Los dilemas de la gobernabilidad

«Algunos intelectuales no quieren ni comprender ni transformar el mundo, quieren denunciarlo». R. Aron

Siempre se dijo que mucho más difícil que llegar al gobierno es gobernar. De la verdad del postulado puede dar testimonio Fernando de la Rúa, quien, mientras fue opositor, llegó a ser uno de los políticos más prestigiados de la Argentina, pero, cuando llegó al poder, dos años le bastaron para dejar en ruinas un prestigio conquistado durante casi treinta años.

Todo político con un mínimo de criterio debería interrogarse sobre sus condiciones para asumir responsabilidades máximas. El examen de conciencia no es sencillo porque a nadie le resulta fácil admitir que no está en condiciones de desempeñarse en la función para la que se preparó durante toda la vida. El poder es el becerro de oro de todo político; pero el poder en democracia y con sociedades movilizadas no es un objeto dócil. Por el contrario, puede llegar a transformarse en un objeto peligroso y letal.>

La imagen de De la Rúa escapándose por los techos es aleccionadora. De la mañana a la noche, el hombre más respetado de Buenos Aires pasó a ser el más desprestigiado, al punto que -cinco años después de su apresurada renuncia- ni él, ni su señora ni sus hijos pueden caminar con tranquilidad por las calles de la ciudad.>

Tal vez estas consideraciones haya tenido en cuenta Carlos Alberto Reutemann cuando decidió no aceptar la candidatura a presidente de la Nación que le ofrecía Duhalde, candidatura que, en las condiciones históricas en que se brindaba, significaba un pasaje directo a la Casa Rosada, la máxima aspiración personal de todo político de raza.>

Más allá del hermetismo del «filósofo de Guadalupe», o de sus ambigüedades e imprecisiones verbales, hay que reconocer la capacidad de renunciamiento de un hombre que admite, frente a su conciencia, que puede gobernar una provincia, pero no puede hacerse cargo del destino de un país. El espectáculo de De la Rúa huyendo en un helicóptero debe haber adquirido tonos de pesadilla para un hombre al que siempre le preocuparon la estima social y el derecho a caminar por la calle sin que nadie lo moleste o lo ofenda.>

Gobernar un país, gobernar una provincia, no es algo que se aprenda en un libro ni copiando una fórmula, pero tampoco es factible desde la ignorancia o el empirismo. Gobernar es un arte y una ciencia que reclama experiencia, conocimiento, sensibilidad, decisión y, aunque muchos no lo consideren porque no es un concepto científico, una buena cuota de suerte; es decir, factores favorables que se manifiestan con independencia de la acción propia.>

Se gobierna con poder y con ideas. El poder permite un anclaje sólido en la realidad, las ideas permiten trascenderla, transformarla. No sé si se debe gobernar con todos. Lincoln decía que el primer error que debe aprender a eludir un gobernante es el de pretender quedar bien con todo el mundo. El consejo de Lincoln es valioso, pero un gobernante que se precie de tal debe gobernar con el consentimiento de una mayoría; ésta no siempre debe ser la misma; puede variar, alterarse, modificar su composición social, pero nunca perder la condición de mayoría.>

En sociedades de masas es inconcebible un gobernante que no cuente con el apoyo de amplios sectores sociales. Hace cien años, por ejemplo, era posible gobernar representando a los intereses de una minoría, porque los sectores más postergados acataban el orden establecido, respetaban a las autoridades y se resignaban a su destino. Hoy esa realidad no existe o no existe de la misma manera. Vivimos en un mundo secularizado, consumista, que reivindica las satisfacciones materiales, el placer.>

La conciencia social que hoy existe es consumista, hedonista (dirían los religiosos), alejada de toda pretensión utópica y revolucionaria, pero es esa conciencia la que no admite perder determinados derechos o cierta calidad de vida. El consumismo de masas mató las ideologías, pero la cultura consumista opera como un estricto control contra gobiernos que intentan modificar esos privilegios. Hoy las sociedades viven en un presente permanente. Los padres quieren a sus hijos y sus nietos, pero nadie está dispuesto a sacrificar el presente en nombre de hipotéticos beneficios para las futuras generaciones.>

