Lo digo con toda sinceridad: siempre disfruté de la poesía de Juan Gelman, casi con la misma intensidad con que rechazaba sus ideas políticas. Algo parecido podría decir de Ungaretti, Neruda, Pound o Lugones. Tal vez exageraba Borges cuando decía que las ideas políticas son lo menos importante en la vida de un hombre -y efectivamente en el caso de Borges está claro que fue así- pero lo que para mí resulta evidente en Gelman es que su poesía ha sido y es mucho más trascendente que sus ideas políticas; y que en el futuro, sus versos de “Gotan”, “En el juego en que andamos” o “Los poemas de Sydney West” van a ser mucho más importantes que su militancia bajo las órdenes de Firmenich o Galimberti.
Sé que estas afirmaciones son controvertidas. En primer lugar, Gelman no hubiera admitido esta separación entre obra poética y política. Para él, había un sólido y visible hilo conductor entre estas dos dimensiones. Algo parecido pensaba Neruda sobre su estalinismo y, en la otra orilla ideológica, Leopoldo Lugones y Giuseppe Ungaretti, por ejemplo, creían en lo mismo.
Quienes comparten las ideas políticas de Gelman suponen que su poesía es un producto casi lineal de ese compromiso ideológico. La conclusión es previsible: sus fines políticos son tan justos y generosos que no pueden menos que expresarse en esa poesía. No pongo en discusión la sinceridad de estos elogios, aunque creo que en la mayoría de los casos se reivindica más al militante de Montoneros que al poeta.
También están los que no pueden admitir que el hombre que festejó el asesinato de Aramburu, que alentó los secuestros extorsivos, que con la mejor buena fe justificó lo injustificable e ideológicamente adhirió con parejo entusiasmo a todas las patologías totalitarias del siglo veinte, pueda ser un buen poeta. También en este caso, el montonero es más importante que el poeta. Curioso. Tanto a derecha como a izquierda, la poesía es sacrificada en el altar de la política.
Gelman marchó al silencio con sus virtudes y defectos, sus grandezas y mezquindades, su inmenso talento y sus límites humanos. Como todos. Cada uno de nosotros puede evaluar como mejor le parezca al hombre y su obra. No desconozco las razones de los que creen que son la misma cosa, pero con todo respeto creo que el hombre que escribió, por ejemplo: “¿Quién dijo alguna vez hasta aquí la sed, hasta aquí el agua? ¿Quién dijo alguna vez hasta aquí el aire hasta aquí el fuego? ¿Quién dijo alguna vez hasta aquí el amor hasta aquí el odio? ¿Quién dijo alguna vez hasta aquí el hombre hasta aquí no? Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas. Sangran”, nada tiene que ver con la ciega certeza del soldado de Galimberti y Firmenich.
Dicho con otras palabras, Gelman como militante montonero fue uno más, ni siquiera el mejor. Pero como poeta es único. No lo conocí personalmente, pero quienes lo frecuentaron aseguran que era un muy buen tipo: afectivo, cálido, amigo de sus amigos. Su bonhomía no estaba en contradicción con la fe empecinada con que defendía sus ideas políticas. El hombre creía en lo que decía y por esas certezas estaba dispuesto a dar su vida y también a quitarle la vida a los que no pensaban como él. No me consta que alguna vez haya matado a alguien, pero está claro que en su ideario, la certeza de que una sociedad justa se levanta sobre una montaña de muertos, era explícita y sincera. Alguna vez admitió haberse equivocado en algunos detalles, pero en lo fundamental siempre consideró que estuvo en la barricada de los que defendían las causas justas. Palabras más, palabras menos, lo seguro es que nunca se arrepintió de lo que hizo. Morir con las botas puestas, puede ser un rasgo de coraje, pero también de fanatismo. La historia dirá.
