La fórmula para gobernar es sencilla: audacia, suerte y dos o tres ideas. Audacia para tomar decisiones, ideas para saber más o menos adónde se quiere ir y suerte para que aquellas situaciones que escapan a nuestro control jueguen a favor y no en contra.
Seguramente a un estadista se le exigiría algo más que estos tres descarnados atributos. A diferencia de un gobernante, un estadista mantiene un compromiso con la historia, define el antes y el después de un período histórico, es más profundo, mira más lejos y tiene el talento, la sutileza y la energía para desprenderse de las exigencias de la coyuntura sin dejar, al mismo tiempo, de ser el hombre más contemporáneo de su época.
Atendiendo a estas consideraciones dictadas por el más descarnado realismo político, Néstor Kirchner podría ser un gobernante aceptable, aunque no me atrevería a calificarlo de estadista. Tal vez lo sea, tal vez el juicio de la historia lo instale en ese lugar, pero también puede pasar, a la hora de los pronósticos, que esa cadena de audacia y suerte se quiebre y ni siquiera sea recordado como un buen gobernante.
Por lo pronto, todo parece indicar que los dioses han decidido jugar su prestigio a favor del presidente. Buenas condiciones económicas internacionales, crisis de liderazgos mundiales y un marco regional aceptable a pesar de las pequeñas borrascas, ayudan a gobernar.
En el orden interno, lo que distingue a un gobierno que está pasando por un buen momento, de otro que no puede salir a flote, es un dato fácilmente reconocible y esto ocurre cuando resulta más fácil, mucho más fácil, más cómodo y más práctico, ser oficialista que opositor.
Es más; a derecha, centro e izquierda, lo que se observa, para abonar esta teoría, es que existen ciertas intenciones de mudarse de los desolados campamentos de la oposición a las confortables carpas del oficialismo. Ocurre que gobernar no es sólo administrar la propia tropa, sino cuatrerear la tropa ajena. Algo de esto hace Kirchner y, a decir verdad, hacerlo no le cuesta demasiado esfuerzo, ya que más de un político, como en el truco, está esperando una seña, un guiño, para pasarse con armas y bagajes a la causa del poder.
No le va mal al gobierno y todo parece indicar que por este camino su reelección para el año que viene está casi asegurada. Siempre puede ocurrir un imponderable, pero no hay en el horizonte por el momento tormentas que afecten la popularidad de un gobierno que, además, sabe usar los dispositivos del poder, los usa con implacable rigor y aprovecha para ello una tradición política que no sólo avala que desde el poder se pueda hacer todo lo necesario para reproducirlo, sino que aprovecha las lagunas de la ley para obtener el mismo fin vía coparticipación o vía decretos de necesidad y urgencia.
Un país se puede gobernar manteniendo en condiciones aceptables de vida a un sesenta por ciento de la población. En las actuales sociedades consumistas, secularizadas y desencantadas ideológicamente, el gobierno que asegure créditos en las casas de electrodomésticos y pague los sueldos tiene casi garantizada la permanencia en el poder.
Y en esto, la ideología no aporta demasiado: los militares con la plata dulce; Menem con el voto cuota y Kirchner con el estilo «pingüino» gobernaron y gobiernan con un aceptable consenso, más allá de sus evidentes diferencias ideológicas.
En un país de treinta y siete millones de habitantes, seis millones viven fuera de toda integración, redención y chances de futuro, y otros seis millones flotan sabiendo que en cualquier momento pueden precipitarse al abismo de la miseria y la marginalidad. Sin embargo, con diferentes expectativas y diferentes niveles de vida, veinte millones de argentinos están más o menos satisfechos y con esa base de adhesión un gobierno puede no sólo gobernar, sino aspirar a ser reelecto.
