La política es compleja, es laberíntica, muchas veces sus desenlaces son imprevisibles, pero lo que no suele admitir son las coartadas. Puede que un golpe de suerte (llamamos «suerte» a resultados que no controlamos) instale un candidato en la Casa Rosada. Sin ir más lejos, Kirchner fue un beneficiario del azar, ya que nunca nadie pudo haber planificado el conjunto de imponderables que lo terminaron instalando en la Casa Rosada; nadie supo con anticipación que De la Rúa no iba a concluir su mandato, que se iban a suceder tres presidentes, que Reutemann no iba a aceptar la ofrenda que le daban servida, que De la Sota no iba a ser aceptado y que, finalmente, Kirchner iba a disponer de un sistema electoral que lo favorecería, ya que, si se hubiera aplicado la ley de lemas, o si se hubiera convocado a elecciones internas en el Justicialismo, el candidato más votado del peronismo habría sido Carlos Menem, y tal vez (en la Argentina todo es posible), habría sido presidente por un nuevo período.
La reflexión viene a cuento para explicar por qué la «suerte» a veces ayuda, más allá de que una vez que dio su bendición es necesario saber merecerla. Lo que pasa es que la suerte opera con su propia lógica y es muy difícil que alguien pueda ponerla a su servicio. Tampoco sería razonable que un político apueste su futuro político o haga del azar el centro de su estrategia política. Como dice el famoso tahúr que Borges siempre recuerda: «De la suerte no sabemos casi nada, salvo que existe y que dura poco…». En definitiva, todo político sabe que la suerte existe, pero que está obligado a actuar como si no existiera.
Valgan estas consideraciones para explicar que en política los imponderables siempre son posibles, pero todo político serio trabaja sobre certezas, no da saltos en el vacío, ni espera que un golpe de suerte le resuelva lo que él no fue capaz de resolver. Vista desde una perspectiva más social, la política para ser seria y no un juego personalísimo orientado a ocupar espacios de poder, debe preocuparse por expresar corrientes sociales, ideales colectivos, aspiraciones populares. Si después la suerte ayuda, bienvenida, pero no se puede invertir el orden de los factores y esperar la bendición de la suerte y después preguntarse sobre lo que hay que hacer.
Pues bien, confiar en un candidato, creer que la magia mediática o la buena imagen de un candidato, pueden resolver los desafíos que se le plantean hoy a la oposición, es una coartada política que, como toda coartada, no suele producir buenos resultados y es más el producto de una ilusión o de la impotencia, que la producción de un hecho político trascendente.
No quiero ser aguafiestas, pero me da la impresión de que la candidatura de Roberto Lavagna es más una coartada que una iniciativa política opositora racional y efectiva. Es más, creo que es una candidatura débil, por más que en estos días los torpes voceros del oficialismo, incluido el propio presidente, reaccionaron con una agresividad y grosería que más que poner en evidencia la eficacia de la candidatura de Lavagna, lo que hizo fue ponerlos en evidencia a ellos mismos.
En todo caso, lo que la candidatura de Lavagna viene a demostrar es que el gobierno le teme a una estrategia opositora eficaz y que, más allá de su popularidad y de los índices favorables de las encuestas, este gobierno se siente débil o no está dispuesto a aceptar que socialmente exista un arco opositor muy fuerte, como corresponde a toda sociedad pluralista.
Que el gobierno esté nervioso por lo de Lavagna, no quiere decir que su candidatura no sea una coartada o, para expresarlo con otras palabras, el producto de la debilidad de la oposición y no de su fortaleza. Una oposición política debe sostenerse en una coalición social fuerte y un programa de gobierno alternativo al oficial. Esto implica cuadros políticos trabajando, equipos técnicos, liderazgos locales y regionales y capacidad para saber lo que hay que hacer si se asumiese la responsabilidad de gobernar.
Se podría argumentar a favor de la candidatura de Lavagna que, atendiendo a la crisis de los partidos opositores, una candidatura bien plantada podría llegar a ser un buen punto de partida para empezar a organizar a la oposición. Todo puede ser posible, incluso la candidatura de Lavagna, pero creo que si así fuera, lo que no se puede ignorar son las exigencias centrales de la política: programas, equipos de trabajo, etc, etc. ¿Están dispuestos los actuales soportes de la candidatura de Lavagna a producir una importante reforma en el Estado que termine con el clientelismo, que reforme la educación, que establezca pautas centrales de desarrollo económico? Me podrán decir que sí, pero esa respuesta afirmativa habrá que demostrarla y habrá que probar que efectivamente los soportes reales de la candidatura de Lavagna, tradicionalmente vinculados a las formas más tradicionales de hacer política, están dispuestos a hacer casi lo contrario de lo que vienen haciendo desde hace cuarenta años.
¿Una oposición tiene la obligación de ganar? Toda oposición política que se precie de tal aspira al poder, ya que de no ser así sería una corriente testimonial pero no una oposición cuyo destino es ser en algún momento oficialismo. Aspirar al poder es legítimo, pero esto no quiere decir que hay que ganar las elecciones al otro año. Hay partidos o coaliciones que ganaron elecciones y a los pocos meses volvieron al llano porque no sabían qué hacer con el poder; hay partidos, como el «pete» de Brasil o el Frente Amplio de Uruguay, que perdieron muchas elecciones pero mientras tanto iban ganando experiencia y representación territorial.
Lo que importa, en todo caso, son las corrientes sociales, los proyectos nacionales, los ideales que se discuten. Siempre es preferible una fuerza modesta que se proponga ir creciendo sobre bases firmes y no una operación mediática que instale a un candidato en el poder y que, al otro día, ese candidato regrese al llano cubierto de vergüenza o transformado en un cadáver político.
Siempre es preferible la construcción colectiva que el alineamiento detrás de un líder o, algo peor que un líder, de una imagen mediática, construida por encima o por debajo de los partidos políticos históricos, quienes suponen que se van a redimir por ese camino.
Los liderazgos siempre son importantes, pero las supuestas «invenciones creativas» sobre la base de candidatos independientes y partidos debilitados no dan garantías, por más que muchos se ilusionen creyendo que por la vía de un candidato milagroso los partidos pueden resolver los problemas que los hundieron en la crisis, sin interrogarse sobre la causa que provocó la crisis y, por el contrario, premiando a quienes de una manera seguramente no deliberada fueron los responsables de esa crisis.
El propio Lavagna ha dicho que hay que esperar, porque es conciente que constituirse como líder opositor o pretender ganar la presidencia de la nación es algo mucho más difícil que una operación mediática o una conferencia de prensa con políticos muy respetables en lo suyo pero que, convengamos, no son los mejores referentes para quienes se proponen construir algo nuevo hacia el futuro.
De todos modos, lo que la candidatura de Lavagna -o el rumor sobre su candidatura- ha venido a poner en evidencia, son los malos reflejos del gobierno. También contribuye a derrumbar la ilusión oficialista de que ellos son los únicos actores políticos y el resto es una suma de minorías fragmentadas.
En los últimos días el gobierno ha debido soportar que los socialistas le digan que «no» a su oferta y que Lavagna amenace con su candidatura. Esto en una democracia normal a nadie le debería llamar la atención, pero en las condiciones de la Argentina, con un gobierno que cada vez parece soportar menos las disidencias, es un dato importante a tener en cuenta, sobre todo para quienes aspiran a realizar sueños hegemónicos.