Sin embargo, su poesía habla del amor, de la soledad, la tristeza, la muerte y la alegría de vivir. Es decir habla del hombre en su dimensión más íntima y descarnada. También hay poemas de combate, pero en lo fundamental su poesía es valiosa porque indaga sobre la condición trágica del ser humano y lo hace con palabras en las que predominan las dudas, el asombro, la incertidumbre, el miedo.
A Gelman, no se le puede negar el derecho de concebir la relación entre poesía y política como un solo bloque, pero yo tengo el derecho de pensar lo contrario, pensar que hay una contradicción visible y secreta entre el militante de causas para mí dudosas y el poeta autor de una obra que se seguirá leyendo muchos años después de que estas discusiones políticas hayan concluido. Es más, creo que esa contradicción entre política y poesía es una virtud, porque son esas contradicciones vividas con intensidad las que explican el acto creativo, al punto que sin ella no habría poesía.
Pablo Neruda le cantó loas a Stalin, pero esas alabanzas infames no tienen nada que ver con aquellos versos que dicen: “Sucede que me canso de ser hombre, sucede que entro a las sastrerías y a los cines, marchito impenetrable como un cisne de fieltro, navegando en un agua de origen y ceniza”. ¿Se imaginan la cara de Stalin leyendo estos versos? ¿Cómo explicar al autor de las loas a Stalin con el poeta de “Residencia en la tierra”? ¿Cómo explicar estas diferencias si no es través del principio de la contradicción y el misterio?
Giuseppe Ungaretti fue un convencido militante fascista, el mismo que alguna vez escribió: “Pero en mi corazón ninguna cruz falta, mi corazón es el país más desgarrado”. Seguramente estas confesiones a Mussolini le hubieran parecido, en el mejor de los casos, extravagantes, cuando no el producto de una mente enfermiza y degenerada.
Ezra Pound fue uno de los grandes poetas del siglo veinte y, a juzgar por la opinión de Hemingway y Fitzgerald, un amigo generoso. Sin embargo, creía en las bondades del fascismo y era un antisemita rabioso. ¿Cómo compaginar una cosa con la otra? ¿Cómo asumir que el hombre que en tiempos de Mussolini dirigía un programa de radio en la que justificaba las atrocidades del fascismo, al mismo tiempo escribía: “La aparición de esos rostros en la multitud; pétalos en una rosa oscura y húmeda”.
Insisto: en lugar de fastidiarnos por esas contradicciones, debemos agradecer su existencia, porque es muy probable que gracias a ellas la poesía tenga lugar. En cualquier caso, así como la poesía no puede ni debe subordinarse a la política, el poeta sólo puede ser entendido a partir de su oficio con las palabras. Lo que vale en general vale para Juan Gelman.
Soy de los lectores que releen, y Gelman es un escritor al que retorno con frecuencia. La paso bien con sus poemas. En un viejo cuaderno tengo anotados algunos. Éste, por ejemplo, se llama “Anclao en París”. “Al que extraño es al viejo león del zoo/ siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne/ me contaba sus aventuras en Rhodesia del Sur,/ pero mentía, era evidente que nunca se había movido del Sahara./ De todos modos me encantaba su elegancia/ su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces de la vida;/ miraba a los franceses por la ventana del café/ y decía: ‘los idiotas hacen hijos’./ Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido/ le provocaban malos recuerdos y aún melancolía;/ ‘las cosas que uno hace para vivir’, reflexionaba / mirándose la melena en el espejo del café./ Sí, lo extraño mucho,/ nunca pagaba la consumición,/ pero indicaba la propina a dejar/ y los mozos lo saludaban con especial deferencia./ Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,/ él regresaba a son bureau, como decía,/ no sin antes advertirme con una pata en mi hombro/ ‘ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno./ Lo extraño mucho verdaderamente,/ sus ojos se llenaban a veces de desierto,/ pero sabía callar como un hermano/ cuando emocionado, emocionado./ Yo le hablaba de Carlitos Gardel”.