Durante muchos años se identificó la política con la guerra y, de alguna manera, se la consideraba como el arte de elegir a los enemigos y derrotarlos. Obreros-burgueses, nación-imperio, patria-colonia eran las diversas contradicciones que organizaban el quehacer político. La política se relacionaba en muchos casos con la beligerancia, el conflicto o, directamente, con la guerra.>

En las condiciones históricas de la globalización económica, comunicacional y financiera y atendiendo a la crisis de los Estados nacionales y los fracasos estrepitosos de los socialismos reales, la política debe transformarse en el arte de construir consensos. Se gobierna para las mayorías y ese gobierno es posible acordando de una manera flexible, inteligente, con las diversas expresiones de esas mayorías.>

Los conflictos existen, a tal punto que podría decirse que la historia de una sociedad es la historia de sus conflictos. Pero, frente a un conflicto, un político puede hacer dos cosas: incentivarlo hasta el estallido o reducirlo hasta su desaparición. El talento, la capacidad de liderazgo, la destreza para manejar los dispositivos del poder pueden aconsejar un camino u otro; pero, en todos los casos, lo que importa es integrar, no liquidar.>

No es fácil construir coaliciones sociales policlasistas, pero siempre se supo que gobernar no es sencillo. Las políticas de masas reclaman coaliciones sociales policlasistas y representaciones sociales multirregionales. A una provincia, un país, lo pueden gobernar un partido, un frente o una coalición de partidos. Pero, en todos los casos, la principal exigencia política es asegurar una amplia representación social y regional.>

Decíamos que para gobernar hacen falta ideas, proyectos, una exigencia que incluye saber cómo se realizan esas ideas o proyectos. No hay fórmulas mágicas que resuelvan este dilema, pero sí algunos principios orientadores que deben ser tenidos en cuenta. En la actual etapa histórica, cualquier programa de gobierno debe hacerse cargo de que va a intervenir en un escenario económico que se llama capitalismo.>

Al capitalismo, como categoría histórica, no se le puede pedir moralidad porque su estructura íntima no pretende incursionar en temas morales; al capitalismo hay que exigirle productividad, eficiencia, competitividad y respeto estricto, o lo más estricto posible, a las reglas del juego. A esas exigencias las debe hacer efectiva el Estado, no reemplazando a los capitalistas, sino obligándolos a jugar el juego que ellos mismos, por lo menos, de la boca para afuera, dijeron que estaban dispuestos a jugar: competir, producir, respetar las leyes.>

Le corresponde a la política trabajar para asegurar socialmente algunos valores compartidos: la equidad, la justicia, la libertad. Esos valores -importa saberlo- no se aseguran de la noche a la mañana; tampoco se aseguran para siempre, porque siempre van a estar amenazados, puestos en tela de juicio. Ahora bien, la certeza de que no hay soluciones mágicas no autoriza a resignarse a convivir con la injusticia o a que dé lo mismo una cosa que otra. Lo que distingue a un gobierno de otro no es el signo partidario o ideológico, sino las respuestas que es capaz de dar a temas tales como la libertad política, el desarrollo económico, la justicia social.>

¿Cómo equilibrar, de manera creativa, las exigencias avasalladoras de una economía competitiva fundada en la ganancia privada con los reclamos de justicia, sin sacrificar a la gallina de los huevos de oro ni a la sociedad? Los políticos que trascienden en la historia son los que han sabido dar una respuesta adecuada a esta contradicción difícil, tensa, cambiante y conflictiva. Si yo supiera cómo se responde a ese interrogante, en este mismo momento estaría lanzando mi candidatura a gobernador. Como no lo sé, me resigno a ser periodista, es decir, a reflexionar y comentar los hechos que protagonizan otros.>

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