mientras fronteras adentro practicaban el proteccionismo.
Que la derecha haya fracasado en la década del noventa no quiere decir que inevitablemente la izquierda o el populismo vayan a resolver con éxito los grandes desafíos sociales. En principio, habría que decir que los cambios políticos que se están dando pueden identificarse con el concepto de izquierda en sus líneas más generales, ya que la identidad misma de la izquierda está puesta hoy bajo un amplio signo de interrogación. Por otro lado, porque las experiencias que se están dando son diferentes y cuesta mucho poner en un mismo plano un liderazgo como el de Chávez con un gobierno como el de Lagos, o un proceso como el del Frente Amplio en Uruguay con un movimiento indigenista como el del MAS en Bolivia.
Que en todos los casos los mandatarios invoquen principios generales a favor de los más explotados o los más postergados, no quiere decir que a la hora de decidir en temas políticos o en temas que comprometen el interés nacional, no se observen diferencias. Es más, en ciertas circunstancias esas diferencias lleguen a ser profundas.
Hoy a los gobiernos se los juzga por sus resultados concretos y no por las ideologías que los justifican o le dan sentido a sus imaginarios colectivos. A los neoliberales de los noventa se los criticó no en nombre de los ideales abstractos del liberalismo sino por las consecuencias sociales y económicas de sus ensayos políticos. Invocaron la libertad y concentraron el poder, predicaron a favor de la competencia y afianzaron los monopolios, dijeron defender la propiedad e incrementaron la desocupación, ponderaron los beneficios de la productividad pero los grandes negocios los hicieron los especuladores financieros y todo ello en nombre de los valores modernizadores de la libertad.
La izquierda y el populismo vienen a corregir esos vicios, pero la distancia que existe entre sus intenciones y la realidad es larga y el camino a recorrer no está trazado de antemano. Si la derecha fue juzgada por sus resultados, la izquierda también será juzgada por sus frutos. Se sabe que en política los milagros no existen y mucho menos la magia, pero algunas mediciones objetivas permiten registrar si efectivamente las sociedades mejoran su calidad de vida o si, por el contrario, retroceden.
El fracaso del neoliberalismo no habilita al triunfo del populismo en sus variantes demagógicas, autoritarias y corruptas. Chávez dispone de un interesante apoyo popular, pero por sobre todas las cosas dispone de una renta petrolera (ampliada en los últimos años gracias a la hazaña norteamericana en Irak) que transforma a Venezuela en una de las naciones más ricas del continente.
Sin embargo, por lo que se puede evaluar hasta la fecha, la calidad de vida de la población no ha mejorado en proporción a la propaganda triunfalista del gobierno. En Venezuela la pobreza sigue siendo tan intensa como en los tiempos de los gobiernos «adecos» y en ciertos aspectos ha crecido; lo que ha variado es la demagogia oficial y las políticas sociales clientelistas, además de la «ayuda» cubana a través de expertos en la administración del flamante Estado revolucionario.
Pero lo más grave que ocurre en Venezuela es que hoy es un país partido por la mitad, una situación que que desde el punto de vista social y político constituye el peor de los escenarios posibles. Es la experiencia histórica la que enseña que nada bueno le espera a un país en donde la fractura social se expresa a través de proyectos políticos que para realizarse reclaman del aniquilamiento de la otra parte.
La identidad de izquierda o, para ser más preciso, la identidad «popular» de los gobiernos, tampoco asegura buenas relaciones de vecindad. Los conflictos en el Mercosur, las diferencias entre Chile y Bolivia o los conflictos entre Argentina y Uruguay por las papeleras o entre Brasil y Uruguay por la comercialización, demuestran que los intereses nacionales son mucho más importantes que las supuestas filiaciones ideológicas.
Por otra parte, la identidad de la izquierda, o de lo que en la década del sesenta se conoció como «nacional-popular», está puesta en tela de juicio en tanto que las condiciones de la globalización, la función de los estados nacionales, la fase actual de desarrollo del capitalismo y el rol del imperio han variado y, por ende, también deben variar las propuestas políticas.
Hoy en América latina sabemos lo que no va pero no tenemos la misma claridad para saber lo que sí funciona. Sabemos que el capitalismo salvaje genera explotación y pobreza, pero también sabemos que el populismo demagógico conduce a los pueblos a callejones sin salida. Sabemos que el mercado no es la fuente que asegura la felicidad de los pueblos, pero también sabemos que el Estado debe ser eficiente y dirigido por funcionarios capaces. Sabemos que es necesario que las sociedades generen riquezas, pero que el crecimiento económico no es condición suficiente para asegurar el desarrollo social.
Sabemos que la democracia es la fórmula política y cultural más idónea para garantizar la convivencia, pero también sabemos que esa convivencia debe estar respaldada por ciudadanos educados, sanos y con trabajo. Sabemos que la historia juzga a los gobiernos por la relación que mantiene con los ricos, pero por sobre todas las cosas por el trato que le da a los pobres. Sabemos que no hay sociedades perfectas, que «la perfección es fascista», pero que hay sociedades más justas y sociedades más injustas.
Estas certezas no alcanzan para asegurar un buen gobierno, pero si las clases dirigentes se hicieran cargo de ellas les permitiría equivocarse menos. El futuro político está siempre abierto a la creación y la inspiración de los grandes gobernantes, pero si bien del futuro no es mucho lo que sabemos, sí estamos en condiciones de decir que todo aquello que decida emprenderse no podrá hacerse desconociendo los errores que se cometieron y las certezas que se adquirieron.