Lo dicho merece relativizarse, claro está, pero en sus líneas generales es así como funciona el sistema: mientras los supermercados trabajen, las agencias de turismo vendan planes de viaje y las casas de modas puedan financiar el consumo en cuotas, se puede gobernar en democracia, aunque seis millones de personas, es decir, una cifra parecida a la del Holocausto, no sólo viven el presente como una condena, sino que, además, no tienen futuro, porque para el mundo que viene los hijos de esos miserables no tendrán ninguna posibilidad de integrarse y su destino será el delito, la cárcel, la droga y, todo ello, claro está, con mucho fútbol y mucha cumbia.
Un gobierno justo no sería entonces el que puede asegurar la gobernabilidad o ganar elecciones, sino el que se proponga de manera efectiva y real empezar a revertir la realidad de seis millones de argentinos condenados a la muerte civil, instalados en una suerte de cruel y despiadado apartheid que, por supuesto, no está sancionado por ninguna otra ley que la de un sistema que combina sus méritos de eficiencia y modernidad con una lógica sucia e insensible de barbarie.
Una sociedad justa, lo dicen los organismos internacionales, es la que está en condiciones de asegurarle mínimas condiciones de vida a todos sus habitantes. Puede haber ricos y pobres, lindos y feos, altos y bajos, felices y desgraciados, pero lo que no se puede aceptar o no se puede legitimar moralmente, es una sociedad que con helada indiferencia admita que el veinte por ciento de su población viva en el infierno.
Se dirá que un mundo feliz es imposible y es verdad. Se dirá que no es factible una sociedad igualitaria y que hasta en los países más avanzados hay injusticias. Todo esto puede ser cierto, pero dentro de ciertos límites. Yo no pretendo un mundo feliz para todos (habitualmente han sido los dictadores de derecha e izquierda los que han prometido esa utopía), lo que pretendo, en términos razonables, es una sociedad que haga realidad su propio discurso a favor de la igualdad de oportunidades y que se haga cargo de ese principio, sustentado por todas las leyes y todas las religiones, de que la vida es sagrada y que no se puede contemplar impávidamente cómo seis millones de personas se hunden en el infierno ante nuestra indiferencia o nuestras coartadas morales.
Sobre este tema, creo que no se puede recurrir a las medias tintas. En los años de la dictadura, el argumento dictado por el miedo, la complicidad o la indiferencia era «algo habrán hecho». Hoy el argumento es el mismo «algo habrán hecho» o «algo no habrán hecho», ya que si son pobres de solemnidad, si son miserables, si viven en ranchos de latas, si son sucios, feos y malos, es porque ellos tienen la culpa.
Las grandes consignas de la modernidad fueron escritas en el frontispicio de la historia y se resumieron en tres palabras: libertad, igualdad, fraternidad. Hoy esas consignas han sido progresivamente reemplazadas por «consumo, comodidad y felicidad». Algo ha pasado en el mundo para que este giro «epistemológico» se haya producido, algo nos está pasando a nosotros para que hayamos renunciado a las grandes esperanzas del progreso.
Sobre todos estos temas habrá que reflexionar y las conclusiones nunca serán sencillas. El mundo es como es; la Argentina es como sabemos que es, pero creo que no hace falta hacerla reventar, volar por los aires, para provocar un cambio que apueste a sociedades más libres y más solidarias. Algunos países lo han logrado, algunos naciones están trabajando para lograrlo. Lo que está en juego es algo más que un gobierno o un sistema político, lo que está en juego es una civilización, un estilo de vida, una apuesta a favor del hombre y de los hombres.
Que gobierne Kirchner, que la oposición lo critique, que las libertades sean reconocidas, que la clase media crezca y sea cada vez más amplia porque no conozco un país justo que no esté configurado por una numerosa y ascendente clase media, pero a todas estas consideraciones sería necesario agregarle la demanda de justicia, una justicia que no se resuelve con políticas asistenciales, que no se resuelve con ganar votos cautivos; hablo de esa justicia que reclamaban los viejos liberales en los tiempos en que la libertad no estaba reñida con la justicia y el progreso no era contradictorio con la integración.