19 de febrero 2015
Nunca el silencio produjo tanto ruido, nunca el silencio mereció tantas interpretaciones, nunca el silencio fue tan elocuente. Las multitudes en la calle le rindieron su cálido homenaje al fiscal cuya muerte sigue siendo una sugestiva incógnita. Lo hicieron callados, tal vez porque ya está todo dicho, tal vez porque no hay nada más que decir o tal vez porque se espera que hable quien tiene que hablar, es decir, el Gobierno, el mismo gobierno que a través de las últimas intervenciones de su titular se refirió a los más diversos temas, menos a lo que importa, es decir, a Nisman y su muerte, su misteriosa e inquietante muerte.
Es precisamente el aura de misterio que rodea el caso lo que suscita aprehensión y miedo. A nadie se le escapa que si efectivamente Nisman se hubiera suicidado estas multitudes no estarían en las calles. No es la certeza lo que moviliza a la gente, sino la sospecha de que desde el poder se puede haber tramado esta muerte.
El homenaje al fiscal fue promovido por algunos de sus colegas. Así debe ser. Los fiscales que decidieron dar la cara algunas veces seguramente se habrán equivocado, pero no son sus virtudes o defectos lo que hoy está en juego, sino su voluntad de rendirle honores al hombre cuya muerte es una amenaza letal a uno de los poderes centrales del Estado de Derecho.
Si el «suicidado» hubiera sido un legislador, seguramente, sus colegas parlamentarios habrían encabezado la manifestación. Pero me atrevo a decir que en el país que vivimos la Marcha de Silencio podría haber sido convocada por las redes sociales o los partidos políticos o los medios de comunicación, porque de hecho el deseo de salir a la calle a rendir honores a Nisman, los honores que el Gobierno no fue capaz de rendirle, estaba en el corazón de la gente.
¿Quién convocó a estas multitudes que ganaron las calles en Buenos Aires y en todas las ciudades del país e incluso en el extranjero? El Gobierno. La Presidenta. Ella lo hizo. Lo hizo con su empecinada negativa en darles las condolencias a los familiares del muerto, con sus desbordes verbales, sus insólitas ambigüedades, su manifiesta insensibilidad, su deliberada decisión de decretar la alegría cuando el dolor, la incertidumbre y el miedo nos dominaban a todos.
Transformar a la Casa Rosada en una Unidad Básica y celebrar una suerte de fiesta con tono de bacanal, más que un error fue una torpeza, una exhibición patética de un régimen que se repliega en sí mismo mientras más allá del Patio de las Palmeras, más allá de las murgas y las claques, el sentimiento dominante era el dolor y el miedo. La Señora debería saber que la alegría y la felicidad no se decretan, que esa fantasía de todos los autoritarios de la historia siempre degradó en pesadilla, que la risa forzada inevitablemente se transforma en mueca.
Esas multitudes silenciosas que ocuparon las calles de la Argentina son por definición libres. No fueron arreadas por los punteros de turno y tampoco son masas manipulables. Salieron a la calle, afrontaron las inclemencias de las lluvias o las incomodidades de los apretujones porque así se los dictaban sus conciencias. No hubo un motivo exclusivo, pero si fuera posible sintetizarlo en pocas palabras, podría decirse que salieron para defender las libertades de todos, incluso de los que, también por diversos motivos, se quedaron en sus casas.
Conviene insistir en este concepto: fue una jornada que representa a toda la nación, incluso a los que se opusieron a ella con argumentos pueriles. Más allá de las anécdotas y las inevitables divergencias, la fractura no está planteada entre kirchneristas y antikirchneristas, sino entre el poder dominante y la sociedad. Esta manifestación popular así lo confirma, no porque todos hayan estado de acuerdo con ella, sino porque los valores que la movilizaron son compartidos por todos.
Nunca olvidar que se salió a la calle para impedir el retorno de lo siniestro en un país donde la memoria del terrorismo de Estado aún lastima. Se salió a la calle para revalidar la causa de los derechos humanos como corresponde: con mesura y respeto, y con la convicción de que ellos pertenecen a todos y no son el patrimonio exclusivo de sellos financiados por el poder. Se salió a la calle para reeditar un nuevo Nunca Más porque, como los hechos lo demuestran, las libertades también pueden estar amenazadas en democracias controladas por regímenes que reniegan de ella. Se salió a la calle, porque existe la empecinada sospecha de que el fiscal Nisman no se suicidó, sino que fue asesinado.
El espectáculo de la gente ocupando el espacio público reduce al ridículo y al absurdo las advertencias y bravatas oficialistas acerca de maniobras destituyentes, golpes de Estado duros o blandos. Esos hombres y mujeres que decidieron estar presentes en el lugar preciso y en el momento preciso no lo hicieron para desestabilizar a un gobierno que ya se va ni para transformar a las ciudades en campos de batallas. Tampoco se propusieron tomar el poder o hacerle el juego a un político opositor.
Precisamente el rasgo que en el siglo XXI distingue a la multitud de la masa o del «pueblo» unificado desde el Estado es su pluralismo interno, su rechazo a toda maniobra unificadora. La multitud es por definición diversa, innovadora, libre y, por lo tanto, lúcida. Es, como escribió Paolo Virno en Gramática de la multitud, la arquitecta de las libertades civiles, el actor social capaz de realizar la democracia. O, traducida a nuestra bochornosa realidad, la garantía de que la Argentina se merece, por ejemplo, un destino mejor que Venezuela.
Esa multitud en la calle es una advertencia a un gobierno divorciado del Estado de Derecho y enredado en sus propias maniobras y operaciones internas. Es por sobre todas las cosas una luz roja a un poder alienado, a un poder que opera en las sombras, que despliega sus vicios en la oscuridad, la penumbra y que, por definición, está dominado de un sórdido instinto de muerte. Esta multitud en la calle es un testimonio en tiempo presente, pero también una advertencia al futuro, a los políticos que dentro de unos meses asumirán la máxima responsabilidad de gobierno.
Después de tanto dolor y miedo, de tanta incertidumbre y desasosiego, de tantas balandronadas de un poder prepotente e insensible, después de tanta aprensión y vergüenza, esta manifestación pública de los argentinos, este arco iris de pasiones e ideas iluminando el cielo de la patria, es un soplo de aire fresco, una apuesta apasionada a la esperanza, una respuesta a un mundo que nos mira con alarma y recelo, que los argentinos nos merecemos un destino mejor que este presente agobiante, algo sórdido, algo miserable.
Esta marcha de silencio en homenaje a Nisman, en homenaje a sus hijas, pero también en homenaje a todos los que en esta jornada decidimos estar en la calle porque nos fastidia la impunidad, la corrupción, los atropellos del poder, nos honra como ciudadanos y le otorga una vibrante actualidad a aquella frase fundante de nuestra nacionalidad, aquella frase que tantas veces se recitó sin pasión ni convicción, pero que en este presente adquiere una actualidad palpitante y vigorosa: «Al gran pueblo argentino, ¡salud!».