A Carlos Corach se le atribuye haber dicho que si a Kirchner le hubiera tocado gobernar en los años noventa habría hecho lo mismo que Menem y si a Menem le hubiera tocado gobernar a partir del 2003, habría hecho lo mismo que Kirchner. Comparto esta apreciación que deja abierto un espinoso interrogante acerca de nuestra cultura política, interrogante que habilita la siguiente consideración: si Menem se identificó con el neoliberalismo y Kirchner con la cultura nacional y popular, pero si las circunstancias históricas cambiaran podrían exactamente hacer lo opuesto a lo que proclaman, esto daría lugar a pensar que por detrás, por debajo o por delante de estas supuestas opciones ideológicas, existe para ellos otra verdad, otra materialidad a la que adhieren y que los identifica más allá de sus presuntas divergencias.
Esta verdad, esta consistencia efectiva de la política, en nuestros pagos se llama peronismo, el amuleto, el becerro de oro al que adhieren los Menem y los Kirchner, más allá o más acá de divergencias coyunturales que parecen separarlos. Es que en realidad están subordinadas a una lógica de poder en la que los Kirchner y los Menem llegan a parecerse como dos gotas de agua.
Las identidades decisivas no excluyen diferencias personales e incluso discursivas. La identidad del menemismo podría calificarse de cínica, mientras que el kirchnerismo se hunde en las versiones más viscosas y vidriosas de la hipocresía. Como escribiera en su momento un colega: el menemismo se consolidó con la consigna “roban pero hacen”, mientras para el kirchnerismo la consigna preferida ha sido “roban pero juzgan”. Resulta innecesario decir que en esas consignas lo que sobrevive, lo que le otorga sentido a la frase es el verbo robar.
En los últimos tiempos, más de un analista político ha calificado al kirchnerismo como una cleptocracia, es decir un régimen cuyo modelo decisivo de acumulación proviene del robo instrumentado mediante el dominio del aparato público. A quienes así opinan, se les debería recordar que en su momento no fueron pocos los cientistas sociales que calificaron al menemismo con los mismos términos. Se ha dicho al respecto que existen diferencias en los modos de aplicar esa política, pero señalaría que esas diferencias -inevitables y previsibles- no alcanzan a ocultar la coincidencia central en un modo de concebir y organizar el poder y la política, un modo que otorga identidad a los últimos veinticinco años de nuestra historia.
Si esto es así, queda claro que neoliberalismo y el nacionalismo popular no son más que máscaras ideológicas, imposturas políticas, discursos y relatos útiles para simular una identidad en la que no se cree ni se deja de creer, porque lo que importa está en otro lado, está en esa manera de concebir el poder en tiempos donde las ideologías se revelan como simulación, engaño, recurso de manipulación política o insumo teórico para perpetrar diversas modalidades de la farsa destinadas a legitimar gobiernos cuyos objetivos centrales fueron y son la acumulación de poder y el robo.
Recuerdo que en los tiempos de la ley seca en los EE.UU., un recurso habitual de los traficantes de bebidas y los capitalistas de juego consistía en instalar algún negocio legal atendido por dos viejitos encantadores. El frente del negocio era enternecedor, pero en las dependencias interiores lo que funcionaba era el burdel, el casino clandestino -acompañado por buen jazz-, el tintineo de las copas, las risas de las prostitutas, el humo de los habanos, mientras los jefes mafiosos y su selecta clientela se paseaban ufanos y seguros de sí mismos.
Esa imagen del local con su vidriera respetable e inocente y sus encantadores y pacíficos vendedores -que con su presencia disimulaban el vicio, el crimen y la acumulación de riquezas al margen de la ley-, es la que mejor podría visualizar las farsas menemista y kirchnerista, el recurso preferido por el peronismo de las últimas décadas para dominar, controlar y enriquecerse desde la absoluta impunidad.
Y si de impunidad hablamos, corresponde advertir que no hay régimen cleptocrático sin esa condición. Puede que en los momentos difíciles haya que entregar a la María Julia Alsogaray de turno, pero los socios principales tienen garantizada su libertad. En este punto, las conductas menemista y kirchnerista se parecen como dos gotas de agua. Los socios de los años noventa, los que perpetraron y habilitaron negociados multimillonarios, uno de los cuales fue el botín otorgado a Kirchner bajo la denominación de regalías petroleras, son hoy los “amigos” que se protegen en las buenas y en las malas, los leales compañeros que le aseguran a Menem los fueros indispensables para no terminar entre rejas, el fantasma, la pesadilla que acecha a los funcionarios de todo régimen cleptocrático que acredite ese nombre.
La cleptocracia como régimen de poder y modelo de acumulación de una fracción de las burguesías criollas permite entender las aparentes contradicciones entre gobernantes que hablan de los pobres y son multimillonarios; que se rasgan las vestiduras en nombre de los derechos humanos, mientras designan a un represor como titular de las Fuerzas Armadas; que dicen amar a los pobres, pero a la primera disidencia los insultan y los descalifican con los peores términos; que ponderan las virtudes del desarrollismo, pero sus inversiones preferidas se vinculan con el juego, el turismo y la especulación inmobiliaria.
Desde esta perspectiva, adquieren tono de revelación conductas como las de criticar la adquisición de dólares, mientras el jefe de la banda aprovecha la ocasión para comprar dos millones de dólares valiéndose de información del Estado colonizado por sus funcionarios. En este orden cleptocrático tampoco resulta sorprendente la presencia de funcionarios como Ricardo Jaime y Felisa Miceli, empresarios como Cristóbal López y Lázaro Báez, jueces como Norberto Oyarbide y Raúl Zaffaroni, un vicepresidente como Amado Boudou, ministros como Aníbal Fernández y crímenes “misteriosos” como el cometido contra el fiscal Alberto Nisman. Tampoco resulta novedoso que en este contexto de creciente amoralidad e hipocresía crezca el narcotráfico, se multiplique la inseguridad y se corrompan las fuerzas policiales.
El poder cleptocrático da sentido al centro de un sistema de dominación política, aquello que revela su lógica íntima, pero sería un error suponer que se agota en sí mismo. No se lo puede reducir a una instancia subjetiva, algo así como una cuestión de temperamento individual, cuando en realidad se trata de un dispositivo objetivo de poder, un régimen práctico de acumulación que moviliza múltiples intereses e impone una conducta, un despliegue previsible por parte de fracciones de las clases propietarias habituadas o alentadas a enriquecerse gracias a los favores del Estado.
La cleptocracia concibe al Estado como un botín y a la política como un recurso orientado a engañar, estupidizar o alienar a las masas y a las almas crédulas que llegan a creer en las intenciones liberadoras de sus dirigentes. Así se entiende a los jóvenes que se movilizaron en nombre de la patria socialista, cuando en la intimidad del poder lo que se preparaba era la patria lopezreguista auspiciada por su jefe en sintonía con los consejos de Licio Gelli. También se explica la conducta de nuestros liberales fascinados por la supuesta conversión liberal del caudillo riojano; y del mismo modo resulta entendible el entusiasmo de nuestros camporistas convencidos de que los Kirchner son los líderes de una inédita experiencia liberadora.
El peronismo, como cultura política, ha sido en ese sentido muy funcional a esta práctica política consistente en compatibilizar el robo con la justicia. No sería del todo injusto calificarlo como un fascismo suavizado por la corrupción. Las buenas intenciones de quienes adhieren a las modalidades oportunistas del caudillo de turno, no hacen más que legitimar e incluso prestigiar al régimen cleptocrático, y otorgarle un rostro respetable a ladrones codiciosos.