Entre la democracia y la república

El único argumento consistente que brindó el oficialismo para justificar los decretos de necesidad de urgencia (DNU) y los superpoderes fue que los otros partidos, cuando estuvieron en el poder, hicieron lo mismo. Como muy bien dijo un periodista porteño: el gobierno nacional admite de manera explícita que su gestión en estos temas es más de lo mismo, un reconocimiento muy decepcionante para quienes suponen que están fundando una nueva Argentina o que están llevando adelante la definitiva revolución nacional.

No le falta razón a Elisa Carrió cuando dice que algo grave nos debe haber ocurrido a los argentinos, desde el punto de vista ético y cultural, para que los principales operadores políticos de este gobierno sean los Fernández; un puntero peronista, un operador cavallista y, podríamos agregar, ya que estamos hablando de apellidos, una militante de la rama femenina, una señora que a veces se parece a Hillary Clinton, pero a veces nos recuerda la histeria de Zulema Yoma con un discreto toque frívolo de Mirtha Legrand.

Recordemos que el operador político de Sarmiento fue Lucio Mansilla y después Nicolás Avellaneda. Y que el operador político de Avellaneda fue Pellegrini. O que el operador político de Julio Roca fue primero Eduardo Wilde y después Joaquín V. González. Y el de Roque Sáenz Peña fue Indalecio Gómez. Es verdad que entonces era otra Argentina, entre otras cosas porque estábamos entre los diez primeros países del mundo, por lo que se verificaría el principio de que los retrocesos económicos van acompañados de una indisimulable decadencia cultural y política.

Es verdad que al gobierno nacional no se lo puede juzgar solamente por su voluntad de concentrar poder; pero está claro que tampoco se puede callar o consentir los atropellos que se realizan contra los sistemas de control y límites que distinguen a un orden republicano. Tal vez sea exagerado decir que la república está muerta, pero sí puede decirse sin temor a exageraciones que en los últimos meses se le están propinando golpes muy duros.

Si establecemos una diferencia conceptual entre democracia y república, reconociéndole a la democracia el principio de soberanía popular y a la república la facultad de establecer límites institucionales para que el gobernante no se transforme en un déspota, debemos aceptar que en la Argentina puede que la democracia no esté lesionada, pero sí lo está la república y, por este camino, que nadie tenga dudas, en algún momento nos vamos hundir en un orden social degradado y corrupto, que puede ser la antesala de la dictadura o algo parecido.

En su momento, Alexis de Tocqueville sostenía que las sociedades modernas son históricamente democráticas y, como tales, su futuro está abierto a dos posibilidades: pueden ser autoritarias o pluralistas. Cuando se atacan los controles republicanos y se violentan las instituciones, la sociedad no deja de ser democrática, pero el sistema político empieza a ser autoritario.

Algo parecido es lo que está pasando en nuestro país, o, para ser más suave, es el riesgo hacia donde marchamos los argentinos si el oficialismo insiste en seguir concentrando el poder. Lo grave en estos casos es que el pasaje hacia el autoritarismo puede hacerse ante la apatía de importantes sectores de la sociedad, para quienes el deterioro de las instituciones republicanas les resulta indiferente.

En las llamadas sociedades consumistas, fundadas en el individualismo y el retorno al mundo privado con absoluta indiferencia hacia valores trascendentes, los temas republicanos no suelen despertar mucho entusiasmo. Dicho con franqueza: si un gobierno asegura turismo y créditos para adquirir electrodomésticos a las clases medias, y a los sectores empobrecidos los asiste con planes sociales, ese gobierno tiene asegurada la estabilidad, y a la sociedad poco le importa su signo ideológico o los atropellos institucionales que realice.

Los argentinos -me refiero a sus mayorías ruidosas y consumidoras- disfrutaron sin demasiados conflictos de conciencia de la plata dulce, después del uno a uno y, ahora, de los beneficios del dólar recontraalto. Ni la dictadura militar ni la corrupción menemista generaron culpas; por lo que, con estos antecedentes culturales, no hay motivos para creer que la sociedad se vaya a rebelar contra este gobierno por sus atropellos institucionales, por lo menos no lo va a hacer mientras las condiciones económicas de la coyuntura se mantengan.

Dicho con otras palabras: en la Argentina nadie se molesta por salir a la calle en defensa de la división de poderes, la coparticipación o un artículo de la Constitución. Lo que no saben quienes así piensan y actúan es que muchas veces su tranquilidad, su seguridad y el estilo de vida que defienden dependen de la vigencia de estas leyes.

Creo que la discusión sobre la república democrática no es el único tema que debe preocupar a la opinión pública, pero de allí a que resulte indiferente o quede solamente en manos de opositores -muchos de los cuales no tienen demasiada autoridad moral para hablar sobre el tema, porque cuando ejercieron el poder hicieron más o menos lo mismo- hay una gran distancia.

A Kirchner, los opositores más enceguecidos lo acusan de montonero, comunista. fascista y otras bellezas por el estilo. En política, las exageraciones son torpezas imperdonables, porque no sólo faltan a la verdad, sino porque resultan funcionales a quienes se pretende criticar.

Las referencias políticas para entender a Kirchner no están ni en Caracas ni en La Habana, están en Santa Cruz. El presidente intenta hacer en el orden nacional lo mismo que hizo en su provincia, porque es lo que aprendió a hacer y porque ese modo de concebir la política le ha dado muy buenos resultados.

No está mal que el presidente converse con Chávez e intente hacer negocios con quien navega sobre un océano de petróleo. El principal cliente del mandatario venezolano es George Bush, por lo que mal puede Estados Unidos enojarse porque la Argentina siga sus pasos en esa materia. Nadie puede discutir, por lo menos es muy difícil, la corrección de una estrategia regional tendiente a constituir bloques de naciones que mejoren la capacidad de negociación de los países del Cono Sur con las grandes potencias. Incluso, empezar a conversar la soberanía de las Malvinas, siempre y cuando no se transforme este tema en una bandera de guerra o algo parecido, puede ser correcto desde el punto de vista de los intereses de un Estado nacional.

En la misma línea puede decirse que el discurso del presidente a las fuerzas armadas en la cena de camaradería revela que la política del gobierno nacional hacia los militares va más allá de las críticas al terrorismo de Estado. La idea de modernizar a las fuerzas armadas a partir de un programa global que incluya la renovación tecnológica, nuevas estrategias defensivas y adecuados programas de formación académica son importantes, ya que no se puede negar que en las condiciones de la globalización y atendiendo a las nuevas modalidades de los Estados nacionales, a las fuerzas armadas hay que asignarles otros objetivos, siempre relacionados con la defensa, pero con recursos humanos capacitados desde el punto de vista técnico y político.

Prestando atención a la historia argentina de los últimos setenta años, nunca está de más recordarles a los militares la subordinación al poder civil con todas las consecuencias que ello implica, es decir, no sólo un determinado tipo de disciplina sino también una determinada formación cultural. La educación de los militares no puede seguir en manos de integristas religiosos o payasos fascistas. Los militares no son una isla o un territorio cerrado a las renovaciones culturales de la sociedad. No puede ser que, mientras en las universidades se estudia en teoría política o en historia nacional a Natalio Botana o a Tulio Halperín Donghi, por ejemplo, en las fuerzas armadas sigan siendo objeto de devoción mamarrachos como Giordano Bruno Genta o sus equivalentes contemporáneos.

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