La deserción de los radicales

Hasta que alguien demuestre lo contrario, en la historia política argentina de los últimos cincuenta o sesenta años, el radicalismo y el peronismo son partidos diferentes, y cuando uno gobierna el otro ejerce las tareas de opositor. Las diferencias no son el producto de un capricho, de una relación forzada con la realidad o de una maniobra para confundir al electorado: radicales y peronistas son por razones históricas y por motivos culturales, los dos grandes protagonistas del sistema político de la Argentina moderna.

Se sabe que ningún sistema político es eterno, que el bipartidismo en la Argentina nunca fue perfecto, que siempre estuvo latente a izquierda y derecha la configuración de una tercera fuerza política, pero también se sabe que la existencia de estas dos grandes fuerzas no son el producto de maniobras arteras o tandas publicitarias, sino que responden a necesidades históricas que supieron expresar en diferentes circunstancias.

En su momento radicales y peronistas fueron antagónicos y, hasta podría decirse, enemigos, pero con el paso de los años y el ejercicio de la democracia las diferencias se fueron limando. Como corresponde a cualquier democracia civilizada, los partidos competitivos tienen muchas coincidencias. En principio coinciden en defender las bases del sistema, ambos están de acuerdo en sostener a la Argentina burguesa; ambos consideran que es necesario un Estado que intervenga en la economía pero no la asfixie, ambos reconocen las virtudes de la democracia.

En una democracia madura los partidos políticos no son enemigos, pero la regla de oro de esa convivencia es el mantenimiento de la diferencia. La democracia como sistema necesita de opciones políticas diversas, la diversidad incluye varios matices ideológicos y programáticos, pero sobre todo incluye tradiciones políticas y culturales, modos de relacionarse con la sociedad, sentidos de pertenencia que van desde la ideología a lazos y lealtades familiares, desde los programas de gobierno a representaciones míticas e imaginarias.

Los sistemas políticos difieren de un país a otro, pero en todos los casos las identidades se mantienen, no sólo porque se construyeron sobre la base de experiencias históricas distintas, sino porque esa diferenciación resulta funcional al sistema. Laboristas y conservadores en Inglaterra tienen muchos puntos en común, pero los dirigentes laboristas no se hacen conservadores, y, a la inversa, los conservadores no se pasan al laborismo porque perdieron dos elecciones seguidas.

Algo parecido ocurre en España entre socialistas y «populares». Y esta diferencia se nota con más nitidez en Estados Unidos, en donde las diferencias ideológicas y programáticas entre republicanos y demócratas son muy delgadas, aunque todo norteamericano sabe muy bien por qué motivos es demócrata o republicano.

En la Argentina pareciera que esta lógica está a punto de romperse. Los radicales K han decidido acordar con el peronismo gobernante e invocan los acuerdos a los que han arribado con el oficialismo. Si las coincidencias fueran lo decisivo, hace rato que demócratas y republicanos en EE.UU. o conservadores y laboristas en Inglaterra deberían de haberse fusionado en un solo partido. No lo hicieron, no porque sean enemigos, sino porque son adversarios, respetan sus propias tradiciones partidarias y, así como a la hora de defender el sistema privilegian los acuerdos, a la hora de ejercer la democracia privilegian las diferencias.

El gran pecado original de los radicales K es haber renunciado al mandato histórico de su partido de ser opositores. Es probable que la chequera del presidente los haya persuadido, es probable que crean sinceramente en que ha llegado la hora de fusionarse en un gran frente oficial, pero también es muy probable que se hayan sentido seducidos por el aura exitista del oficialismo y ya no estén dispuestos a ejercer la paciencia de un opositor que espera, sin histeria y sin resignación, la hora de la alternancia.

Los ejemplos futboleros son simplificadores pero ayudan por la vía del absurdo a ver con más claridad ciertos errores. Cuando River sale campeón. Boca no plantea fusionarse con River, espera su momento y se prepara, porque se sabe -y esto vale para el fútbol, la política y la vida- que nada es eterno y que los exitosos de hoy son los fracasados de mañana.

La historia juzgará las conductas, pero sería una simplificación reducir estas capitulaciones a una anécdota personal, a la supuesta inmoralidad de los radicales K o a la perversidad del oficialismo. En la Argentina la cultura peronista ha impregnado al conjunto del sistema político. La idea del líder carismático que funda el gran movimiento histórico la inició Hipólito Yrigoyen, pero la terminó de modelar Juan Domingo Perón. Desde ese momento se ha creído más en los líderes que en los partidos.

Desde 1983 a la fecha cada dirigente que pudo trascender se imaginó ser un nuevo Perón: ese sueño lo tuvo Alfonsín con el tercer movimiento histórico; lo recuperó en versión conservadora Carlos Menem y, ahora, lo sostiene Kirchner. En todos los casos pretendieron construir alrededor de su persona movimientos políticos que trascendieran las fronteras partidarias.

Lisandro de la Torre y Alfredo Palacios nunca llegaron al gobierno, pero a ninguno se le ocurrió ceder a los cantos de sirena del oficialismo o dejarse seducir por el becerro de oro del poder. Hoy el político que se inicia quiere ser presidente, o colocarse al lado del presidente, el mes que viene, y nadie pareciera estar dispuesto a trabajar por proyectos que trasciendan su aventura personal. La gran obsesión política de estos tiempos pareciera que es la de ser oficialista, no importa en nombre de qué causa, lo que vale es el poder por el poder en sí mismo, por las satisfacciones que produce y por los beneficios que acarrea.

Kirchner en ese sentido no inventa nada, en todo caso reitera las obsesiones de sus antecesores con más posibilidades de éxito. Digamos entonces que en la Argentina existe una subcultura política tendiente a afianzar liderazgos hegemónicos y captar a dirigentes de otros partidos. Kirchner es responsable de lo que sucede, pero así como en el ejercicio de la prostitución, la prostituta es tan responsable como el que prostituye, en el caso que nos ocupa los seducidos son tan responsables como el seductor.

El argumento más inconsistente que dan los radicales K para pasarse con armas y bagajes al peronismo es el que ellos presentan como el más importante: las coincidencias políticas. Importa insistir que si este argumento fuera el decisivo, una democracia madura no podría funcionar, porque en la democracia los partidos tienen grandes coincidencias, pero ello no puede ser una excusa para desertar de la fuerza política a la que pertenecen y a la que le deben lo poco o lo mucho que han sido y son en política.

El lugar de todo radical con un gobierno peronista es la oposición. Sobran los ejemplos en la Argentina sobre políticos que creyeron que hacerse peronistas era un signo de viveza criolla y en un plazo más o menos breve desaparecieron como dirigentes. El exitismo no sólo es una mala fórmula política, sino que quienes actúan en su nombre terminan hundidos en el más escandaloso de los fracasos. Los radicales K parecen haber olvidado que la efectividad de un político se prueba en el ejercicio del poder, pero la dignidad de un político se pone a prueba desde su rol de opositor.

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