3 de enero 2015
Había que decirlo y alguien se animó. La expresión tal vez no sea prolija, tal vez provoque una inquieta vibración en el ceño de algunas almas bellas, pero en lo fundamental es verdadera: los derechos humanos en los últimos años se han transformado en un curro. Una de las causas más nobles de la humanidad degradó en un objeto manipulable; la justicia devino en venganza, la memoria fagocitó a la historia, la verdad, en definitiva, se emperifolló con los atuendos vistosos del curro.
Las palabras de Mauricio Macri fueron ratificadas por un hombre valiente como Julio César Strassera y una mujer digna como Graciela Fernández Meijide. En todos los casos, la crítica no es contra los derechos humanos, sino contra su impostura y su manipulación. Los ejemplos son demasiado visibles para ignorarlos. Hebe de Bonafini, Schoklender, Sueños Compartidos y la quiebra de una universidad de cuyas deudas deberán hacerse cargo los contribuyentes. ¿Una excepción? No estoy tan seguro. Haber modificado el prólogo del Nunca Más, un gesto descarado de reescritura de la historia y un agravio a la conducta de aquellos hombres y mujeres que trabajaron en la Conadep, es también una estafa a la conciencia popular, pero, por sobre todas las cosas, una manifestación elocuente del talante de ciertos personajes decididos a hacer de los derechos humanos un dogma o, por qué no, un relato.
Inventar la cifra de 30.000 desaparecidos es otro fraude motivado por una subjetividad alucinada y una especulación bastarda de recolección de fondos en el extranjero; transformar a las instituciones de derechos humanos en agencias de propaganda de un oficialismo falaz y descreído es una afrenta a las víctimas y un privilegio inaceptable por parte de quienes se benefician con rentas provenientes de un gobierno cuyos principales promotores nunca creyeron en los derechos humanos.
Hombres de buena voluntad justifican o disimulan estas maniobras en nombre de ciertos resultados prácticos: los represores están presos. También sobre este tema se impone hablar en nombre de los derechos humanos. Y hay que decirlo de una buena vez, aunque a algunos les moleste: los represores también son titulares de derechos humanos. Y así como firmamos manifiestos y nos movilizamos para exigir la libertad de los presos de conciencia, o para criticar a un régimen que en nombre del orden abrió las puertas del infierno, también alguna vez habrá que empezar a movilizarse por los derechos de aquellos a los que ninguno de sus delitos despoja de su condición de titulares de derechos.
La inflación en la Argentina pareciera que no es sólo un dato económico. Sus efectos letales alcanzan al lenguaje, a la manipulación de las palabras, a la adjudicación de virtudes inexistentes, a la invención de cifras falsas, a la banalización de la tragedia y al recurso innoble de cierto terrorismo verbal que se inicia con un comportamiento discriminatorio y paranoico y concluye con el hábito del escrache, una práctica social que abreva en añejas tradiciones fascistas.
Guste o no a los facciosos de turno, los derechos humanos como tradición cultural y categoría política pertenecen a la tradición liberal. Hijos de la Modernidad y la Ilustración, expresan una de las conquistas más nobles adquiridas por la humanidad. Los derechos del hombre y del ciudadano reclaman de un orden político que los asegure. De ese se trata. De un orden político que garantice la vida y su requisito indispensable para realizarse: la libertad.
Alguna vez escuché decir que la noción de los derechos humanos se hizo presente por primera vez en la historia cuando Caín mató a Abel. Es una versión. Otros dijeron que nacieron cuando un señor llamado Herodes ordenó exterminar a los niños. Puede ser. En todos los casos, lo que se impone en todas las tradiciones es un mandato que nace desde el fondo de la historia, un recordatorio acerca de lo que distingue la condición humana: no matarás.
Valgan estas breves consideraciones para recordar una vez más que toda persona es sagrada y que no hay, no debería haber, ideología o sistema político que justifique el crimen. Si la vida vale y la libertad es necesaria, un orden político que merezca ese nombre debe proponerse crear las instituciones necesarias para hacer exigible estos valores. La experiencia histórica enseña que sólo el Estado de Derecho en clave democrática y liberal es el que garantiza la vigencia de los derechos humanos. Y que los derechos humanos valen para todos, porque no hay torturadores buenos y torturadores malos; o criminales buenos y criminales malos. ¿Dos demonios? No sé si el diablo existe, pero si existe estoy convencido de que es uno, no dos. Y su oficio es el de la muerte, no importa en nombre de qué causa o de qué orden.
Exigir la sanción a represores es una consecuencia de un imperativo a favor de la justicia, pero una política de derechos humanos va mucho más allá de un juicio o una condena. Discutir sobre derechos humanos entonces es discutir acerca de la calidad del Estado. O, para ser más preciso, las alternativas que trajinan entre el terrorismo de Estado y el Estado de Derecho.
Hoy el debate incluye el pasado. ¿Qué hacer con el pasado? ¿Desde dónde recuperarlo? ¿Memoria o historia? No es un juego de palabras. Se trata de dos formas antagónicas de relacionarse con el pasado. Es un debate teórico, pero sus consecuencias son prácticas. El rasgo distintivo de la memoria es la subjetividad, un dolor que encerrado en sí mismo degrada en resentimiento. La pretensión de la historia, por el contrario, es la objetividad, el esfuerzo por tomar distancia y contextualizar. La memoria no duda, no vacila ni revisa. La historia se propone exactamente lo contrario: dudar, vacilar y revisar. La memoria es antagónica a cualquier intento de reconciliación. No puede hacerlo, no debe hacerlo, se traicionaría a sí misma si lo hiciera; su naturaleza la impulsa a mantener intacto el odio y perpetuar los conflictos. La historia relativiza, instala el interrogante donde persiste una negación, se propone comprender y no sancionar, mucho menos castigar.
Los problemas se agravan cuando la memoria pretende apropiarse de la justicia y santifica la venganza, terrible paradoja, porque históricamente la justicia se constituyó precisamente para abolir la venganza. El pasado no puede caer en el olvido, pero su contexto es la historia. Porque el ciudadano en un Estado de Derecho se constituye desde la historia, no desde la memoria, mucho menos desde el anacronismo. O desde su fatal e inevitable descomposición moral, cuando el poder se apropia de la memoria y la virtud deviene en curro.