Es lo que es. No puedo censurarle por lo que podría ser. Si no es lo que podría ser, yo pediría a Dios que lo fuera». Shakespeare
No hay información de que Kirchner y su esposa se hayan preocupado por la violación de los Derechos Humanos durante la dictadura militar. Puede que en alguna sobremesa haya hecho algún comentario, pero ni durante la dictadura ni en la democracia hay constancias de que el matrimonio haya expresado a nivel público una frase de solidaridad hacia los perseguidos políticos y los desaparecidos.
Como gobernador de Santa Cruz, su ausencia en el tema fue absoluta o casi absoluta. Algunos vecinos de Río Gallegos aseguran que por entonces Kirchner era más amigo de los militares que de los Derechos Humanos. Alguien podrá decir que Kirchner no fue el único político que en este aspecto se mantuvo alejado o indiferente. Hubo muchos políticos, efectivamente, que por uno u otro motivo guardaron silencio, miraron hacia otro lado y, en algunos casos, fueron cómplices de los verdugos. Pero el caso de Kirchner no es notable por su silencio, sino por el hecho de que, habiendo sido uno de los tantos políticos que se calló la boca, es ahora el único presidente que las Madres de Plaza de Mayo, a través de su titular, Hebe de Bonafini, consideran un amigo.
Yo recuerdo que en los años del Proceso eran contados con los dedos de la mano los políticos que firmaban solicitadas y declaraciones criticando la violación de los Derechos Humanos. Entre esos políticos estaba Alfonsín, por ejemplo, pero no Kirchner. Sin embargo, el amigo de Hebe de Bonafini es Kirchner y no Alfonsín. No sé si los que firmaban se jugaban la vida, pero queda claro que algún riesgo corrían, riesgo que Néstor Kirchner se privó de disfrutar en toda la línea.
En los primeros años de la década del ochenta algunos políticos se comprometieron un poco más. En algún momento se publicó una solicitada que contaba con la adhesión de dirigentes que iban desde Alfredo Bravo, Oscar Alende y Estévez Boero hasta Herminio Iglesias. En esas largas y heterogéneas listas de entonces, el nombre de Kirchner brillaba por su ausencia. También el de su esposa, por supuesto.
Seguramente, en 1983, Kirchner votó por Luder. Y seguramente no le debe haber resultado incómodo compartir su propuesta de amnistiar a los militares. Lo que sí se sabe es que su señora, hasta unos meses antes de la candidatura de Luder, seguía creyendo que la mejor fórmula para el peronismo era la de Isabel Perón.
A Alfonsín se le pueden criticar muchas cosas, pero lo que la historia ya le ha reconocido es su trabajo a favor de la democracia en un momento en que muchos creían que los militares iban a seguir controlando el sistema político. Juzgar a las Juntas fue un paso histórico trascendente. Tan importante como condenar a los violadores de Derechos Humanos fue crear un consenso cultural condenando el autoritarismo castrense. La derrota de la dictadura no sólo fue política y judicial, también fue cultural y, para el logro de ese objetivo, la labor de Alfonsín fue decisiva, sobre todo si se tiene en cuenta que por entonces no era sencillo ponerle el cascabel al gato.
Conviene recordar el clima de los primeros años de la democracia. Conviene recordar el tiempo en que muchos demócratas convencidos creían que los militares podían regresar. O cuando el general Menéndez se avalanzaba con un cuchillo sobre los manifestantes. O cuando personajes siniestros y sórdidos como Suárez Mason o Camps hacían declaraciones amenazantes.
En aquellos años, comprometerse a favor de los Derechos Humanos no era una tarea sencilla. Por el contrario, significaba romper relaciones con poderosos intereses, arriesgar una supuesta seguridad institucional porque los rumores afirmaban que los militares no iban a permitir ser juzgados por el poder civil. Digamos que condenar a los genocidas no era una tarea gratuita. El poder militar entonces parecía intacto y se necesitaban una fuerte convicción moral y una sólida confianza en la democracia para atreverse a dar los pasos que se dieron.
Alfonsín lo hizo y por ello será reconocido históricamente, aunque ese reconocimiento no excluye el odio o el resentimiento de grupos y sectores corporativos y facciosos que no le perdonan haber dado ese paso. Quienes hoy pretenden impugnar aquellas jornadas épicas en nombre de una supuesta capitulación expresada en las leyes de Obediencia Debida y Punto Final ignoran que esas leyes se sancionaron precisamente porque el poder de los militares seguía siendo importante.
A nadie, con un mínimo de objetividad, se le escapa que Alfonsín tuvo que sancionar esas leyes bajo presión. Algunos aseguran que no era necesario ceder tanto, pero admitamos que, más allá de las críticas que se le puedan hacer, la batalla a favor de los Derechos Humanos en sus líneas fundamentales estaba ganada.
Desde los tiempos de Nüremberg que los verdugos no eran sentados en el banquillo de los acusados y nunca, en Occidente, se había logrado condenar de una manera tan categórica a los jefes de una dictadura militar que no había sido derrocada por una insurrección armada.
Porque existió el juicio a las Juntas y porque culturalmente el terrorismo de Estado fue condenado por la sociedad es que Kirchner, veinte años después, puede hacerse el guapo con los militares sabiendo que no corre ningún riesgo. Hoy los militares están replegados en los cuarteles; los feroces leones están ahora viejos, achacosos y desdentados. Los felinos de entonces se han acostumbrado a comer cacahuetes de la mano de los chicos y por un pancho se sacan una foto con algún turista curioso.
Las críticas de Kirchner al poder militar se parecen a las fanfarronadas de esos compadritos que posan de guapo ante un ex boxeador derrotado para impresionar a la chica del barrio. Con el autoritarismo militar había que ser guapo cuando serlo significaba un riesgo que la conciencia moral exigía correr en nombre de las convicciones.
Por el contrario, hoy los desplantes antimilitaristas se parecen a un gesto publicitario, a una maniobra de distracción o a un deseo innoble de atribuirse honras que no se merecen. Kirchner se atribuye medallas y reconocimientos que no merece, entre otras cosas, porque nunca se preocupó en merecerlas. Pero lo sorprendente no es tanto que un político más o menos oportunista pretenda atribuirse glorias ajenas, sino que una dirigente de las Madres, que se distinguió por su dureza contra todos los gobiernos, acepte muy suelta de cuerpo que el actual presidente es su gran amigo. No cuestiono la decisión de Hebe de Bonafini de suspender las marchas de la resistencia, lo que cuestiono son los argumentos que emplea para suspenderla.
Lo que sorprende es que la señora Bonafini, que en su momento le tuvo una impaciencia infinita a Alfonsín, ahora le tenga una paciencia infinita a Kirchner. La historia no tiene la obligación de ser justa o coherente. El gran ausente en materia de Derechos Humanos en los tiempos duros es ahora el abanderado. Tan sorprendente como su conversión es la creencia de quienes suponen que desde los tiempos de Gandhi y Luther King no hubo alguien tan apasionadamente convencido en defender la causa de los Derechos Humanos.