Los dilemas del poder democrático

El presidente Kirchner no propone una concertación, propone una adhesión a su liderazgo. Hacerlo está en su derecho, pero el empleo de las palabras debe ser correcto, porque si no están vendiendo gato por liebre o diciendo una cosa por otra. El problema no es que Kirchner quiera ganar más poder político, el problema lo expresan aquellos que se suman a una propuesta creyendo que lo hacen en igualdad de condiciones o, secretamente, pensando que por ese camino solucionan su situación personal o la de su grupo.

La experiencia enseña que los acuerdos con el peronismo producen como resultado a mediano plazo la desaparición política del aliado. En los casi sesenta años de historia del peronismo no hay un solo ejemplo que pruebe lo contrario. Desde FORJA y los laboristas, hasta la Ucede, pasando por el espectro ideológico de derecha e izquierda, todos concluyeron reducidos a su mínima expresión o desapareciendo.

Lo más curioso son los argumentos de quienes se entregan al peronismo en nombre del sentido común o la viveza criolla o suponiendo que por ese camino resuelven la relación con las masas. Hablemos de dirigentes honestos que en su momento fueron representativos. Pongamos por ejemplo a Oscar Alende en el orden nacional o a Héctor Caballero en el orden provincial. Todo lo que ganaron lo hicieron fuera del peronismo; todo lo que perdieron lo hicieron dentro del peronismo. Fuera del peronismo podían ser todo, dentro del peronismo terminaron siendo nada.

Alguien dirá que se trata de un argumento antiperonista, cuando en realidad se trata de una argumento a favor de la identidad política de determinados protagonistas de la vida pública que en cierto momento de su carrera política se les ha ocurrido que la única manera o el único camino para ser nacional y popular pasa por entregarse al peronismo.

Se puede entender al político amortizado, sin votos, y con apenas un nombre para ofertar, que acepte integrar una boleta peronista para asegurarse un cargo que en el futuro le asegure una buena jubilación; lo que se hace más difícil de entender es que políticos que tienen una representación social propia, que pertenecen a una cultura que no es peronista y, en más de un caso, fue antiperonista, decidan rendirse sin condiciones a su tradicional adversario y que, además, crean que por ese camino están contribuyendo a la liberación nacional u otras consignas por el estilo.

Puedo entender al ciudadano que a título personal cree que el peronismo es la mejor solución para la Argentina; admito, incluso, el derecho que le asiste al peronismo para tratar de sumar a su movimiento a todos los que pueda: fascistas e izquierdistas, liberales y conservadores, leales y traidores, torturadores y torturados, ascetas y aventureros (Ghioldi definía al peronismo en 1945 como «cóctel atroz de restos de mesas diferentes»), lo que no entiendo es, por ejemplo, a los gobernadores radicales, y, mucho menos entiendo a quienes creen que por ese camino les va a ir bien a ellos y al radicalismo.

¿Entonces no queda otra alternativa que el antiperonismo? Esa es una manera tramposa de plantear un dilema mucho más complejo. No se trata de ser antiperonista, se trata simplemente de defender el derecho a no ser peronista. Y, mucho menos, cuando los motivos de ese pasaje responden a ambiciones personales o a alienaciones ideológicas como las de quienes suponen que todos los problemas personales y políticos se resuelven sumándose al peronismo en condición, no de aliado, sino de subordinado o de sirviente.

Está claro que lo que ocurre en la Argentina es una experiencia singular. En los países más o menos estabilizados lo que hoy estamos discutiendo sería impensable. Un conservador es conservador y un laborista es laborista. Puede que un conservador se haga laborista o a la inversa, pero siempre es título personal. Sólo en la Argentina los no peronistas teorizan sobre la necesidad de sumarse al peronismo invocando para ello una alianza o un acuerdo que no es ni alianza ni acuerdo, porque en todos los casos que hemos visto de lo que se trata es de someterse al más poderoso.

Si la única posibilidad para sobrevivir políticamente es hacerse peronista o mascarón de proa del peronismo, deberíamos admitir que los conceptos argentino y peronista son la misma cosa y que la diversidad y el pluralismo no existe o sólo puede existir en el interior del movimiento justicialista conducido por el líder o el caudillo de turno.

Está claro que la oposición no peronista debe de haberse equivocado mucho para llegar a plantearse estos dilemas. Es verdad que Kirchner aprieta a los gobernadores con la coparticipación, pero esa presión indebida se resuelve reclamando más democracia o movilizando a la provincia en contra de un presidente que la asfixia.

Pero ocurre que para muchos de estos gobernadores resulta más cómodo entregarse al poder con trillados argumentos ideológicos que luchar para modificar una situación injusta. La mujer que a punto de ser violada decide tranquilizar al violador entregándose no ha impedido la violación, por el contrario, la ha facilitado con el agravante que de aquí en más es posible que debido a su buena predisposición sea sometida periódicamente hasta el momento en que el violador considere que ya está satisfecho y decida ir por otra presa. Digamos que la señorita o señora no sólo no impidió la violación, sino que contribuyó a que el violador siga suelto. No son pocos los políticos aliados al peronismo que suelen terminar enredados en ese dilema morboso.

Es verdad que el peronismo es una formidable máquina de acumular poder, pero a la máquina no se la controla sumándose a ella sino creando a su lado otra máquina parecida pero diferente. La oposición tiene que entender que hacer política en democracia implica saber lo que hay que hacer con el capitalismo y lo que hay que hacer con las masas.

El criterio de verdad en todos los casos es la adhesión de la sociedad. Nunca se debe perder de vista que el principio básico de legitimidad democrática es el voto de los ciudadanos, y que, en sociedades en donde una persona es igual a un voto es imposible legitimarse por otro camino que no sea el de la adhesión de las masas.

Se sabe que han existido otros sistemas con otros principios de legitimación: la legitimidad de la sangre en la monarquía; la del honor en la aristocracia; la del dinero en la oligarquía, pero en democracia la legitimidad básica es el voto. Esto no quiere decir que no haya otros principios de legalidad como, por ejemplo, la división de poderes, la periodicidad en los mandatos, pero para ser más claro, en estas democracias no se llega al gobierno por otro camino que no sea el del voto. Los que así no lo entendieron, terminaron creyendo que el golpe de Estado era un buen sustituto a la legitimidad democrática.

Pero no sólo es necesario llegar al poder con el apoyo de las masas; también es indispensable gobernar con ese apoyo. Los que así no lo creen, observen cómo le fue a De la Rúa por no atender a este elemental requisito político y creer que se podía gobernar produciendo todos los días decisiones políticas en contra de los intereses de sus propios votantes.

¿Entonces la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Esa es una frase feliz pronunciada por Lincoln en un momento especial, pero que no tiene más consecuencias que las frases felices, es decir, suenan lindo, dejan contentos a muchos, pero no son del todo verdaderas. Hay muchas maneras de definir a la democracia, pero en nombre del realismo habría que pensarla como una negociación ardua, compleja, entre las demandas populares y el poder económico. Uno de los actores se legitima en nombre de la mayoría, el otro se legitima en nombre de la riqueza. La democracia entonces sería el producto de una negociación difícil que exige como condición para que exista la presencia de ambos protagonistas.

Los políticos sin voto no existen; los políticos con votos prestados duran poco; sólo sobreviven los políticos que con sinceridad y eficacia defienden certezas e intereses y conocen las reglas de juego del poder, por lo que esta nota puede concluir citando la primera frase del texto: «El futuro es de las masas o de quien sea capaz de explicárselo».

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